A finales de marzo Georgina Mir había llegado por primera vez a El Cairo. Ahora era 19 de abril. El viaje inicial había sido el de la esperanza y éste era el de la incertidumbre. En apenas veinte días habían sucedido tantas cosas que reordenarlas se le antojaba extraño. Vivir cada acontecimiento con intensidad lo graba a fuego en la memoria, pero luego revisitarlos los distorsiona. Es una nube alojada en la mente, real pero intangible.
Joa sentía esa nube como una película de la que era protagonista sin darse cuenta.
Ni siquiera fueron a un hotel a dejar su exiguo equipaje. Tomaron el taxi en la Terminal y le pidieron al conductor que les llevara al Museo Egipcio. El trayecto en un viernes parecía incluso superior al de los restantes días de la semana. Por dos veces se vieron colapsados, metidos en sendos embotellamientos en los que no se avanzaba ni un centímetro. Su conductor gesticulaba, blandiendo el puño cerrado a través de la ventanilla abierta. Cuando por fin salieron del segundo atasco el hombre se internó por calles menos importantes a toda velocidad. Casi se llevó por delante a una anciana en una esquina.
Joa y David no hablaron.
Bastante lo habían hecho aquellos cinco días, en Bamako.
La embajada española en la capital de Mali llevaba años siendo una promesa inconclusa. Por lo menos resultó que había un Consulado Honorario y esto agilizó la consecución de un nuevo pasaporte para ella. Llegaron a temer lo peor, verse obligados a recurrir a la embajada de España en Nuakchott, Mauritania, quizá con mediación de la francesa y siempre, siempre, utilizando recursos extras, como el buen nombre de su padre, leyenda de la arqueología internacional, los contactos de antiguos guardianes o las amistades de ambos en Barcelona y Madrid. Con todo, habían sido cinco días desde la llegada a Bamako el mismo día catorce, que era domingo y por lo tanto festivo en todos los órdenes europeos.
Se sentía tan desnuda sin su cristal.
Cuando el taxi los dejó en la puerta del Museo Egipcio, lo abandonaron a la carrera. Quizá Amina ya estuviese en el punto exacto descubierto en el mapa de Orion de la cueva, quizá hubiese llegado dos o tres días antes hasta él, quizá aún buscase no ya su emplazamiento, sino la forma de llegar hasta su objetivo…
Sabían el lugar exacto donde se hallaba, sí. Pero si se encontraba bajo las arenas del desierto, a una profundidad tal que fuese imposible acceder a su interior…
El despacho de Reza Abu Nayet estaba cerrado.
Buscaron a alguien que pudiera informarles y se encontraron con una mujer en otro despachito. La vieron porque tenía la puerta entreabierta. Joa metió la cabeza por el hueco y llamó con los nudillos a la madera.
– Disculpe -acompañó sus palabras en inglés con una sonrisa-, buscaba al profesor Abu Nayet.
La mujer abrió las dos manos en un gesto de incomprensión.
– ¿No habla inglés?
– A little.
Joa lo expresó con las manos y los gestos, señalando al otro lado de la pared.
– Reza Abu Nayet.
La respuesta fue evidente por su significado. Le dijo que no estaba en su despacho.
– Where?…
Entonces ella respondió una palabra inquietante. Quizá de las pocas que supiese en inglés.
– Jail.
– ¿Cárcel? -rezongó por lo bajo David.
Buscaron a otra persona que pudiera informarles mejor del paradero del director del archivo, pero la comunicación se hizo difícil. No eran sólo los problemas de idioma, sino el recelo de los empleados del museo a facilitar información a dos extranjeros.
La palabra «jaih se convirtió en una certeza.
– Reza no mata profesor España -les dijo un hombre con cierto atribulamiento-. Inocente, inocente.
– Esto no tiene sentido. Es de locos. Maldito estúpido… -descargaba Joa su frustración.
Tomó a David del brazo y echó a correr hacia el exterior.
– ¿Y si te equivocas? ¿Y si ese policía del que me has hablado es más listo de lo que parece y ha dado con la verdad?
– ¿Entonces por qué me avisó de que corría peligro? ¡Tú no viste su expresión de miedo aquí mismo! -señaló la zona exterior en la que Reza Abu Nayet había hablado con ella el primer día-. Ese hombre era amigo de Gonzalo Nieto. ¡Y además es incapaz de matar a una mosca!
– ¡Te avisó a ti, horrorizado por su asesinato, porque la secta acabó con él y no quería más muertes! ¿No me digas que no tiene sentido?
