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El avance fue muy difícil. Quizá duró diez, quince metros, con zonas angostas en las que apenas si lograban mover los brazos y las piernas y otras más altas en las que casi llegaron a gatear. El sudor les caía a chorros. Joa estuvo tentada de dejar su bolso, pero recordó que en él llevaba cerillas, la botellita de agua… Bendita agua.

No concebía regresar por el mismo sitio, con los Defensores de los Dioses esperándolos en la casa.

– ¿Vas a rescatar siempre a los chicos con una linterna?

– Nunca se sabe.

– Ahí delante hay algo.

Fueron los metros finales. David se puso en pie y la ayudó a hacer lo mismo. El túnel había desembocado en una cámara de unos cinco metros de largo por apenas dos de alto y uno y medio de ancho. Las paredes y el techo eran lisos y estaban vacíos. En el otro extremo vieron unas nuevas escaleras que descendían hacia las profundidades.

– ¿Por qué los egipcios lo complicaban todo tanto?

– Por precaución. Muchos faraones pusieron sus sarcófagos en lugares muy simples de sus tumbas, para que los posibles saqueadores se confundieran. Expoliaban las grandes cámaras sin imaginar que al otro lado de una pared pudieran estar los verdaderos tesoros que enterraban con él para su otra vida.

– Pero esto no es una tumba.

– No, no lo es -suspiró Joa.

Ahora se colocó delante. Le quitó la linterna de la mano y bajó los primeros escalones antes de que él pudiera protestar.

– Déjame a mí.

– Los murciélagos detectan los objetos en pleno vuelo. Yo casi siento lo mismo, con mi energía como si tuviera sensores en todo mi cuerpo.

– ¿Cómo has dado conmigo? -fue tras ella.

– Primero te cogieron para que yo no pudiera hacer nada. Querían saber quién soy.

– ¿Se lo has dicho?

– Sí, y no me han creído.

– Ese tipo que has dicho…

– Bir El Saíf.

– ¿Trabajaba en el Valle de los Reyes?

– Forma parte del grupo de arqueólogos que investiga la TT 47. Cuando vio la cruz y supo que Gonzalo Nieto la identificaba, o interpretaba el significado de la pintura relacionándolo con la otra cruz, la de Karnak, comenzó la defensa de lo que para ellos es su legado. Le tendió una trampa, le puso a una mujer a su alcance, y ella le fue contando a su jefe lo que hacía Gonzalo en El Cairo. La noche que me llamó comprendieron que la cosa se complicaba, que había descubierto algo, así que le mataron, siguiendo el ritual propio de los Defensores. Esto cierra el asesinato del profesor.

– Demasiado tarde, ¿no te parece?

Joa no dijo nada. Las escaleras morían en otra cámara, ésta mucho más alta, con dos pilares en el extremo opuesto situados a ambos lados.

– La primera puerta -susurró para sí misma, aunque no tanto como para que David no la escuchara.

– ¿De qué hablas?

– Reza Abu Nayet me leyó un texto encontrado en unas tablillas. Es la única referencia a la cruz del Nilo. Habla de lo que nos vamos a encontrar desde ahora.

– ¿Y qué es?

Joa le desgranó el texto, tal cual: «Cruzarás una vez las puertas. Las dos torres de la muralla con sus tres guardianes. Y deberás conocer sus nombres. Descenderás hasta la sala de las columnas y llegarás al patio del que surgen las galerías y los corredores. Verás las cámaras de la reflexión y la piedad. Encuentra tu camino. Cruzarás otra vez las puertas. Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba.»

– La última pista dice: «La voz de los dioses debe fluir de ti» -concluyó ella.

– No me gusta. Demasiado críptico. Eso puede significar mil cosas -fue sincero.

– Los egipcios eran hábiles dejando trampas en las tumbas. Habrá que ir con cuidado.

Cruzaron los dos pilares. La linterna iluminó una cámara mayor. La barrió de izquierda a derecha y estuvo a punto de lanzar un grito cuando el haz enfocó el rostro tallado en jade verde de una estatua. Y no era la única. A su lado había otras dos. La primera correspondía a una mujer con cabeza de rana. La segunda era de una mujer con cabeza de gato. La tercera figura, sentada, era la de una extraña criatura mitad leona, mitad hipopótamo, mitad cocodrilo.

