Salieron al amanecer desde Ammán en dirección a Petra por una carretera que cortaba el desierto como una espada. Tramos rectos sin vida, la llegada a un enorme cañón central, el descenso en forma de serpenteantes curvas, la nueva subida, y ya en la meseta otras largas rectas en dirección sur.
Joa estaba asombrada. En cuarenta y ocho horas iba a ver dos de los mayores tesoros de la Antigüedad, iba a cumplir dos de sus más anhelados sueños a la vez: contemplar las pirámides y pasear por Petra. De no haber sido porque la empujaba una misión única, habría disfrutado como una loca ante aquellas maravillas sobrecogedoras. Los alrededores de Petra fueron ocupados en el 1200 antes de Jesucristo por los edomitas. Innumerables guerras marcaron su historia hasta la llegada de los nabateos, que la convirtieron en su capital a partir del año 312 antes de Jesucristo. La ciudad fue construida en un angosto valle al este del valle de Aravá. Después pasaron por ella los romanos, los bizantinos… hasta que en el año 363 después de la era actual un terremoto destruyó la mitad de sus edificios. Siguió siendo una hermosa ciudad pese a todo, y con los restos de lo caído se edificaron nuevas construcciones. En el año 551 un segundo terremoto sí la destruyó casi por completo y ya no se recuperó de tanto daño. Entró en la leyenda hasta que el primer europeo que llegó hasta ella en 1812 la rescató para la Historia.
El viaje fue plácido. Conducía otra vez ella; de hecho, el coche alquilado estaba a su nombre. Las conversaciones no fueron de especial relieve. Resh hacía de guía turístico, señalándole los puntos de interés que encontraban por el camino. Pueblos, viejas ruinas, detalles orográficos… Sólo en una ocasión hablaron de las hijas de las tormentas, cuando su compañero, sabiendo que había estado allí, le preguntó por la nave.
Joa fue parca. Todavía tenía aquella escena grabada a fuego en su memoria, los jueces cargados de explosivos, los guardianes vencidos, las hijas de las tormentas surgiendo de los alrededores de Chichén Itzá, sin que nadie supiera cómo habían llegado hasta allí, para subir a la nave; y en medio de todo ello su propio drama, la voz de su madre en su mente, hablándole, y su padre corriendo para marcharse con ellos.
Por amor.
Llegaron a Petra a primera hora de la tarde y dejaron las cosas en el coche y éste en un aparcamiento situado justo a la entrada del Siq. Un enjambre de hombres con burros se ofrecía para conducir a los turistas a través del angosto desfiladero de menos de un kilómetro que llevaba hasta el primero de los monumentos de Petra: el Tesoro. Ellos hicieron el trayecto a pie.
Joa no quería perderse detalle.
El Siq serpenteaba entre dos altas paredes verticales, con el cielo mostrándose apenas como un retazo más allá de su cresta. La piedra allí ya tenía el característico color rojizo, con vetas rosadas, que diferenciaba el monumental conjunto labrado en la roca. El único acceso al interior era mediante aquel estrecho callejón. Al final del Siq surgía como una apoteosis de los sentidos el Tesoro. Parecía la entrada de un templo, y lo era, pero salvo aquella fachada no existía nada más. Lo mismo sucedía con el Monasterio, en lo alto de la montaña, ya en el interior de Petra.
Joa se detuvo.
La piel de gallina.
El Tesoro.
– Impresiona, ¿sí?
– Sobrecoge.
Joa había leído que con el paso de las horas del día, según incide el sol en él, cambia de color. Había personas que se sentaban allí un día entero para verlo, y regresaban al siguiente para caminar por el resto de la ciudad. Ella no iba a tener esa fortuna. Se regaló cinco minutos.
Luego continuaron la marcha, por la derecha, siguiendo la ruta única para rodear el Tesoro y sumergirse en la grandeza de Petra. Cuevas, templos, tumbas…, todo surgía a cada paso con la generosidad de su riqueza cromática. Por desgracia muchas cuevas estaban invadidas por vendedores de abalorios. Los turistas, llevándose piedras del suelo o arrancándolas de las paredes, hacían el resto. Los escasos guardianes servían más para hacerse fotos con ellos que para cuidar su patrimonio.
No perdieron demasiado tiempo, porque a las seis se cerraba el acceso y todo el mundo se retiraba. Resh conocía el terreno, así que la condujo hasta la montaña en cuya cima se ubicaba el Monasterio. Podía subirse a pie, por estrechos márgenes de tierra abocados al abismo que daban vértigo, o hacerlo en burro, con lo cual el vértigo se acentuaba porque cualquiera imaginaba lo que pasaría si el animal perdía pie en una roca. Resh le dijo que no había constancia de que jamás un burro hubiera despeñado a un turista. Claro que ésa era la versión oficial.
Ellos buscaban a uno de los conductores de burros.
Uno que conociera a un muchacho llamado Hussein Maravi, esquizofrénico, huido de un manicomio, y que tal vez, sólo tal vez, hubiera llevado a Amina hasta Petra para mostrarle sus rincones.
En la parte baja vieron a tres hombres con sus respectivos animales.
– Yo pregunto -tomó la iniciativa su compañero.
