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El taxi que la devolvió al hotel tardó bastante más que a la ida, sumergiéndola en el delirio de una de las horas punta en el centro de la ciudad. Se arrellanó en su asiento y se sumió en rememorar lo que acababa de hablar con el archivero. De forma especial aquel texto que hacía referencia directa a la cruz del Nilo: «Cruzarás una vez las puertas. Las dos torres de la muralla con sus tres guardianes. Y deberás conocer sus nombres. Descenderás hasta la sala de las columnas y llegarás al patio del que surgen las galerías y los corredores. Verás las cámaras de la reflexión y la piedad. Encuentra tu camino. Cruzarás otra vez las puertas. Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba.»

Por último, la frase final: «La voz de los dioses debe fluir de ti.»

¿Qué podía significar algo como aquello? Trampas. Trampas. Trampas.

– Papá, mamá, qué difícil me lo ponéis -musitó para sí misma.

Llegó al hotel, pagó la carrera y se adentró en el edificio. Ni siquiera fue consciente de meterse en el ascensor y subir hasta su planta. Al introducir la tarjeta con su código por la ranura de la cerradura de la puerta sí. Al otro lado la esperaba la calma. David.

Aunque fuera por unas horas.

Cerró la puerta y al no ver a su compañero tumbado sobre la cama dirigió su voz al cuarto de baño.

– ¡Ya estoy aquí!

Ante el silencio, tuvo que abrir también esa puerta para convencerse de que él no se encontraba en la estancia.

No supo qué hacer, si esperarle o bajar al hall y buscarle por el recinto. Quizá estuviese en Internet, en el bar tomando algo, o quizá alquilando el todoterreno, como habían quedado antes de irse ella al museo.

Examinó su móvil. Vacío de mensajes. Marcó el número de David y esperó mordiéndose el labio inferior. Después de varios tonos escuchó su voz pidiendo que dejara el mensaje.

– ¿Dónde estás? -le preguntó al aparato antes de cortar la línea.

No soportaba esperarle quieta allí, tanto si era en silencio como si ponía la televisión, así que decidió ir a buscarle.

Salió de la habitación, tomó el ascensor y regresó a la planta baja. En un hotel de lujo, como el Le Meridien Pyramids, había muchos más lugares en los que refugiarse. En el Hormoheb, no. El bar estaba lleno de turistas que se relajaban después de un día de actividad, riendo y hablando en pequeños grupos. La sala de Internet la ocupaban tres clientes, dos hombres y una mujer. No había mostrador específico para el alquiler de coches. David tenía que haber ido a alguna parte a por el coche. Aunque esas cosas solían arreglarse desde la recepción. Ellos avisaban a una agencia y un vendedor acudía al hotel para formalizar la operación.

Se asomó a la calle. Miró a derecha e izquierda.

¿Y si mientras ella descendía en un ascensor, David había subido en otro, cruzándose en el camino?

Sonrió, comprendiendo que ésa iba a ser al final la respuesta del enigma.

Por si acaso, en esta ocasión, no tomó el ascensor. No resultase que sucedía lo mismo. Buscó uno de los teléfonos interiores, lo descolgó y marcó el número de su habitación.

Al quinto zumbido colgó.

Una mujer la atendió en la recepción. Era bonita, menuda, de rostro completamente redondo. Llevaba el cabello tan apretado que ello también contribuía a causar el efecto esférico. Le describió a David. La chica no era la misma que les atendió a su llegada. Aun así fue bastante precisa.

– No, lo siento. No me he fijado. Puede que haya salido a la calle por la puerta del restaurante.

Mientras regresaba a la habitación sintió la opresión en el pecho.

La inquietud.

Ninguna nota, nada.

Volvió a llamar al móvil con el mismo resultado.

Los siguientes quince minutos, mientras anochecía sobre El Cairo, fueron los peores. Los que pasaron de la in-certidumbre a la certeza.

Recordó la forma en que habían matado a Gonzalo Nieto y se estremeció.

Tres dagas, una vida.

– Por favor, por favor… -gimió para sí misma.

Con la llegada de la oscuridad su mente se convirtió en un campo de batalla. Dudas, vacilaciones, miedo… Pensó en llamar a Kafir Sharif. Su mano se aferró al móvil y tembló hasta rendirse. ¿Qué podía hacer la policía? ¿Cuánto tiempo debía transcurrir desde la desaparición de alguien hasta que la policía le buscaba? ¿Cuántos desaparecían desafiando al destino, como ellos?

Registró la ropa de David, por si faltaba algo. Volvió a encontrarse aquella libreta llena de poemas. Poemas de amor por y para ella. Retazos de todos los sentimientos que anidaban en él. Un mundo al que podía asomarse con abrir una página al azar.

Esta vez no leyó ninguno. Resistió la tentación. Aquello era personal, y además no quería dejarse llevar por las emociones. Necesitaba mantener la sangre fría, el control.

La opresión del pecho acabó disparando su pánico. Había perdido el cristal. Había perdido a Amina. Ahora perdía a David.

No le quedaba nada.

El pánico la llevó a la rabia.

La misma rabia que disparaba su energía y desataba sus poderes, aunque ahora no supiera a qué o contra quién dirigirlos.

Miró la lámpara de su habitación.

Un segundo, dos, tres…

Hasta que la bombilla estalló sumiéndola en la oscuridad.

Joa no se movió. Continuó donde estaba, quieta, luchando contra sí misma y sus peores presentimientos, abrazada a la libreta de los poemas.

Debió de transcurrir una hora.

El timbre del teléfono de la habitación la sacudió disparando sus alarmas y la arrancó de aquella parálisis.

Tropezó con la cama. Gateó a oscuras hasta dar con él. Agarró el auricular y se lo llevó al oído mientras las piernas le temblaban y le impedían ponerse en pie.

– ