Bassekou Touré se mantuvo fiel a su papel de guía. Les mostró los contornos del pueblo con orgullo, cómo trabajaban la tierra, cómo vivían y sobrevivían al tiempo. La imagen era muy distinta de la de la noche, el éxtasis del primer momento. Les contó de qué forma lo hacían todo, con detalle. Era un hombre feliz. No pretendía agobiarlos, pero sí que los nuevos, o mejor dicho, las nuevas Nommo supieran que en la Tierra todo seguía funcionando miles de años después de su primera visita. Durante el paseo, no hubo ninguna pregunta. Para los dogones la profecía se estaba cumpliendo y era todo lo que contaba.
Cuando regresaron para tomar alimentos, Amina seguía sin aparecer.
Nadie la había visto.
– David, esto no me gusta -le mostró su desazón Joa.
Esta vez, él estuvo más que de acuerdo.
– Le gusta mucho caminar, recorrerlo todo, igual que una niña -dijo de pronto el dogon, interpretando su inquietud-. Ávida de conocimiento.
– Llegamos por separado -lo justificó Joa.
– Lo importante es que todos los caminos se encuentren -inclinó la cabeza Bassekou Touré.
Querían seguir buscándola después de comer, pero les resultó imposible. Los hombres de las máscaras reaparecieron inesperadamente y se vieron obligados a asistir a una especie de asamblea. Ellos hablaban en su lengua, así que sólo interpretaron lo que su guía les contaba. Baba Kouyate era el maestro de ceremonias. En una intensa representación, abundante gesticulación y palabras cargadas de misterio, les relató de qué forma habían regresado ellas, Nommo, el ser dual que, inexplicablemente, ya no era hombre y mujer, sino una doble mujer. Por lo visto eso equivalía a un símbolo de fertilidad. El futuro se presentaba halagüeño.
Joa y David estaban impresionados.
A media tarde los ceremoniales terminaron y continuaron buscando a la desaparecida Amina sin éxito, hasta más allá del pueblo, el lago, el río que en alguna parte debía de convertirse en afluente del Níger.
– Oscurecerá en dos o tres horas -le hizo fijarse David.
– ¿Dónde puede estar? -se mordió el labio inferior nerviosa.
– No podemos pasar otra noche aquí, por Dios. Los mosquitos nos van a devorar.
– No podemos irnos sin Amina.
– Joa, Amina se ha ido y lo sabes.
– ¡No!
– ¡Se ha ido! Se quedó tensa.
Otra vez su instinto. Una premonición.
– Ven.
Le tomó de la mano y buscaron a Bassekou Touré. No fue muy difícil dar con él. No parecía tener un trabajo específico salvo el de cuidarlos. Lo encontraron en la Casa de las Palabras, en el centro del pueblo, el lugar más emblemático para los dogones, con su forma redonda y su techo rojizo sostenido por maderas que en su parte superior se abrían en forma de V.
Joa llevó aire a sus pulmones antes de hablar.
– Bassekou, he de decirte algo.
– ¿Qué es?
– Sabes que no podemos quedarnos mucho tiempo, ¿verdad?
El dogon meditó lo que acababa de oír.
– No, no lo sabía, aunque puedo entenderlo.
– Tenemos un… camino que seguir -dijo Joa.
– ¿Dónde?
– Hay otros pueblos.
– Comprendo -sus ojos se llenaron de cenizas-. ¿Y la profecía?
– Se ha cumplido. El comienzo del nuevo futuro está aquí -tomó sus manos entre las suyas-. Es lo que trato de deciros. Sois vosotros los que tenéis el destino en vuestras manos. Sólo necesitáis saber eso. Ni siquiera has de preguntar: sólo confiar y creer. Deberás decírselo a la gente.
– Llamaré al pueblo.
– No, ahora no.
– ¿Adonde os dirigís?
No había tristeza en su voz, únicamente serenidad. Y tanta paz en sus ojos…
Joa se sintió herida, atravesada por un invisible rayo de energía.
Se acercó a Bassekou Touré y le dio un beso en la mejilla. Cuando se retiró, el dogon tenía los ojos muy abiertos. Para él quizá fuera un beso del cielo, una señal. Abrió las manos y bajó la cabeza unos centímetros.
Joa dio un primer paso para alejarse de él.
Los ojos del dogon eran como su Sirio, brillantes.
Otro paso, y otro más.
Sin embargo no se dirigió al lugar por el que se salía del pueblo, hasta alcanzar la pista en la cual habían dejado el coche al amparo de los tres baobabs.
– No es por aquí -dijo David.
– Vamos a la cueva -murmuró ella.
– ¿Por…?
Le bastó con verle la cara. La suya también quedó atravesada por aquel rictus de incertidumbre.
Caminaron sin volver la vista atrás, sintiendo la mirada de Bassekou Touré en sus cuerpos. Habían llegado sin nada, con lo puesto. Sus cosas seguían en el hotel. Cuando perdieron de vista las últimas casas ya no disimularon. Pese al calor sofocante echaron a correr.
Al llegar tenían la ropa empapada y les dolía el pecho por el esfuerzo y por la ingesta de un aire tan abrasador. Se detuvieron unos segundos, jadeantes. Sólo unos segundos.
– ¿Estás segura de lo que sospechas?
– Es más que un presentimiento, David.
– ¿Pero por qué?
– No lo sé, pero tenías razón: Amina vio la cruz, y cuando yo se la dibujé la reconoció. Lo que no entiendo es que haya podido hacer lo que creo que ha hecho. No tiene sentido.
– Vamos -la ayudó a seguir.
Subieron aquellos diez metros empinados y alcanzaron la entrada de la cueva. Había muchas antorchas disponibles. Tomaron una, la encendieron y, por segunda vez a lo largo del día, se adentraron en sus profundidades hasta llegar a la enorme gruta interior. Para entonces el frescor de aquel espacio aislado les había aliviado, pero también congelaba el sudor en sus cuerpos.
Joa corrió hasta el túmulo de madera haciendo un esfuerzo final.
Todo parecía como lo dejaron por la mañana, la vasija, la tapa que cuidaba su contenido, la quietud de tantos años manteniendo aquel secreto a salvo del mundo.
Tomó la tapa con su mano derecha.
La alzó unos centímetros.
– ¡Oh, Dios…! -gimió-. Lo ha hecho… ¡Lo ha hecho! No tuvo que decirle a David con palabras que el cristal ya no estaba allí.