El hotel Cosmopolitan era mucho más discreto que el Le Meridien Pyramids. Un tres estrellas. Un edificio rectangular, añejo, puro art nouveau centenario, situado en el centro y carente de lujos excesivos aunque confortable. El taxi la dejó en la entrada y, aun siendo consciente de que tal vez la siguieran los hombres de Kafir Sharif, ni siquiera volvió la cabeza para otear el panorama. En la recepción la informaron de que Carlos Nieto se encontraba en su habitación, y que ésta era la número 217. Por si acaso, utilizó uno de los teléfonos de comunicación interior para llamarle. Quizá descansara, tomara un baño o prefiriera estar solo.
– ¿Sí? -escuchó la voz del hijo de Gonzalo Nieto.
– ¿Carlos? Soy Georgina Mir.
– Georgina, claro. ¿Puedes subir?
– Por supuesto.
Colgó y se dio cuenta de que no había respirado durante los tres segundos de duración de la breve conversación.
La policía ya le había hablado de ella, de la llamada a Camboya por parte de su padre. Ninguna sorpresa por ese lado. Mientras subía en el ascensor evocó la figura del hombre al que iba a ver. Si a su padre le había visto escasamente unas pocas veces en aquellos años, a él sólo le recordaba de una ocasión, en un encuentro casual. Hablaron lo justo, cinco minutos, y por supuesto de trivialidades, que es de lo único que se puede hablar en momentos fortuitos siendo acompañantes de sus respectivos mayores. La memoria le retrotrajo la imagen de un tipo mediocre, hijo de una celebridad arqueológica, aspecto discreto, nula relevancia y poco más. Su memoria fotográfica hizo el resto. Lo colocó en un rincón y ahí se quedó. Hasta ahora.
Carlos la esperaba en la puerta de su habitación. Vestía unos cómodos pantalones de hilo y una camiseta con el anagrama de Nike sobre el corazón. Todo blanco. Calzaba sandalias y su aspecto era el de un hippy reciclado. Lucía una comedida barba de una semana, cuidada, y su escaso cabello le hacía aparentar mayor edad que los cuarenta que rondaba. El único hijo de Gonzalo Nieto abrió sus brazos al aproximarse ella y los dos se fundieron en un cuerpo a cuerpo de paz y dolor.
– Lo siento -le susurró ella al oído.
– Pasa -la invitó al concluir la muestra de afecto.
Joa se encontró en una habitación pequeña y mal iluminada. Lo primero lo eran todas en la mayoría de los hoteles discretos, pero aquélla se le antojó peor. En su sui-tc, y más si contaba que disfrutaba de dos, podía caminar, desplazarse, sentirse libre. Allí, por el contrario, la sensación de cárcel se acentuaba. Cárcel y agobio. Trató de ignorarlo y se detuvo entre la cama y la única silla disponible, junto a una mesita cubierta de papeles, documentos y objetos personales de su dueño. La ventana estaba cerrada y el aire acondicionado a la mitad de su potencia. Venía del exterior así que agradeció la sensación de frescor, que no de gelidez.
– Siéntate -la invitó Carlos.
Ocupó la silla y él lo hizo en la cama, de cara a ella, inclinado sobre sí mismo.
– Ni siquiera sé qué decir -suspiró Joa para romper un poco el impasse.
– Supongo que es un palo para todos.
– Claro.
– Siempre creí que mi padre moriría sepultado en una excavación, o de un infarto tras descubrir el mayor tesoro de la historia de la arqueología, pero asesinado… Es tan absurdo.
– ¿Sabes que me llamó por teléfono?
– Sí, me lo ha dicho la policía. Por eso te esperaba.
– Me dijo que formaba parte del grupo español que excavaba una de las nuevas tumbas encontradas en el Valle de los Reyes.
– Sí, la TT 47. Prometía mucho. Y promete. Sólo llevaban un par de meses aquí y se calcula que hay para tres, cuatro, quizá cinco años.
– ¿Tienes idea de qué…?
– No -movió la cabeza de lado a lado-. Los de la embajada de España me llamaron por teléfono y me lo soltaron. Desde que llegué ayer, no he parado. Papeleo y todo eso. Ni siquiera me he hecho a la idea.
– ¿Has visto el cadáver?
– Sí.
– Lo de las tres dagas…
– Extraño, ¿no? -Carlos Nieto arrugó sus facciones-. Suena a cosa… extravagante. -Inquietante, diría yo.
– No estoy a la altura de mi padre en temas egipcios, pero sé que hace años una secta mataba de esa forma a las personas a las que sentenciaban a muerte.
– ¿Qué secta?
– No lo recuerdo. Es esa clase de leyenda que se te queda grabada después de haberlo leído en alguna parte. Ni siquiera estoy seguro al cien por cien de que sea verdadera. Me suena y nada más. Mataban a quienes desafiaban a sus dioses.
– El inspector de policía que acaba de interrogarme debe de conocerla. No me ha dicho nada cuando le he comentado que eso de las tres dagas sonaba a ritual. Se ha limitado a sostenerme la mirada y mantener silencio. Muy gráfico.
– El inspector Kafir Sharif -suspiró Carlos Nieto.
– Sí.
– Un tipo extraño.
– Demasiado.
– ¿Por qué te ha interrogado a ti?
