Una noche en vela no era lo mejor para enfrentarse a unos fanáticos. Y sin embargo, después de ducharse y beber un café, se sintió capaz de todo.
Dominó la rabia.
La cedió ante la cautela. Cautela bajo el estigma de la tensión.
Se puso ropa cómoda, pantalones, zapatillas deportivas, una blusa blanca y liviana. Dejó la documentación en la caja de seguridad y se llevó la mayor parte del dinero por si acaso. No fue su única precaución. Sacó del bolso que siempre llevaba encima todo lo que no fuera necesario y de su bolsa de viaje extrajo una pequeña linterna para situaciones de emergencia. También metió las dos cajas de cerillas que encontró en la mesilla. Conservó el bolígrafo y su pequeño bloc. La última duda fue llevarse o no el móvil.
Supo que se lo quitarían, así que lo sacrificó. Tal vez también le quitaban el bolso. No cedió al desánimo.
Salió del hotel con unos cuantos minutos de adelanto y caminó por la acera en dirección a la izquierda. El vehículo ya estaba allí. Era una camioneta blanca, sucia, con los cristales opacos. Nadie del exterior podía ver su interior ni pegando la nariz a las ventanillas. A menos de cinco metros de su posición, salieron dos hombres de ella.
Pero los que la empujaron, más bien la llevaron en volandas, fueron los dos que de pronto aparecieron a su espalda.
Joa aterrizó en la parte de atrás, sobre unas mantas.
Apenas si tuvo tiempo de hacer nada, salvo protegerse para evitar el golpe inicial. Unas manos le insertaron una capucha negra en la cabeza. Otras sujetaron las suyas. Dos más la cachearon. A fondo. Llevaba el bolso en bandolera. Lo examinaron pero no se lo arrancaron. Quizá el dinero ya no estuviera allí. Finalmente le ataron de manera concienzuda las manos, por delante, y la hicieron tumbarse sobre las mantas. Olían muy mal, a animal de granja, quizá cabras, tal vez cerdos.
Ni siquiera se había dado cuenta, pero la camioneta ya circulaba por las calles de El Cairo.
Ninguno de sus secuestradores hablaba.
Joa se quedó quieta. En la oscuridad, bajo presión, su mente sí comenzó a trabajar como no recordaba haberlo hecho desde hacía mucho tiempo. El miedo disparó su adrenalina. La adrenalina activó su instinto. El instinto la hizo ver más allá de sí misma.
Percibir el entorno.
Ellos eran seis. El conductor, un copiloto, los dos hombres que habían salido al aparecer ella y los dos de su espalda. Vestían chilaba blanca y lucían barba.
Defensores de los Dioses.
Se concentró en el camino.
Intentó memorizar detalles, pero sólo escuchaba el sonido de las bocinas y los improperios de los conductores. Ninguna señal especial, ningún sonido fuera de lo común. Cruzaron el centro de la ciudad. El Cairo se quedó atrás a los quince minutos, y la camioneta adquirió más velocidad.
Estaban en el desierto. Y hacía mucho calor.
– Tengo sed. Silencio.
– Denme agua, por favor.
Pasó un minuto. Alguien por fin le acercó una botella a las manos. Agua.
La dejaron saciarse. Dio varios sorbos seguidos, calculando lo que le quedaba en el recipiente.
– Gracias -quiso ser amable.
Se la jugó. Cuando acabó de beber no les tendió la botella a ellos. Colocó el tapón y, al tener las manos atadas por delante, pudo introducirla en su bolso.
No se la quitaron.
Durante los siguientes minutos se concentró en David. Si le sucedía algo nunca se lo perdonaría. Imaginaba adonde la llevaban, pero tenía que dar con David primero antes de actuar.
El vehículo acabó dejando la carretera para internarse en una pista de tierra. Los baches entonces fueron mucho peores. Acabaron destrozándole la espalda. Hizo un esfuerzo desesperado para incorporarse un poco y la amabilidad de sus captores llegó hasta ahí. Uno le puso un pie en el hombro y la obligó a tumbarse de nuevo.
Ya no volvió a intentarlo.
Tal vez consiguiera detenerlos, enfrentarse a sus mentes, parar la camioneta, pero entonces no daría con David.
La camioneta aminoró la marcha, y fue reduciendo paulatinamente la velocidad hasta convertirla en una simple aproximación a su destino.
Cuando se detuvo definitivamente, Joa supo que la primera parte de la pesadilla tocaba a su fin.
Quedaba la peor.
Se abrieron las puertas posteriores y la ayudaron a bajar. Una vez de pie la empujaron obligándola a caminar. Alguien tiraba de ella por las manos, otro la sujetaba por un brazo, y detrás un tercero iba dándole empellones de manera intermitente. Joa dejó de sentir el calor del sol en su cuerpo de pronto y a cambio sintió otras sensaciones, un ligero frescor, nuevos olores-Estaba en una casa.
La detuvieron en seco, la hicieron permanecer de pie. Le arrancaron el bolso que llevaba en bandolera y la capucha al mismo tiempo.