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Imaginó que algún día se reiría de la experiencia, pero no ahora. Sentía las miradas cruzadas de sus tres acompañantes, de reojo o directas, la forma en que la valoraban, la manera en que la deseaban, la curiosidad que sentían. Sobre todo por su cabello rojizo. Y su juventud. Tampoco pasaban desapercibidos para los otros caminantes o vecinos de las casas por las que transitaban. La gente estaría habituada a sus guapos jóvenes, llegados desde toda Jordania, pero ver a una chica como ella con tres jordanos sin duda no era lo más habitual.

Hamid se detuvo dos veces a preguntar. Una, a una mujer. Otra a un cuarto gigoló. Joa temió que también se apuntara a la comitiva.

No fue así y la parte final les acercó de nuevo a la zona hotelera de la playa, punto neurálgico de encuentros y citas.

Había un joven sentado en la playa, casi en la perpendicular de su hotel. Si las tres mujeres solitarias seguían en el comedor tal vez lo estuviesen viendo. Cuando se encontró lo suficientemente cerca, Joa apreció sus rasgos. Otra obra de arte humana esculpida sobre mármol oscuro. Ajeno a su presencia, el muchacho, veintidós años como mucho, contemplaba el mar. Su imagen era de una serena belleza. Un cuadro enormemente plástico.

– Hamid -señaló el chico que se llamaba igual que él.

Y le tendió la mano a la espera de la propina.

– ¿Cómo sé que es el que busco?

– Es Hamid -se lo aseguró sin ambages-. Tiene amigo que se llama Hussein. Él vino con chica joven, muy parecida a ti, hace poco.

La última duda desapareció de su mente.

Les dio dinero a los tres. El suficiente para que no pidieran más ni llamaran la atención. Uno tras otro le tendieron la mano, cordiales y serviciales, y desaparecieron de su horizonte.

Joa no se movió hasta estar segura de que estaba sola.

Se acercó a él y se sentó a su lado. Al darse cuenta de que no estaba solo el chico volvió la cabeza e iluminó su rostro con una gran sonrisa. Le miró los ojos, el cabello y los labios. Los suyos eran perfectos, carnosos.

– ¿Hamid?

– Sí.

No le preguntó por qué conocía su nombre. Quizá una amiga se lo había recomendado. Joa extrajo otro billete de su bolso. Mucho más que una propina. Siguió hablándole en inglés.

– ¿Quieres ganarte esto?

– Claro -dijo con dulzura en la misma lengua.

– Vamos a tu casa.

– No, mejor lugar que yo conozco, bonito, limpio y discreto. Pero antes hablamos y cenamos.

– Quiero ir a tu casa.

– No muy buena -insistió.

– Vamos

– Joa se puso en pie.

No quería sorprenderlo dándole el nombre de Hussein Maravi. Temía que entonces se le escapara, o avisara a su amigo, huido de un manicomio a fin de cuentas, y nunca diera con él ni con Amina. Necesitaba ser cauta. Nada más.

Hamid se incorporó.

– Tú preciosa -ponderó.

– Gracias.

– Pareces mucho a alguien yo conozco.

– ¿Por dónde? -mantuvo la calma.

El joven tomó la iniciativa. Caminaron hacia la parte izquierda de Aqaba y en dos minutos ya se hallaban inmersos en un mundo de callejuelas en las que la vida se hacía más fuera de las casas que dentro. Algunas personas saludaron a su compañero. Éste habló en voz alta con un par de ellas. Sabía que era el centro de atención. Una chica joven-cita, no una mujer madura. Algo así debía de ser insólito. Cada vez que Hussein se dirigía a ella la envolvía con una sonrisa y le preguntaba trivialidades, cuántos años tenía, de qué ciudad española era, si estaba en Jordania por turismo…

– Conozco restaurante maravilloso para cenar.

– ¿Vives solo? -cortó sus fantasías.

– Sí.

Trató de no parecer inquieta. De todas formas la caminata tocaba a su fin. Hamid señaló una casa ni mejor ni peor que las otras, ladrillos grandes y grises en el exterior, sin enyesar o pintar. Se encontraba al final de una muy leve cuesta que, no obstante, la hacía sudar igual que si fuese una montaña.

Habían llegado a la puerta de la casa. Al otro lado quizá hubiera respuestas. Pero Hamid acababa de decirle que vivía solo. Tal vez para su negocio necesitara no tener a nadie en su casa y ellos estuvieran en otra parte.

Tal vez.

Era el momento.

– Escucha -habló despacio para que él la entendiera-. Soy una amiga. Una amiga, ¿entiendes?

