Era como si no hubiese ido a Jordania, ni a Mali, como si continuara en El Cairo, víctima de la pesadilla de unos días antes. El inspector llevaba la misma ropa y la observaba con la misma mirada de halcón que no sabe si devorar a su presa o jugar con ella.
– Ha vuelto -quiso dejar constancia del hecho.
– Sí, ya ve.
– No lo esperaba -fue sincero.
– Puede que me quede a vivir en El Cairo -repuso ella con tanta naturalidad que Kafir Sharif llegó a pensar que le decía la verdad.
– ¿Por qué occidentales bromean en momentos nada divertidos?
– ¿Cree que es una broma?
– Usted desafía -la advirtió adornándose por primera vez con una de sus sonrisas.
– ¿Podemos hablar en su despacho?
– ¿Trae información?
– No, pero…
– ¿Entonces por qué yo debo hablar con usted? -miró a David y preguntó-: ¿Acompañante es…?
– David Escudé. Ha venido a ayudarme desde España.
No se dieron la mano. Kafir Sharif le abarcó con sus ojos, lo convirtió en una imagen y retornó a ella.
– ¿Qué quiere, señorita Georgina Mir?
– ¿Por qué han detenido a Reza Abu Nayet?
El nombre logró impactarle. Lo justo para que se tomara en serio su presencia allí. Calibró las opciones y escogió la más profesional, la que Joa esperaba. Al tiempo que daba media vuelta, les ordenó:
– Síganme a despacho.
Joa ya conocía el camino. Fue tras él, con David cerrando la comitiva y cargando con las bolsas de viaje. Por alguna extraña razón contó los pasos: diecisiete. Cuando entró en aquel lugar que le producía escalofríos intentó evadirse, sustraerse de los malos recuerdos. No esperó a que su anfitrión la invitara. Ella misma se sentó en una de las dos sillas. David prefirió seguir de pie, con su carga en el suelo, a un lado.
– ¿Té?
– No, gracias. Ya le dije que no me gusta mucho, lo siento.
– Beba té, ¿sí?
Sonó a orden, y la acató.
– De acuerdo, gracias.
Kafir Sharif descolgó el teléfono y pidió algo en árabe. Lo dejó en su receptáculo de nuevo y ocupó su silla detrás de la mesa. Se concentró en su invitada, como si David no existiera.
– ¿Así que conoce señor Abu Nayet? -retomó la conversación en el punto en que la habían dejado unos segundos antes.
– Sí.
Evaluó el dato de forma minuciosa, como si fuese algo trascendente y revelador.
– ¿Va a responderme? ¿Por qué le han detenido? -le presionó ella.
– Director de archivo sospechoso. Eso todo.
– ¡Eso es una estupidez!
Kafir Sharif alzó una ceja. Una sola.
– Perdone… -se excusó Joa.
– Demasiado carácter -el hombre se dirigió a David. Él estuvo a punto de reír.
– Sabe que él no lo hizo -se negó a rendirse Joa.
– ¿Por qué no?
– Porque no tiene sentido…
– Comprobando coartada primero. Detención fue ayer. Preventiva, claro.
– Querría verle.
– Usted quiere.
– Sí.
Como si fueran cómplices de algo, Kafir Sharif miró a David por segunda vez en unos instantes, aunque ahora no dijo nada.
– Incomunicado, lo siento, hasta verificar coartada.
– ¿Cuánto puede tardar eso?
El policía hizo un gesto de lo más impreciso.
– Una hora, un día, una semana…
– Por favor, es importante… -rozó ella la súplica.
– ¿Por qué es importante? Si está relacionado con investigación del profesor Gonzalo Nieto, entonces importante para investigación del caso.
La puerta se abrió en ese momento y por el quicio apareció un hombre con una bandeja y tres vasos llenos de un líquido de fuerte coloración marrón. Miró a los dos visitantes con ojos curiosos y no se limitó a dejar la bandeja sobre la mesa. Con sumo cuidado puso uno en manos de Joa, el segundo en manos de David, y el tercero sí lo colocó en la mesa, frente a su superior. La última mirada la intercambiaron los dos. Después se retiró.
Kafir Sharif tomó su vaso.
Lo subió ligeramente, como si realizara un brindis.
– Es cortesía apurar bebida -les dijo. Luego se lo llevó a los labios.
Joa y David se rindieron. Hicieron lo mismo. El té era muy bueno, aromático, aunque dejaba un excesivo sabor dulzón en la boca. Por si acaso y para no desairar a su anfitrión, se lo bebieron todo.
