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No regresaron al hotel. Ni de noche, por la imposibilidad de subir aquel escarpado a oscuras, ni al amanecer, cuando despertaron. Tenían las ropas sucias y sudadas, pero no querían irse ni un segundo y dejar sola a Amina o abandonar a los dogones por la puerilidad de necesitar una muda. De pronto formaban parte del pueblo. Así de sencillo. La fiesta de la noche anterior había sido única, una explosión de luz, color, una orgía de los sentidos. Después de dormir en una casa de barro, con el cuerpo atravesado por una docena de picaduras y dolorido por la incomodidad, el nuevo día los devolvió a una extraña calma. La vida no se detenía, seguía. Bassekou Touré les llevó agua, fruta y mijo. Ninguna pregunta. Las diosas y su acompañante eran libres y estaban allí. Al asomarse por la puerta de la casa vieron escenas cotidianas. El pueblo entero les sonreía, asentían con la cabeza, eran felices de tenerlos cerca. Un privilegio.

– ¿Qué hacemos? -preguntó con pragmático realismo David.

– Quiero volver a la cueva.

– Sabía que dirías eso.

– ¡Entonces por qué preguntas, bobo! David le besó la mejilla.

– Pareces feliz.

– La he encontrado, ¿no?

– Sí -su afirmación fue débil.

– Te lo dije anoche: dale tiempo.

– Es que no sé qué has encontrado.

– No es un monstruo.

– Esa chica lleva machacada toda la vida. Ha sacado las uñas siempre. No han podido con ella. ¡Incluso ha llegado hasta aquí, sola! Y ahora, de pronto, apareces tú y le sueltas quién es y de dónde procede. Más que a una amiga, una hermana mayor, o tiempo para asimilarlo, como tú crees, lo que necesita es un psicólogo.

– Yo tampoco te creí cuando me explicaste las cosas.

– Precisamente. A mí lo que me sorprende es la forma en que ella lo ha aceptado.

– Porque en el fondo ya lo sabía.

– ¿Que su madre era alienígena? ¡No!

– ¿Cómo se puede vivir sin amor? -reflexionó Joa.

– Antes de conocerme estabas sola como ella. Tú me lo dijiste.

Antes de conocerle.

Parecía que de eso hacía mil años.

Y era verdad, aunque tuviera otra clase de amor. Primero el de sus padres cuando estaban juntos. Después el de su padre al desaparecer su madre. Extraña cosa el amor.

– ¿Has visto cómo te mira Amina, por cierto?

– Sí -se estremeció él.

– Sé cariñoso con ella, ¿de acuerdo?

– ¿Y si me muerde?

Joa le dio un golpe con la cadera. David trastabilló hacia un lado, pillado de improviso. Un gesto muy poco propio de una diosa. Unos niños rieron abriendo la boca de par en par. Sus ojos, orlados de blanco, parecían lunas llenas con elipse en mitad de la intensa negrura de sus pieles.

– ¿Cuándo quieres ir a la cueva? -quiso saber él. -No sé si podemos ir solos o han de acompañarnos.

– Eres Nommo reencarnado. Imagino que puedes ir adonde quieras.

– Antes quiero ver a Amina.

Regresaron al interior de la casa. La chica dormía en otra estancia. Les bastó meter la cabeza por entre la cortina que hacía de puerta para darse cuenta de que estaba todavía profundamente dormida.

Su cuerpo formaba una mancha blanca bajo el contraste de aquella penumbra.

Y ahora sí, con el cabello alborotado, su rostro era de una inocencia casi pura. Las manos caídas, una sobre el cuerpo y la otra a un lado, sobre la tierra. La imagen de una adolescente.

– Dios, es increíble -musitó Joa.

– Vamonos -David la tomó del brazo para apartarla de la puerta.

– Espera.

Fue a por su bolsa. Arrancó una hoja de papel de su libreta de anotaciones y escribió en ella cinco palabras: «Estamos en la cueva. Joa». Luego la dejó junto a Amina, para que la encontrara al despertar y no se extrañara de su ausencia. Por su parte David aprovechó para buscar algo para hacer fuego, encontró una caja de cerillas y, tras guardársela en el bolsillo, salieron al exterior de nuevo.

