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La soledad le pesaba más en los aeropuertos, esperando los vuelos, que a veces se demoraban horas y otras simplemente no salían y se cancelaban. Y lo peor era llegar a su destino, la primera noche, cuando abría la puerta de la habitación de un hotel en la que viviría un día, dos, quizá una semana, y su impersonalidad la aplastaba hasta robarle el aliento. Una bofetada en su alma. Se adaptaba rápido, vaciaba su mente de angustias y se repetía que todo fin requería un sacrificio previo. Pero en aquellas largas semanas el sacrificio se le antojaba ya más que doloroso, sobre todo porque se sentía igual que si diera palos de ciego, víctima de una rabia sorda y desesperada que la impulsaba a seguir, a moverse, aunque a veces no tuviera un rumbo. Algo que, ahora, era distinto.

Por primera vez en mucho tiempo sí tenía una esperanza.

Gonzalo Nieto no la habría llamado, ni la habría hecho volar sobre medio mundo para que se reuniera con él. Una puerta. 0 una llave para abrirla. ¿A qué se estaría refiriendo? Y en Egipto.

Una de las cunas de la civilización y todavía un misterio para los estudiosos del pasado.

Levantó la cabeza y comprobó el retraso en la salida del vuelo. Dos horas más. Una eternidad. Un mundo. Odiaba pasear entre las tiendas del Duty Free, porque los precios eran tan abusivos como en el exterior y porque la fiebre consumista era en ellas mucho más patética que en otras partes. Hombres cargando cartones de tabaco y bebidas alcohólicas, mujeres cargando perfumes u otros productos de belleza, niños enloquecidos con juegos electrónicos… Eso y la comida basura de todos ellos. Más que para matar hambres incipientes, para matar o rematar cuerpos suicidas.

Pensaba llamarle desde El Cairo, pero se sintió incapaz de aguantar tanto.

Extrajo su móvil tras hacer un cálculo mental de la hora que se vivía en España y buscó la memoria para ahorrarse marcar todas las cifras. Presionó el dígito y esperó unos segundos, cruzando los dedos, pidiendo que él lo tuviera conectado. 0 más aún: que pudiera hablar.

Hablar durante aquellas dos malditas horas, si era necesario.

David no tuvo que preguntar quién era.

– ¡Joa!

Ella cerró los ojos, sintió la punzada y se abandonó en un suspiro.

– Hola, cariño -susurró.

– ¿Dónde estás?

¿Era posible que no hubieran hablado desde hacía una semana?

– En el aeropuerto de Phnom Penh.

– ¿En Camboya?

– Sí.

– ¿Es una escala…?

– He estado en Angkor, siguiendo una pista falsa.

– Todas lo han sido en estos tres meses.

Advirtió el tono de reproche, la queja.

¿Por qué no aceptaba el hecho de que le necesitaba y le permitía acompañarla? ¿Qué necesidad tenía de hacer aquello sola? ¿Miedo? ¿Probarse algo? ¿Preservarlo en el caso de que…? ¿De qué?

– Alguna no lo será, David -le advirtió despacio.

– ¿Vuelves a casa?

– Voy a El Cairo -no le dijo que para llegar tenía que hacer tres escalas, Bangkok, Mumbai y Abu Dabi.

– ¿Para qué vas a El Cairo? -el tono de David se hizo de nuevo fúnebre.

– Me ha llamado el profesor Nieto, Gonzalo Nieto. Era un buen amigo de mi padre, arqueólogo como él, un veterano curtido en mil batallas, expediciones y excavaciones. Está al tanto…, así que cuando me ha pedido que fuera a verle…, no lo he dudado ni un momento. Llevo tres meses dando vueltas, como en círculos, sin llegar a ninguna parte. Y si él cree que ha encontrado algo es como para tomárselo en serio.

– ¿Qué ha encontrado?

– No ha sido muy explícito. Sólo me ha hablado de una posible puerta, o de una llave para abrirla.

– ¿Qué clase de puerta?

– Una conexión con ellos.

– Joa…

– Lo sé, lo sé -detuvo su conato de protesta-. Suena irreal, imposible… Lo que tú quieras. Que justo ahora, después de que la nave se llevara a las hijas de las tormentas, seamos capaces de encontrar un medio de comunicarnos con ellos… ¿Pero y si ha estado ahí siempre, sin que nos diéramos cuenta, y es justo ahora que sabemos que existen, cuando lo que antes carecía de sentido lo tiene de pronto?