Habló con ellos. Fue rápido. Joa los vio negar con la cabeza. Uno señaló la montaña.
– Ninguno conoce joven llamado Hussein -la informó a su regreso-. Arriba hay cinco más. Esperamos.
El primero de los burros, cargando a una gruesa mujer, descendió diez minutos después. Su conductor tampoco era el amigo de Hussein. Otros quince minutos más tarde aparecieron dos de golpe, un matrimonio que hablaba brasileño. Quedaban dos y Joa se mordió el labio inferior. De los tres que esperaban al llegar ellos, dos ya habían subido con otros turistas.
El cuarto en descender, con un jovial anciano a la grupa y su mujer, más joven, a pie, los miró directamente.
Alguno de los que acababa de subir ya había hablado con él, al cruzarse sus pasos, preguntándole o advirtiéndole de que abajo esperaban a alguien que conociera a un chico llamado Hussein.
– Ése es -indicó Joa.
Fueron a por él los dos. El chico pareció rehuirles, disimular. Resh lo abordó y le hizo la pregunta. Dijo que no demasiado rápido.
Joa ya tenía en la mano un buen fajo de billetes.
– Dígale que somos amigos, ni policía ni responsables del manicomio. Si estuvo aquí, buscamos a la chica que iba con él.
Se lo tradujo.
El conductor de burros miraba el dinero.
Cuando habló la señaló a ella. -Dice que subamos arriba, que alquilemos burros. Él habla allí.
– De acuerdo. También yo le pagaré arriba.
Iniciaron la ascensión y trató de olvidarse de las preguntas. Evidentemente el conductor había visto a Hussein y a Amina. Miró el paisaje a medida que subían por la afilada senda y la belleza la arrebató de nuevo. Fueron unos minutos intensos. En la cima de la montaña el Monasterio era aún mayor que el Tesoro, extraordinario, aunque sin la magia y el encanto del primero.
Tuvo que hacer un esfuerzo para recuperar la concentración.
Le mostró al conductor el dinero que volvía a tener en su mano.
– Pregúntele si Hussein vino aquí con Amina.
La respuesta fue tan rápida como la forma en que el dinero cambió de manos y desapareció en las profundidades de la ropa del guía.
– Sí.
– ¿Cuándo vinieron Hussein y Amina a Petra?
– Dice que hace semanas -se lo tradujo.
Al escapar del manicomio.
Y de eso hacía quizá demasiado.
Aunque, ¿adonde podían ir un joven esquizofrénico y una adolescente que ni siquiera parecía jordana aunque lo fuera?
El conductor de burros preguntaba algo.
– Quiere saber por qué nos interesa la muchacha.
– Dígale que es mi hermana. Luego pregúntele qué hicieron aquí y cuánto tiempo se quedaron.
Otra larga traducción, ésta con más detalles.
– Dice que Hussein enseñó Petra. Varios días aquí. Vieron todos los rincones. Después marcharon.
– ¿Volvieron a Ammán?
El conductor de burros se encogió de hombros.
Joa le miró fijamente. Sus percepciones estaban a flor de piel. Casi sin pretenderlo atravesó las defensas del hombre y penetró en su mente. Allí encontró tan sólo una palabra.
– Aqaba -la pronunció en voz alta.
El entrevistado se movió nervioso. Miró a derecha e izquierda, puso cara de disgusto. Luego soltó una parrafada en su lengua.
– Dice que no sabe. Hussein, hijo de viejo amigo y nada más. No conoce suficiente. ¿Aqaba? Tal vez.
Joa sacó otro billete.
La enfermera del hospital también le había dicho que Hussein vivía en Aqaba, pero que no tenía familia. Después de una larga estancia en el manicomio tal vez tampoco tuviera casa.
– ¿Dónde en Aqaba?
Los ojos del hombre se extraviaron en el dinero. Se puso de espaldas para que otro conductor de burros no lo viera o creyera que era el pago por subirlos hasta allí. Fue a atraparlo pero ella cerró la mano.
– ¿Dónde en Aqaba? -repitió la pregunta.
Resh la hizo en jordano.
– Dice que Hussein no mal chico -le tradujo la larga respuesta del ya rendido hombre-. Sólo problemas. Buena persona, cariñoso. Niña y él parecían muy amigos, felices. Hussein ríe con ella. Ella cuida de Hussein. Ella también buena chica. Muy bonita. Mucho. Parecía a usted. Hussein dijo que no Ammán, que tiene amigo en Aqaba. Amigo se llama Hamid.
– ¿Hamid qué más?
– Sólo Hamid.
– ¿Y dónde encontramos a ese tal Hamid?
El callejón volvía a no tener salida.
– Sólo nombre: Hamid. Pero vive de mujeres.
– ¿Cómo que vive de mujeres?
– Aqaba es paraíso para mujeres turistas que quieren relación con jóvenes árabes guapos. Muchos allí hacen trabajo así -le explicó Resh.
Un gigolò jordano llamado Hamid.
El conductor de burros atrapó el billete. Luego puso a su animal de cara a Joa, para que subiera. Sus gestos eran claros: Petra cerraba a las seis.
Era el fin de la conversación.