Tuvo que habituar sus ojos a la nueva intensidad luminosa. No le costó demasiado. Por delante vio a un grupo de doce hombres, todos con las caras visibles menos uno, al que sólo se le veían los ojos porque llevaba una capucha. Vestían de blanco y se adornaban con barbas de distinto calado. Su bolso estaba en el suelo, a su lado, donde lo habían dejado caer tras arrebatárselo. El lugar en el que se encontraban era una estancia sin muebles, de paredes encaladas. A través de una ventana situada a su derecha vio la tierra yerma habitual en cualquier parte de Egipto, y otras dos casas atrapadas por una pendiente del terreno que parecía conducir a un montículo. Al-Eriat Khunash.
Quizá no supieran que ella ya conocía la identidad del lugar y por eso actuaban tan a la ligera, seguros y confiados. En caso contrario, la razón de que le hubieran quitado la capucha era clara: no les importaba.
Iban a matarla.
– ¿Dónde está mi amigo? -habló la primera.
No debió de gustarles que lo hiciera. El silencio se hizo más notorio. La contemplaban como se contempla a un animal en el zoo. Joa les devolvió la mirada uno a uno hasta detenerse en el último. El hombre de Karnak.
Era el único que mostraba recelo y temor en su expresión.
– ¿Qué buscas? -rompió por fin el silencio el encapuchado habiéndole en inglés.
– Nada, soy una turista española que…
– Mientes. ¿Qué te contó el profesor Nieto para que vinieses? ¿Por qué? ¿Qué buscas? ¿Y de dónde sacas ese poder especial en tu interior?
El hombre de Karnak se movió inquieto y el hombre de la capucha se dirigió a él. Debía de estar considerando si era tan fuerte como aquél le había dicho o eran todo figuraciones.
Mientras tanto Joa repasaba quién sabía que había vuelto a El Cairo. Kafir Sharif… Reza Abu Nayet…
– Nuestra paciencia tiene un límite, mujer. Dinos qué buscas.
– ¿Y vosotros os llamáis Defensores de los Dioses?
– ¡Cállate! ¡No pronuncies ese nombre en vano! -le ordenó el encapuchado.
– ¿Por qué?
– ¡Tus labios son impuros!
Había alguien más que sabía que había regresado a El Cairo. Su llamada al campamento en el Valle de los Reyes.
El grupo de arqueólogos…
Supo que estaba cerca. La cara oculta debajo de aquella capucha era la clave. Ella conocía al hombre, aunque en inglés no identificara su voz, y el hombre la conocía a ella.
– Soy una de ellos -pasó decididamente al ataque.
– ¿A qué te refieres?
Esbozó una sonrisa y los abarcó con una mirada de suficiencia.
– ¿Tantos siglos guardando sus secretos y os extraña que hayamos vuelto?
La expectación entre ellos se convirtió en una espiral de gestos y miradas inquietas.
– Ellos son dioses -habló el encapuchado.
– Yo soy una diosa.
– ¡Blasfema! Si fueras una de ellos no buscarías a tu amigo, sabrías dónde está.
– Vinimos hace miles de años. Todo ha cambiado. Vosotros ya habéis cumplido con vuestro cometido guardando la cruz del Nilo.
Intercambiaron nuevas palabras en árabe, breves, cortas, apenas audibles. En la estrechez de su mente fanática no cabía ni siquiera la aguja de una duda. Joa supo que no iba a conseguir mucho más. Se acercaba el momento de las decisiones. Tenía que saber si David seguía vivo.
– No podéis matarme -les dijo-. Si lo hacéis, ellos mandarán un rayo que os destruirá.
– ¡Somos sus defensores, los guardianes del Santo Lugar!
– Ya no. Sólo estáis asustados y confundidos porque han pasado muchos años del tiempo de la Tierra hasta hoy. Matasteis a un hombre por el simple hecho de encontrar la cruz del Nilo. Ahora me habéis traído hasta Al-Eriat Khunash por la misma razón.