El ambiente se relajó ligeramente.
– Señorita Georgina Mir -habló el inspector, arrastrando cada palabra-. Dije vez anterior: si usted ayuda, yo ayudo -abrió las manos casi en un gesto de súplica-. Tengo crimen de ciudadano español. Persona importante. Autoridades presionan policía. Yo debo resolverlo pronto. Usted tiene información, yo sé, pero no cuenta. Y yo pregunto: ¿por qué?
– Creo que a Gonzalo Nieto lo mató la secta de los Defensores de los Dioses. Creo que esa secta se ha mantenido oculta durante siglos, pero existe y sus miembros le ejecutaron.
– De acuerdo -asintió-. Secta. ¿Por qué?
– Porque encontró algo.
– ¿Qué?
– ¡No lo sé, no me lo dijo! ¡Si lo hubiera hecho a lo mejor no habría hecho falta que viniese hasta aquí!
– Puede saber, y estar aquí también para ver.
– ¿Y la mujer muerta? Usted vio su tatuaje.
– Muchas personas tienen tatuaje.
– Se veía con Gonzalo Nieto.
– Sí -concedió él-. Eso cierto. Hay testigos.
– Fue ella quien le mató, por eso se suicidó al verse atrapada.
– ¿Mujer hunde tres cuchillos en arqueólogo mientras duerme?
– Y luego sus compañeros trasladaron el cuerpo. 0 le narcotizó y lo hicieron ellos.
Ella no dijo nada. Si no podía hablar con Reza Abu Nayet, la conversación había terminado.
Kafir Sharif soltó una bocanada de aire y se puso en pie.
– Por favor -dijo Joa al hacer lo mismo-. Dígale al señor Reza Abu Nayet que me llame cuando salga.
– ¿Usted segura que él sale?
– Sí, estoy segura de que lo dejará libre.
– Entonces yo digo llame a usted -asintió haciendo un gesto de amabilidad-. Ahora usted deja que yo trabaje.
David ya había recogido las dos bolsas del suelo y cargaba con ellas. Joa le anotó el número de su móvil a toda velocidad.
El inspector le tendió la mano.
– No me gustaría ver su cuerpo en morgue -le advirtió.
Joa se estremeció.
– A mí tampoco -estrechó la mano que le ofrecía el hombre.
David fue el que abrió la puerta. Joa llegó a su lado cuando Kafir Sharif hizo las dos últimas preguntas a modo de despedida.
– ¿En qué hotel hospedan?
– Aún no lo sabemos. Acabamos de llegar -respondió ella.
– ¿Dónde viaje?
Joa no supo si mentirle o no. Decidió que no era necesario.
– De Mali, inspector Sharif -dijo-. De Mali.
Eso fue todo, abandonaron el despacho del policía y a continuación la comisaría.
El golpe de calor exterior les recordó que el sol se encontraba en su apogeo máximo y que El Cairo no era precisamente una ciudad fría.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó con cierto desfallecimiento David.
– Ven -Joa echó calle arriba a buen paso.
– ¿Vamos a la zona marcada con la cruz del Nilo y examinamos el terreno?
– No quiero arriesgarme. Antes he de estar segura de qué es lo que hubo o pueda haber allí.
– ¿Y si ese archivero tarda una semana en salir? Suponiendo que salga y encima te llame.
– No vamos a esperar tanto -le concedió-. Puede que haya otra solución.
– ¿Cuál?
Sin responderle, Joa se metió en una tienda de aparatos y complementos telefónicos nada más descubrirla en la esquina y caminó hasta el mostrador. Una dependienta con rasgos egipcios pero ropa occidental la atendió con una sonrisa. Cuando su dienta empezó a hablar la sonrisa desapareció de su rostro. No parecía entenderla y llamó a un muchacho joven que se dirigió a ellos en francés.
– Necesitaríamos un listín telefónico -le pidió Joa en la misma lengua.
El dependiente asintió con la cabeza. Sin embargo no buscó en su trastienda. Salió de detrás del mostrador y los acompañó a la calle. Una vez en ella señaló hacia arriba y a la derecha. Dos calles más arriba.
– ¿Qué buscas? -le preguntó David.
– El Instituto Cartográfico en El Cairo.
Lo que había dos calles más arriba era un locutorio telefónico abarrotado de personas esperando una cabina libre.
Ellos no tenían que utilizar ninguna. Joa pidió una guía, y enseguida encontró lo que buscaba.
Dos minutos después subían a otro taxi con una nueva dirección sita en algún lugar del inmenso El Cairo.