– ¡No puede ser! Yo confié en él, David. Le expliqué mi origen… No puedo haberme equivocado tanto.
Un taxi se detuvo para que de él bajaran tres turistas precedidos por sus respectivas tres buenas barrigas de bebedores de cerveza, vestidos con pantalones cortos, chillonas camisas estampadas y sandalias. Joa aprovechó y, sin preguntar al taxista si quedaba libre, se metió dentro y le dio la dirección de la comisaría en la que ya había estado dos veces, una al llegar a El Cairo y otra tras la muerte de Shasha Bayik. Lo que menos deseaba era volver a ver al inspector Kafir Sharif, pero necesitaba hablar con Reza Abu Nayet para sonsacarle información.
Él sí sabría algo del emplazamiento de la puerta en la zona marcada por la cruz del Nilo, porque en Internet, en Google Maps, sólo se veía una enorme mancha de tierra blanca y lo que parecían las pocas casas de un puñado de construcciones ruinosas que ni siquiera merecían el nombre de pueblo.
– Joa, hay otra posibilidad -insistió David ya en plena carrera de su transporte público.
– ¿Cuál?
– ¿Y si los Defensores de los Dioses saben, por la razón que sea, que tú eres una descendiente de ellos?
– ¿Cómo van a saberlo?
– Pudieron ver el cristal…
– Nadie vio mi cristal. Y si supieran eso, ¿para qué asustarme? Tendrían que hacerme reverencias, como los dogones.
– Han pasado cientos de años. Si te ven como a una impostora… Encima, que la hija de las estrellas sea una mujer…
– La secta no sabe nada de mí.
– ¿Y ese tal Reza Abu Nayet?
– Lo ignoraba todo hasta que yo se lo conté.
– ¿Se lo contaste? -No tuve más remedio.
David miraba por la ventanilla con expresión huraña.
– No estés enfadado, por favor -le reprochó Joa.
– No estoy enfadado.
– Sí lo estás. Enfadado y furioso.
– Estoy preocupado.
– Escucha: si Amina se ha adelantado y no volvemos a verla más, si no damos con la puerta…, después de Egipto te prometo que regresaremos a casa.
– ¿A Barcelona?
– Sí.
– ¿Y qué pasa con Indira? -la miró con incertidumbre.
– La buscaré más adelante. Primero pensaremos en nosotros.
David presionó su mano.
– No quiero que hagas eso.
– ¿Por qué?
– Porque no serías feliz, y yo me sentiría culpable. Lo único que quiero es estar contigo, que no me apartes de tu lado, que me cuentes las cosas con sinceridad. Iremos a la India y buscaremos a Indira si tú quieres, pero juntos. Los dos.
Era justo.
Y lo que más necesitaba.
– ¿Pero tu trabajo…? -musitó ella.
– Viviré de ti, seré un parásito -alcanzó a sonreír con buen humor-. Ventajas de tener una novia rica, ¿no?
Joa estuvo a punto de besarle. No lo hizo porque se encontró con los ojos del taxista, un hombre mayor, con barba y aspecto intransigente con la moral europea. Se limitó a presionarle la mano, correspondiendo a su gesto de unos segundos antes.
No siguieron ahondando en el tema que les mantenía tan absortos hasta llegar a la comisaría. Pagaron la carrera y entraron en el edificio con paso decidido. Las dos veces anteriores ella lo había hecho custodiada.
Ahora era distinto.
Aunque el oficial de guardia la reconoció.
– ¿El inspector Kafir Sharif, por favor?
Les pidieron que esperasen. Y por sus gestos dedujeron que no sería cosa de cinco o diez minutos.
Joa se resignó. Se sentaron en un banco y se dejaron llevar por el deprimido ambiente del lugar.
Una hora.
Entraron tres detenidos, tres hombres, uno de ellos con signos de violencia en el rostro. Los agentes que iban o venían la miraban. Hacían bromas en árabe. Risas nada contenidas.
La segunda hora fue mucho peor.
– ¿El inspector sabe que estoy aquí? -le preguntó al oficial cuando se cansó de portarse bien.
No hubo forma de dialogar con él. Por gestos le insistió en que se sentara y tuvo que obedecerle.
Joa optó por cerrar los ojos.
Un minuto.
Fue entonces cuando David le susurró algo y al abrirlos…
Kafir Sharif estaba delante de ella, observándola con curiosa sorpresa.