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Abrió la línea. David también salió del cuarto de baño, aguardando curioso a conocer la identidad de quien llamaba.

– ¿Sí?

– ¿Señorita Mir? -escuchó la voz de un hombre hablando en inglés.

– ¿Quién es?

– Soy yo -ahora sí reconoció al director del archivo del Museo Egipcio, antes de que él pronunciara su nombre-: Reza Abu Nayet.

– ¡Señor Abu Nayet! ¿Dónde está?

– En el museo.

– ¿Le han soltado? -su corazón latió con fuerza.

– Me han soltado, sí. La noche en que se cometió el asesinato yo estaba en una boda. ¡Me vieron más de cien testigos!

– ¿Qué les ha dicho?

– La verdad.

Kafir Sharif ya conocía la historia de la cruz del Nilo.

– ¿También lo que yo le conté acerca de mi origen…?

– No, eso no. Tampoco me hubiera creído. Sólo le he dicho que el profesor Nieto encontró esa señal, y que los Defensores de los Dioses le mataron por haberlo descubierto. Nada más. La cruz del Nilo marca la existencia de un lugar secreto y sagrado, pero no le he revelado por qué. Imaginará que hablamos de un tesoro más de nuestra rica civilización del pasado.

– ¿Qué le ha dicho el inspector Sharif?

– Nada. Me ha dicho que podía irme, que perdonara los inconvenientes. Luego ha insistido en que la telefoneara a usted.

– ¿Que él… ha insistido?

– Sí. Es un hombre extraño. Una máscara. Es imposible saber lo que hay detrás de sus ojos.

– En cualquier caso, gracias por telefonearme.

– ¿Por qué ha vuelto?

– Le dije que lo haría.

– ¿Ha encontrado a… la otra descendiente de… ellos?

– Sí. Y he de verle, señor Abu Nayet.

– No.

– ¡Por favor!

– Sigue sin darse cuenta del peligro que corre. -Sé dónde está ese lugar.

Lo dijo de forma que penetrara como una suave cuña en la mente del archivero.

– No… es posible… -balbuceó.

– Vi un mapa en una cueva dogon, en Mali. La misma cruz, en el perímetro de la necrópolis menfita.

– Pero eso es… -volvió a quedarse sin habla.

– Voy al museo -aprovechó el shock ella-. Tardaré muy poco, se lo juro. Si llego después de que cierren -le echó un vistazo al reloj-, espéreme en la puerta.

Ya no hubo ninguna protesta, sólo la rendición final.

Un débil tono de voz.

– De acuerdo… sí, de acuerdo…

Joa cortó la línea y se enfrentó a los ojos de David.

– Ese hombre nos dará más información sobre ese grupo de casas, es un pozo de conocimientos por su trabajo -se levantó para coger su bolso y salir de nuevo a la calle.

– Espérame -le pidió él.

– No, mejor voy sola.

– ¿Por qué?

– Porque ya le resulta bastante difícil hablar conmigo. Si encima te ve a ti, puede que se cierre en banda o desconfíe o… qué sé yo. No te conoce, cariño. Déjamelo a mí, ¿vale?

David se rindió.

– Si has de tardar mucho, avísame y te recojo yo por el museo. ¿Quieres que alquile ya un todoterreno para mañana y así ganamos tiempo?

Se podía ir en taxi y caminar cuatro kilómetros por el desierto, o contratar una excursión hasta Abu Roasch, pero siempre era mejor la independencia.

– De acuerdo. Regresaré lo antes posible o te llamaré.

Se dieron un beso en los labios, rápido, y un par de minutos después Joa ya se encontraba en la calle a la espera de un taxi que no se hizo de rogar. Le dio la dirección y le pidió que se diera prisa. El taxista le dijo que era muy tarde para ir al museo, que apenas si tendría tiempo de ver nada. Ella se limitó a sonreír y eso zanjó el tema.

Dieciséis minutos después entraba por la puerta del Museo Egipcio de El Cairo y se dirigía a las dependencias del archivo por segunda vez en ese mismo día.