– Amiga, sí -su sonrisa se hizo luminosa-. Yo también soy amigo.

– Busco a Amina Anwar. La sonrisa se esfumó.

– Tranquilo, ¿de acuerdo? -lo sujetó por el brazo, por si echaba a correr-. Sólo quiero hablar con ella. Sé que escapó del Al Sawwan Urdun. No me interesa Hussein Maravi. Necesito verla a ella.

– ¿Por qué?

– Somos hermanas. Antes lo has dicho. Me parezco, ¿verdad?

Joa le puso el billete que antes le había mostrado en el bolsillo.

– Por favor.

– No están -se rindió el atractivo amante jordano.

– ¿Dónde…?

Abrió la puerta de su casa y le mostró el interior, vacío.

– No sé -dijo ya sin sonreír de manera cautivadora-. Se fueron. Hace ya mucho. Dos meses. Dos meses.

Joa se mordió el labio inferior para no gritar de rabia.

– ¿Volvieron a Ammán?

– ¡No sé! -hizo un gesto de fastidio-. ¡Un día se marcharon, eso es todo! ¡Yo llegué y ellos no estaban! Pasé tres días fuera, con turista holandesa, navegando y enseñando cosas. ¡Volví y ellos ya no estaban! Tampoco es extraño. Ella era muy rara y él…

– ¿Sabías que tu amigo está considerado esquizofrénico?

– Hussein es buen chico. Locos ellos, no Hussein.

– ¿Y Amina? ¿Por qué dices que era rara?

– Habla poco, mira mucho, ordena a Hussein, ¡incluso a mí! No parece una mujer. Demasiado carácter. Me enfadé con ella un día, me miró y dio dolor cabeza -se llevó las manos a las sienes-. Quería que se fueran. Bueno, Hussein no, ella sí.

– ¿Te contó algo de sí misma?

– No. Muy reservada.

– ¿Y él, te contó algo?

– Decía que era perfecta. ¡Enamorado! Hussein la ayudaba a encontrar algo.

– ¿Te dijo qué?

– Raíces.

Amina Anwar también se estaba buscando a sí misma. Siguiendo otras pistas. ¿Pero cuáles?

– ¿Qué hicieron mientras estuvieron aquí?

– Iban mucho al cybercafé.

– ¿Los mantenías tú?

– No. Ellos traían dinero. Yo no pregunté, pero creo que robaban a turistas. Muchos dólares.

– ¿Y qué hacían en el cybercafé?

– Tomaban notas, hacían mapas.

– ¿Mapas?

– Se dejaron cosas en habitación. ¿Quieres…?

– ¡Claro! -se sorprendió por la noticia.

Entraron en la casa. A Hamid no debía de irle mal. Algo nada extraño apreciando su físico y el cuerpo que se intuía debajo de la ropa. Joa vio un buen equipo de música, CD variados, un televisor, un DVD, una videoconsola y otros detalles. La construcción por fuera era humilde, por dentro no. Por la puerta entreabierta de una habitación, a la izquierda, localizó una cama grande y otras fantasías. En la de la derecha la cama era más pequeña y sencilla.

– Yo guardé cosas por si volvían. Pensé que sólo serían unos días. Pero ya no. Mucho tiempo. Sé que no regresan.

Abrió un arcón y de él extrajo una caja de cartón bastante grande, de supermercado. La dejó sobre la cama. Luego se apartó para que fuera ella quien hiciera los honores. Joa retiró la tapa y empezó a sacar papeles, algunos impresos, otros escritos a mano, y también mapas diversos, como acababa de decirle Hamid.

Todos de un mismo lugar: Mali.

El país Dogon.

Sintió un estremecimiento.

Los dogones, los hijos de Sirio y Orion, la tribu africana que afirmaba provenir de las estrellas y cuyos testimonios estaban todavía impresos en las paredes de sus casas y cuevas.

Era la revelación final. Sorprendente, aunque…

– ¿Seguro no quieres compañía? -oyó la voz de Hamid como en un sueño.

– No, gracias.

Sintió los dedos del joven acariciando el extremo de sus cabellos. Un roce apenas perceptible. Joa se quedó muy quieta.

– Amina no dijo que buscaba a ti -suspiró él rindiéndose.

Necesitaría una hora o más para examinar todo aquello.

Y el dueño de la casa no le dejaría llevárselo.

– ¿Puedo quedarme?

– Yo trabajo.

– Te pagaré tu tiempo.

Hamid se encogió de hombros.

– Bueno -aceptó.

Salió de la habitación y la dejó sola con su descubrimiento.

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