No había ni rastro de Bassekou Touré ni de Baba Kouyate, sus dos principales interlocutores. Cuando caminaron en dirección a la cueva nadie los detuvo. Vivían en su mundo y en su tiempo, sin miedo, libres. No sabían de globalizaciones, ni de cambios climáticos ni de economías de mercado. Quedaban pocos pueblos primitivos sobre la faz de la Tierra, y el Dogon era uno de ellos.

– ¿Cómo la sacaremos de aquí? -reflexionó David.

– No te entiendo.

– No tiene pasaporte, entró ilegalmente en Mali. Y es jordana. Por si fuera poco, en su país se la busca por haberse escapado de un manicomio. No le darán un pasaporte chasqueando los dedos o sobornando a un funcionario.

– Nos parecemos mucho… Quizá mi pasaporte le sirva si yo digo que he perdido el mío y necesito uno nuevo.

– Tu pasaporte es español y ella no habla español.

– ¿Y quién va a notarlo aquí? Puedo enseñarle unas nociones, ¿no?

– ¿Así de fácil?

– Así de fácil -se encogió de hombros ella.

No había nadie en el acceso a la cueva. Ninguna vigilancia. El cristal era su tesoro, pero no sentían miedo por él. Cuando llegaron a la entrada cogieron una de las antorchas dispuestas para darles luz y David la prendió con una cerilla. Tomó la iniciativa y fue el primero en avanzar, iluminando el paso de Joa. Al llegar a la inmensa gruta en cuyo centro se alzaba el túmulo con la vasija y el cristal, ella caminó a su encuentro. Levantó la tapa y lo contempló.

– Dime algo… -le susurró a la piedra.

Se rió de su estupidez y lo tapó otra vez.

La única entrada de la cueva parecía ser la que acababan de utilizar. Joa se acercó a una de las paredes y la examinó. Había restos de pinturas, algunas poco visibles y otras tan claras como si acabasen de ser hechas unos años antes. Todas tenían el mismo denominador común del arte Dogon. Paseó despacio hacia la derecha observándolas minuciosamente.

– ¿Qué buscas?

– No sé, todas las culturas suelen pintar su historia en las paredes… Mira.

Era uno de los dibujos de Nommo que le había mostrado en el viaje, el ser con forma anfibia. Se detuvo delante de otra figura muy clara.

– Sirio.

Algunos dibujos estaban ubicados en las paredes más altas, así que Joa se subió a un par de piedras para estudiarlos, sin perder detalle, con David alargando el brazo para darle luz. Se estaba fresco allí, por lo que también era una bendición escapar del horno exterior, demasiado fuerte para ellos a medida que fueran transcurriendo las horas del día.

– Mira éste -su compañero iluminó algo un poco más a su derecha-. ¿No es Orion? Joa se acercó. Orion.

Tal y como se lo mostró Haruk Marawak la primera vez, en el Valle de los Reyes. El dibujo de la constelación en el suelo de Egipto.

Entonces sintió un ramalazo de frío.

– ¡Oh, Dios! -gimió.

– ¿Qué sucede? ¿Qué has visto?

– David se pegó a ella.

– ¡Mira!

El tamaño de la representación de Orion dibujado en la pared era grande, más de un metro de extremo a extremo. En él aparecían todas las estrellas que formaban su perímetro, además de las exteriores y las interiores, las nebulosas M42 y M43 entre ellas. Una representación minuciosa.

Pero lo que Joa señalaba con un dedo tembloroso era un punto situado al noroeste de la pintura. No muy lejos de lo que en Egipto había sido Abu Roasch y dentro del perímetro de Orion.

Un punto marcado en la pared con una cruz.

– Joa… -exhaló la voz de David.

No tenía los cuatro dioses en cada extremo, pero sin duda era la misma cruz que ella había visto en la tumba TT47 y en la columna de Karnak.

La cruz del Nilo.

Por fin tenían la marca, la X del mapa del tesoro, sobre un mapa real y concreto.

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