– Heqet, una diosa asociada a la resurrección -Joa iluminó la primera de arriba abajo. Luego hizo lo mismo con la siguiente-. Bastet, personifica los rayos cálidos del Sol y es una diosa benéfica asociada a la Luna que protege los nacimientos y a las embarazadas -y por último enfocó la figura sentada-. Y éste es Aman, el devorador, el que destruye a los malvados y se come a los que no superan el juicio final tras la muerte.

– ¿Cómo sabes tanto?

– Devoré unos libros para ponerme al día.

– Aquí tienes a los tres guardianes del texto que acabas de recitar -le recordó David.

– Creo que sí -continuó bañándolos de arriba abajo con la linterna.

– Deberás conocer sus nombres -reflexionó él.

Ya los sabía. ¿Ahora qué?

Por detrás de los tres guardianes vio una pared de piedra generosamente tallada con figuras humanas y dioses. Otra puerta. La flanqueaban dos torres de cuya cumbre partían sendas murallas.

David apoyó las dos manos en la pared.

Hizo fuerza.

No la movió ni un centímetro.

– Conozco sus nombres -musitó Joa.

Pasó las manos por las juntas. Ni un hueco. Luego por la superficie, sintiendo bajo sus dedos los relieves y las formas. Las mismas representaciones de las tres estatuas estaban en la pared, juntas. Y debajo de cada una un espacio, un hueco por el que introducir la mano.

– Joa, mira el suelo.

Vio un semicírculo completo que iba de lado a lado.

– Esta puerta ha girado sobre sí misma ciento ochenta grados, y de eso no hace mucho, porque no hay polvo depositado en la zona del roce.

Joa tuvo un estremecimiento, pero no se lo dijo a él.

– Depende del orden con que presionemos lo que hay en el fondo de estos huecos -le hizo ver a David-. Veamos… Heqet es la resurrección, Bastet protege los nacimientos, Aman devora a los malvados y a los que no superan el juicio…

– Nacimiento, muerte y resurrección -le siguió el hilo de los pensamientos él.

Puso primero la mano en el hueco habilitado debajo de Bastet.

Se escuchó un «clic» ahogado.

A continuación puso la mano en el hueco de Aman. Segundo «clic».

Finalmente presionó el espacio situado al pie de la figura de Bastet.

No hubo tercer «clic».

La puerta empezó a girar sobre sí misma, igual que si en su centro hubiera un eje. El ruido no fue muy fuerte, un roce prolongado. Cuando tuvieron suficiente espacio para cruzar al otro lado lo hicieron y esperaron a ver qué sucedía.

La puerta no sólo completó una vuelta, sino dos. Volvió a quedar como estaba.

Sólo que en su lado no había nada, ni pinturas, ni relieves, ni mucho menos huecos para volver a abrirla.

Joa no quiso pensar en ello.

– Dios… -escuchó el tono expectante de David.

Se encontraban en una repisa de cuyo extremo partía otra escalera. Al frente vieron una enorme, inmensa gruta, que rodeaba una no menos impresionante sala con tres docenas de columnas sosteniendo el techo. Un resplandor cenital, como si la tierra de la bóveda superior fuese casi transparente, proporcionaba una luz tenue, mortecina, pero suficiente para que pudieran apagar la linterna y ahorrar pilas. La extensión de aquel espacio era la de tres campos de baloncesto. No se adivinaba ninguna salida.

Bajaron las escaleras, despacio, fijándose ahora muy bien en dónde ponían los pies. Si un escalón parecía sospechoso, lo evitaban. Al llegar a las primeras columnas vieron que también estaban profusamente trabajadas. Mostraban imágenes de la vida y el tránsito al más allá de los egipcios. Barcas ceremoniales, representaciones de objetos o signos sagrados, como los habituales gatos, escarabajos y ojos-Rodeando las columnas sólo había paredes de roca. Excepto al otro lado.

– El patio -exhaló David.