Reza Abu Nayet la esperaba de pie, como si llevara un buen rato dando zancadas por su despacho. Al verla aparecer por la puerta se dirigió hacia ella y la tomó de ambas manos. Su cara reflejaba toda la preocupación que le embargaba. Después el director del archivo cerró la puerta y quedaron aislados del mundo exterior.

– Está usted loca -fue lo primero que exhaló, y acto seguido-: ¿Ha encontrado de verdad ese lugar?

– Sí.

Reza Abu Nayet cerró los ojos. Era un hombre curtido, un estudioso de la historia de su pueblo. El miedo que le producía pisar un terreno tan peligroso iba parejo con su propia curiosidad. Nadie dejaba de abrir una puerta misteriosa.

– ¿Dónde está?

– Venga.

Joa caminó hasta un mapa de Egipto colgado de la pared del despacho. En él no constaba el emplazamiento exacto de la vieja Abu Roasch, pero más o menos situó el dedo índice de su mano derecha en la zona y lo anunció:

– A unos dos kilómetros al sudeste de Abu Roasch.

Reza Abu Nayet frunció el ceño. Hizo memoria.

– Al sureste de Abu Roasch… -sus ojos acabaron dilatándose-. ¡Al-Eriat Khunash!

– ¿Lo conoce?

– No hay nada de relieve allí…, salvo un puñado de casas medio en ruinas -le confirmó lo que ella ya sabía-. ¡Ni siquiera es un pueblo!

– ¿Quién vive ahí?

– Campesinos, vendedores de objetos turísticos, restos de una vieja tribu -los ojos del archivero se dilataron más y más, hasta hundirse en Joa de una forma penetrante y directa al comprender la realidad-. ¿Quiere decir que esa gente no sólo vive ahí, sino que custodia el legado de sus antepasados y que por lo tanto…?

– Ellos son los Defensores de los Dioses, señor Abu Nayet.

Se apoyó en la mesa. Su mente debía de trabajar a toda velocidad, porque sus ojos tampoco se estuvieron quietos. Cuando la movilidad volvió a sus músculos se dirigió a una estantería de la que extrajo un voluminoso libro. Pasó algunas páginas hasta encontrar lo que deseaba.

– Al-Eriat Khunash goza de un estatus especial. Por generaciones sus habitantes han cuidado de la zona de Abu Roasch. Su origen se remonta a muchos años en el pasado. Son gente indómita y rebelde.

– Un lugar discreto, nada relevante. La coartada perfecta y la tapadera ideal, ¿no le parece?

– Aún no puedo creerlo. ¿Por qué ese mapa de Egipto se encontraba en una cueva del país Dogon en Mali?

– Se equivoca -le corrigió su visitante-. Lo que vi en la cueva era un mapa de Orion. La cruz del Nilo se hallaba en ese lugar, cuyo equivalente en la tierra sería Al-Eriat Khunash.

– Entonces ellos…

– Están en ese punto del espacio, sí -asintió Joa.

Reza Abu Nayet miró en dirección al techo, como si desde allí pudiera ver el cielo, y en el cielo la constelación de Orion.

El origen.

– Después de su marcha, estuve buscando nuevos datos en torno al papiro del que le hablé, ¿recuerda? -recuperó la consciencia tras unos segundos.

– ¿Y qué encontró?

Rodeó la mesa de su despacho y abrió uno de los cajones laterales. De él extrajo unas anotaciones hechas a mano. Colocó bien sus gafas de aumento y buscó un párrafo determinado.

– He encontrado otra referencia a la cruz del Nilo al final de un texto tan críptico que me había pasado por alto. Aquí tengo la traducción que he hecho -le dijo antes de leer-: «Cruzarás una vez las puertas. Las dos torres de la muralla con sus tres guardianes. Y deberás conocer sus nombres. Descenderás hasta la sala de las columnas y llegaras al patio del que surgen las galerías y los corredores. Verás las cámaras de la reflexión y la piedad. Encuentra tu camino. Cruzarás otra vez las puertas. Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba.»

– ¿Qué significa eso?

– Está claro que habla de un camino lleno de trampas. Los egipcios eran muy hábiles en eso. Por otra parte nos dice que lo que haya bajo el suelo es mucho más grande que una tumba. Puede hablar de un templo subterráneo.