– Por la llamada que me hizo tu padre. Estaba en Angkor y cogí el primer avión que encontré para venir aquí. Llegué anoche, le telefoneé, le dejé un mensaje en el buzón de voz y esta mañana ya tenía a la policía en mi puerta.
– ¿Eres sospechosa?
– No, pero han de hacer algo. Esto será un escándalo internacional, no tan sólo para la comunidad científica. Tu padre no era un cualquiera.
– ¿Qué te dijo por teléfono para que hicieras ese viaje?
– Sabes que mis padres desaparecieron, ¿verdad? -Sí.
– ¿Algo más?
– No.
– ¿No te comentó nada el tuyo sobre la naturaleza de mi madre, la búsqueda de mi padre…?
– No, ni una palabra, ¿por qué?
– Bueno, es un misterio -obvió mayores explicaciones-. Tu padre me dijo que había encontrado algo, una especie de puerta.
La expresión de Carlos Nieto fue la de un jugador de póquer sorprendido con una doble pareja teniendo una escalera de color.
– ¿Una… puerta?
– No me aclaró nada más. Me pidió que viniera a verle y es lo que he hecho. Si tú no sabes algo nuevo…
– ¿Yo? ¿Crees que mi padre me llamaba cada noche para decirme qué había encontrado o qué estaba haciendo? Gonzalo Nieto vivía en su mundo, y a veces ese mundo era tan cerrado y solitario que nadie tenía acceso a él, y menos desde que murió mi madre. ¿Qué te ha dicho la policía cuando has contado eso de la puerta?
– No se lo he contado.
– ¿Por qué no? -volvió a sorprenderse Carlos.
– No me fío de ellos.
– Tiene gracia -soltó un bufido de sarcasmo-. Mi padre solía hablar mucho de ti. Decía que eras una de las personas más intuitivas que jamás había conocido, y con un cerebro privilegiado.
– Supongo que me tenía cariño, me conoció siendo una niña -fingió indiferencia ella.
Les sobrevino un breve silencio. Una readaptación de sus papeles en el drama. Compartían dolor, pero también el peor de los males: el de la ignorancia.
Lejos de casa, con un cadáver en algún lugar de El Cairo, omnipresente.
– ¿Tu padre tenía hotel aquí?
– No, vivía en el mismo Valle de los Reyes, en una de esas lujosas tiendas de campaña que utilizan ellos para no perder horas en los desplazamientos.
– Así que sus cosas están allá.
– Sí.
– ¿Cuándo te harás cargo de ellas?
– Pensaba ir mañana, temprano.
– ¿En coche?
– No. En avión.
– ¿Puedo acompañarte?
– Me encantará. Siempre es mejor tener compañía.
Su mirada dejó de ser la de un amigo para convertirse en la de un hombre. Joa se sintió un poco violenta.
No era la primera vez que la miraban como una mujer desde que cumplió los dieciséis o los diecisiete, pero la intención de Carlos la pilló desprevenida.
– Hay algo que no entiendo -recuperó el hilo de sus pensamientos-. Si lo mataron el mismo día que me llamó por teléfono, ¿qué hacía en El Cairo? No creo que se viniese aquí ya a esperarme. Era viernes. Y si estaba en El Cairo tenía que dormir en algún lugar, ¿no?
– ¿Y si llevaba algo encima y por eso le asesinaron, para quitárselo?
Una puerta, o una llave para abrirla.
Conjeturas.
– Crees que le mataron por mi culpa, ¿verdad? -se aventuró a decir.
– ¿Quieres castigarte con esa idea?
No podía hablarle de otro castigo: el de su esperanza rota.
Fuese lo que fuese lo que hubiera encontrado Gonzalo Nieto, probablemente nunca lo sabría.
– Escucha, he de salir -el dueño de la habitación se puso en pie con un gesto de cansancio-. Puedes acompañarme si quieres, aunque se trata de más burocracia, papeleo y todo lo demás, por mucho que los de la embajada ayuden en ello.
– Yo también tengo cosas que hacer -se justificó Joa imitando su gesto de ponerse en pie-. Han sido unas horas… difíciles. Estoy reventada, muerta de hambre, somnolienta…
– ¿Y esta noche? ¿Quieres que cenemos juntos? Me encantaría que me acompañaras.
No tenía escapatoria. Dos españoles en El Cairo, uno con el padre asesinado y ella con sentimientos de culpabilidad. Negarse habría sido de dudoso gusto. Poner excusas, un modo nada sutil de insultarle. Carlos Nieto era un misterio, nada más. Incluso por piedad merecía un poco de apoyo moral. Las solitarias noches de hotel ya eran bastante deprimentes sin que hubiera un cadáver cerca. A las personas había que darles un margen de confianza.
– Me encantará -asintió envolviéndole con una sonrisa de gratitud.
– ¿Horario egipcio? Entonces a las siete y media, aquí mismo. Hay algunos restaurantes cerca.
– De acuerdo.
Ella le tendió la mano. Carlos Nieto la ignoró. Volvió a abrazarla y le dio un beso en la mejilla. Fuerte.
– Gracias -le oyó susurrar.
Dos pasos y llegó a la puerta. Otro más y abandonó la habitación.
– Cuídate, Carlos. Sé que es el peor de los malos tragos.
Le dio pena dejarle solo.
Su rostro lo decía todo.
Perdido.
– Hasta luego, Georgina.
Al llegar a la calle se sintió medio mareada y decidió que ya era hora de comer algo.