Era una terraza octogonal. Acababan de desembocar en ella por una puerta, la que venía de la zona columnada. Había siete más. Siete corredores o galerías. Cada una podía conducir a un lugar distinto.

Y debían encontrar su camino en ellas.

– Joa…

– Déjame pensar y sentir…

Se acercaron a las siete galerías, para inspeccionar su acceso una por una. En la primera vieron unas escaleras ascendentes, en la segunda el camino era recto, en la tercera las escaleras descendían, en la cuarta otro camino recto, en la quinta las escaleras volvían a ascender, en la sexta el camino era recto de nuevo y en la séptima entrada localizaron nuevas escaleras descendentes.

Sobre el dintel de cada galería había un signo.

Joa volvió a prender la linterna, porque allí la luz era mucho más difusa.

– ¿Conoces alguno de estos signos? -preguntó él.

Los contempló, de izquierda a derecha, siguiendo el número de las siete puertas.



Hizo memoria.

Todo aquello lo había visto en los libros…

David no dijo nada. La dejó pensar.

– El uno es el horizonte -Joa miró la escalera ascendente que surgía de la puerta-. El dos es el símbolo de la casa, y también del templo -miró el recto camino que nacía en ella-. El tres, si no me equivoco, es el paraíso -la escalera que nacía en la puerta descendía-. El cuatro representa la Tierra, un planeta -de allí partía otro camino recto-. El cinco es el llamado anillo Shen, simboliza la eternidad y los egipcios lo utilizaban como amuleto porque protegía del mal -de nuevo unas escaleras ascendían hacia la oscuridad-. El seis equivale a la ciudad -la senda se prolongaba en línea recta-, y el siete es el símbolo de la vida unido al del Sol -era la puerta de su derecha, con la última escalera, nuevamente descendente.

– ¿Por dónde vamos?

Joa no dijo nada. Volvió a mirar las siete puertas que, junto con la puerta por la que acababan de acceder al lugar, conformaban aquel extraño octógono.

Sólo una conducía al siguiente paso.

Horizonte, casa, paraíso, planeta, anillo, ciudad, vida.

– Yo voto por la vida o el paraíso -se inclinó David.

– No.

– ¿Por qué?

– Porque todos simbolizan cosas, pero sólo uno representa algo que los egipcios utilizaban y en lo que creían físicamente.

– ¿El anillo?

– Sí.

– ¿Estás segura?

– ¿A estas alturas no te fías de mí?

David miró las escaleras de la puerta número cinco.

– ¿No crees que lo normal sería que fuéramos por un camino horizontal o descendente?

– Encontraríamos las cámaras de la reflexión y la piedad.

– ¿Y eso qué puede significar?

– Siento un enorme dolor que emana de esas puertas -suspiró ella-. Es algo… emocional, físico incluso.

– ¿Dolor? -se preocupó él.

– Cada uno de estos caminos está hecho para expiar los pecados. Hay trampas, muerte, pero sobre todo está el encuentro con uno mismo, con el lado oscuro, ese yo interior que nos acecha y nos aterra.

David seguía muy quieto.

– Vamos por la número cinco -se rindió.

Joa no secundó su gesto de seguir avanzando.

– ¿Qué sucede? -su compañero se detuvo bajo el dintel de la puerta señalizada con el anillo Shen.

Ella miraba fijamente la número dos.

Dio un paso en su dirección.

– ¿Joa?

De pronto echó a correr cruzando su marco.

– ¡Joa! ¿Qué haces? La puerta dos es una trampa

– La siguió sin embargo. Le llevaba tres metros de ventaja. La linterna trazaba círculos irreales en la oscuridad.

Una pesada atmósfera comenzó a nublarles los sentidos, espesando sus sensaciones. David intentó atraparla, temiendo que una fuerza desconocida la hubiese arrastrado inexorablemente hacia el abismo. El camino ya no era recto, serpenteaba a derecha e izquierda.

Debieron de correr unos veinte metros.

Hasta que Joa de detuvo y exhaló un grito:

– ¡Amina!

La chica, iluminada espectralmente por la linterna, estaba medio sepultada por una pared que se le había venido encima tras pisar probablemente una trampa del suelo.

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