– 0 una nave enterrada bajo el suelo egipcio -vaciló Joa.

No tuvo respuesta. Sólo aquella mirada ingrávida por parte de Reza Abu Nayet cada vez que le hablaba de algo sin una dimensión real.

– Hay una última frase: «La voz de los dioses debe fluir de ti» -el director del archivo dejó sus anotaciones en el cajón y cogió un libro situado en un ángulo de su mesa-. Pero aquí tengo algo más: un estudio sobre el famoso Libro de las Puertas, considerado la principal guía del más allá que nos han legado los antiguos egipcios. Fue encontrado en las tumbas de las Dinastías XIX y XX del Reino Nuevo. Explicaba al rey que acababa de morir cómo navegar a lo largo de la ruta del más allá para que pudiera resucitar y reunirse con el dios Sol. Pues bien, también aquí se habla de atravesar unas puertas vigiladas por unas deidades guardianes cuyos nombres debe conocer quien desee cruzarlas. Por último, en el Libro de los Dos Caminos, concretamente en los Textos de los Sarcófagos, se citan siete puertas con tres guardianes cada una. Eso nos indica que es una tradición muy vieja. De hecho, en todos los textos de las pirámides hay muchas referencias al tránsito de los muertos rumbo al más allá y las estrellas, que admiten mil interpretaciones, como la propia cruz del Nilo las tiene.

Reza Abu Nayet guardó sus papeles y dejó el libro en su lugar. Una sensación de orden y control se desprendió de su gesto. En su universo hecho de jeroglíficos y papiros, textos sagrados y pinturas, sarcófagos y tesoros arrancados de las arenas de su país, Joa representaba algo demasiado fuerte e incomprensible. La revisión completa del pasado. Miles de años de historia inamovible pero que partían de un origen completamente distinto. ¿Cómo aceptarlo de golpe, desde que ella le había dicho quién era?

– ¿Qué va a hacer? -se rindió el hombre.

– Ir allí mañana.

– ¡No puede!

– ¿Quiere que lo deje ahora que estoy tan cerca?

– ¡La matarán! -fue explícito-. Puede que no haya ni cincuenta personas en total, pero a la fuerza han de ser parte de la élite de los Defensores de los Dioses. ¡No la dejarán entrar siquiera!

– Señor Abu Nayet -le habló con mucha calma-. En ese lugar hay algo que puede conectarme con mis orígenes y con mis padres, y no voy a renunciar a ello. ¿Por qué no viene conmigo?

– No, no -movió la cabeza de lado a lado un par de veces, con categórica determinación y un mucho de miedo-. Usted es muy joven, desprecia el peligro. La muerte no entra en la dimensión de su mente. Pero yo soy viejo. Para mí la vida es un regalo, día a día. Ese lugar representa algo para usted, no para mí. No puedo… No quiero, ¿comprende?

– ¿Y si le necesito?

– No me necesita -forzó una sonrisa de dolor.

– Usted ha pasado la vida entre papeles, documentos, historia extraída del suelo de Egipto. Ahora en cambio puede protagonizar esa historia, quizá darle a su pueblo el mayor descubrimiento jamás realizado.

– Deje a la Historia en paz, se lo ruego.

– ¿Qué quiere decir?

– Que si finalmente logra su objetivo, si encuentra esa puerta y consigue contactar con ellos…, se lo guarde para sí.

– ¿Por qué?

– ¿Quiere abrir una brecha insalvable en la humanidad?

Joa no supo qué responder.

Se enfrentó a sus propios miedos.

– ¿Y si después de todo no hay nada, sólo unos restos del paso de nuestros antepasados por ese lugar?

Reza Abu Nayet no dijo nada.

¿Cuántos miles de años llevaba la cruz del Nilo allí?

Si era un sistema de comunicación, un acceso, lo que fuera, ¿funcionaría?

– Que tenga suerte, señorita Mir -le deseó el director del archivo dando por concluida su entrevista.

Suerte. Una extraña palabra para incluirla justo al final de aquel largo viaje.

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