Escuchar el nombre del diminuto pueblo en sus labios les alteró aún más.
El hombre de la capucha dio un paso en su dirección. Joa le controló primero las manos. No llevaba nada en ellas. Luego se enfrentó a sus ojos. Brillaban. Eran egipcios.
¿Dónde los había visto? ¿Cuándo?
– He de llegar hasta la puerta de las estrellas para comunicarme con ellos -se mantuvo firme-. ¡Podéis acompañarme si queréis y verlo por vosotros mismos!
– ¡Nadie puede entrar, ni siquiera nosotros! ¡Es imposible! ¡El que penetra en su confín ya no vuelve a salir!
– Yo sí lo haré.
– Eres una ingenua, mujer. Y tan humana y mortal como cualquiera, aunque tengas un poder especial en tu cabeza.
– Traedme a mi compañero.
– ¡No!
Los ojos del encapuchado relucían.
– ¿Qué sabes de la otra? La niña extraña. Amina ya había llegado, y estaba allí, en alguna parte. Había ido a verlos a cara descubierta, temeraria, absurda.
– Es otra diosa -les advirtió.
Volvieron las discusiones en árabe, más aceradas, más excitadas. La semicircunferencia que la envolvía se rompió por primera vez porque comenzaron a pelearse entre sí.
David, Amina y la propia puerta tenían que estar cerca. Joa aprovechó la ocasión. Cerró los ojos y se concentró en sí misma, aislándose de lo que sucedía a su alrededor.
Necesitaba de su poder. Ahora sí.
«David», lo llamó mentalmente. La descarga energética acudió a ella. Fue un ramalazo apenas perceptible.
Se aisló aún más, al cien por cien. «David», repitió la llamada.
De pronto salió de su cuerpo. Flotó por encima de sí misma.
Miró hacia abajo y se vio con los ojos cerrados, quieta, mientras los hombres discutían enfervorizadamente. La escena progresaba a cámara lenta. Muy lenta. Joa sentía que en su vuelo el tiempo transcurría más despacio. Salió de la casa.
Contempló el grupo de construcciones ruinosas, y más allá la tierra, el montículo…
La energía fue doble de pronto. Por un lado una fuente de energía muy fuerte, que procedía de unos doscientos o trescientos metros a su izquierda, del mismo corazón del promontorio rocoso. Por otro lado, una llamada mucho más débil, que surgía de una de las casas del pueblecito, a diez metros de la que ocupaban ella y sus captores.
David. ¡Lo había localizado!
Quiso volver a su cuerpo y no pudo. Volvió a sentir aquella fuente de energía fuerte y poderosa. La cruz del Nilo. La puerta.
La energía nacía del centro del promontorio, por debajo de la línea de la superficie, pero luego se expandía como una tela de araña, ramificándose por la tierra a través de túneles, cámaras, pasadizos, galerías.
Siguió mentalmente cada una de esas ramas.
Daban vueltas sobre sí mismas, atrapadas en un laberinto cerrado.
Todas menos una.
El acceso a la cruz del Nilo.
En una casa situada justo en el centro de Al-Eriat Khunash.
Había localizado a David. Y la entrada de la puerta. Necesitaba volver a su cuerpo, recuperarlo y liberarse de sus ataduras y de aquellos hombres. Ignoraba cómo, pero primero, el regreso.
Descendió igual que una pluma. Despacio.
Penetró en su cuerpo, ocupándolo de nuevo. Piernas, brazos, tronco, cada sentido, cada terminación nerviosa, el corazón reiniciando sus latidos, la cabeza, la mente…
Entonces abrió los ojos.
Y se encontró con los de aquellos hombres abiertos hasta el límite, de par en par, rostros atravesados por el miedo y el pasmo, observando algo situado en el suelo, a sus pies.
Joa miró hacia abajo.
Estaba levitando.