– Te estás aferrando a una esperanza.

– ¡Y me aferraré a todas las que sea, David! -alzó la voz.

Una pareja de japoneses, discretos como todos los japoneses, la cubrió con una mirada de disgusto.

– ¡No digo que no te aferres, pero no olvides lo más importante!

– ¿Y qué es lo más importante?

– ¡Vivir!

La palabra la atravesó. Había tenido un tipo de vida antes, en la infancia, hasta la desaparición de su madre. Y otra desde ese momento hasta el de la revelación de quién era ella y cuál su naturaleza. Finalmente, su vida actual arrancaba en ese punto y todavía se hallaba inmersa en ella, buscando su lugar sin encontrarlo.

Su mitad humana le hablaba de serenidad y su mitad extraterrestre la hacía rebelarse.

– No puedo olvidar, David.

– Dime una cosa: ¿de qué serviría abrir esa puerta, o encontrar esa llave, comunicarte con ellos?

– Necesito saber.

– ¡Ya sabes lo suficiente! -su disputa telefónica no era la primera, y tal vez no fuese la última-. Ellos dejaron a cincuenta y dos mujeres como testigos, para saber qué hacíamos y cómo evolucionábamos. Tres tuvieron hijas y ésas fueron abducidas antes. Las demás se marcharon entre el 21 y el 23 de diciembre del año pasado, exactamente 15.000 días después de su llegada. ¡Puede que ya nunca más sepamos de ellos, o que pasen mil años antes de su regreso!

– ¿Y mi padre?

– ¡Se reunió con tu madre! ¡Era lo que quería! ¡Lo hizo por amor!

– ¿Por qué no me llevaron a mí? ¿Por qué no pude entrar en la nave?

– No te lo permitieron, nada más.

– ¿Por qué, David?

– No sería el momento. Quizá tengas una misión aquí. Tú y las otras dos chicas que nacieron de las hijas de las tormentas.

– ¿Y me dejaron sola?

– No eres una niña, eres una persona adulta, y me tienes a mí.

– David, por favor…

– Joa, Joa, sé que quieres respuestas, y ver a tus padres, saber de ellos, conocer las claves de lo que sucedió o lo que quizá un día suceda, pero no puedes negarte a tener una existencia en paz.

– Mis padres dijeron que volverían.

– ¡Entonces espéralos!

– El tiempo quizá no transcurra de la misma forma aquí o allí.

Era una conversación inútil, y lo sabían. La desesperación contra la determinación. La desesperación de David frente a la determinación de Joa. Quedaba, una vez más, la súplica.

– Déjame que me reúna contigo.

– No.

– ¡Necesito verte!

– Y yo a ti, cariño, pero no ahora. Contigo a mi lado tal vez descubriera lo feliz que soy y me olvidara de todo lo demás. Es un lujo que no puedo permitirme. Te he llamado porque quería…, necesitaba escuchar tu voz. Los correos electrónicos no siempre reflejan el tono en el que están escritos.

– Barcelona está preciosa en este comienzo de primavera.

– Lo imagino -se le encogió el corazón. -¿Sigues sin necesitar nada?

– Sabes que podría vivir dos vidas con lo que me dejaron en el banco. Ésa es mi suerte para poder viajar y hacer lo que quiera.

– ¿Y tus poderes?

Siempre le preguntaba por ellos, como si de repente pudiera desatarlos todos de una vez o se le manifestaran de nuevo igual que una lluvia de verano.

– No me hables de eso, por favor -emitió en tono quejumbroso.

– ¿Por qué? -se alarmó él.

– Porque siguen incontrolados -fue sincera-. Aparecen destellos cuando menos me lo espero.

– ¿Ya puedes volar?

La primera broma en el transcurso de aquellos minutos.

– No seas tonto.

– ¿Y lo de las Torres Petronas en Kuala Lumpur?

Provocó un cortocircuito que las dejó absolutamente paralizadas durante dos horas. Los periódicos, al día siguiente, no encontraban razón alguna para ello. Se decía que una comisión de expertos iba a revisarlas. Se trataba de las joyas de Malasia, el espejo de todo un país, tan famosas ya en el mundo entero como el Empire neoyorquino o el edificio Sears de Chicago.

– Soy peligrosa, vale -se encogió de hombros.

Peligrosa y mestiza.

Un resultado inquietante.

Los dos se quedaron momentáneamente en silencio. Un extraño silencio porque sólo los tenían cuando estaban juntos y se miraban a los ojos.

El amor todavía la sorprendía.

Ella, la rara, la que nunca parecía adaptarse a nada, la que en dieciocho años no había tenido novio, la chica genéticamente perfecta, capaz de memorizar lo que fuera o aprender cualquier cosa en unos segundos…

Capaz de haberse enamorado. No quiso abrirse al dolor.

– David -buscó fuerzas donde sólo había languidez-, ¿se ha vuelto a saber algo de los jueces?

– Nada. Como si se los hubiera tragado la tierra después de su fracaso.

– ¿No es raro?

– No. Se formaron para ese momento, esperaban destruir la amenaza extraterrestre y no pudieron. Además, vieron que no pasó nada de lo que profetizaban, ni llegaron con máquinas aniquiladoras tipo La guerra de los mundos ni bajaron monstruitos verdes con antenas para colonizarnos. Se volvieron obsoletos y lo han entendido.

– ¿Y los americanos? -Joa se estremeció, como hacía siempre que recordaba su experiencia con el coronel Travis en Guantánamo.

– Vete a saber.

– Quisieron meterse en mi mente, y yo sigo aquí. Aún soy una oportunidad para ellos. A veces miro por detrás de mi hombro, por si acaso. Nunca dejo de tener la sensación de que me siguen.

– Puede que aprendieran la lección y no vuelvan a arriesgarse. Pero te apuesto lo que quieras a que saben que eres diferente de ellos.

– Y vulnerable, de alguna forma.

– ¿Por qué has de serlo?

– Porque no hay criatura, humana o no, que no lo sea.

Se detuvo frente a una batería de televisores conectados. Todos ofrecían la misma imagen. Dos docenas de ojos, o de bocas, mostrando en diferentes tonalidades de color el rostro de una bella locutora en pleno informativo. Hablaba del cambio climático, porque de vez en cuando, en el recuadro superior derecho que acompañaba su presencia y sus palabras, aparecían escenas de distintas partes del mundo, desde desiertos cálidos hasta extensiones heladas del Ártico, desde huracanes en Estados Unidos hasta inundaciones en Bangla Desh, y desde tsunamis en el Indico hasta incendios forestales en Europa. La voz de los expertos ya no era tan sólo de alarma. Estaba convirtiéndose en un grito.

– ¿En qué piensas? -surgió de nuevo la voz de David para apartarla de su parcial hipnosis.

– En diciembre, cuando llegó la nave…, ¿no te parece asombroso que nadie la detectara?

– Los americanos argumentaron que hicieron unas maniobras, por si no lo recuerdas. ¿Crees que fue una casualidad?

– Si lo saben, ¿por qué no lo han dicho?

– ¿Precaución? ¿Evitar un pánico mundial? Se me ocurren mil teorías, cariño. En la NASA no son idiotas. Pero estoy seguro de que no pudieron hacer nada. La nave apareció y se fue sin más. Les dejaron con un palmo de narices.

En las dos docenas de televisores apareció otra imagen, ésta estelar.

El cometa Apophis pasaría cerca de la Tierra en el año 2029 por primera vez y, ya con un cierto riesgo para la humanidad, de nuevo en 2036. Habían hablado de ello en Yucatán, cuando resolvieron el enigma maya que les condujo hasta el encuentro de la nave.

Joa tuvo uno de sus estremecimientos premonitorios.

Pero no le dijo nada a David.

No quería seguir hablando de todo aquello.

– ¿Dónde estás tú? -quiso saber.

– En mi casa.

Nunca había estado en su casa. Se conocieron y se amaron en México. Después de lo sucedido en Chichén Itzá no había regresado a Barcelona. David le había mandado fotos por Internet y cuando conseguían hablar cara a cara con una webcam, se asomaba a su mundo. Pero nada superaba la realidad, por más que lo viese o lo imaginase con ella allí.

– ¿Fuiste al cine este fin de semana?

– Sí.

– Cuéntame qué viste.

– Joa…

– Cuéntamelo, por favor.

Cerró los ojos y esperó el regreso de la voz de David.

– Una película española, la historia de…

Joa se apoyó en una pared y dejó que la voz la penetrara, la cubriera de arriba abajo, la envolviera y la serenara.

Sólo las manos y los ojos de David conseguían más que su voz.

Salvo que la escuchara en vivo, no a miles de kilómetros de distancia el uno del otro.

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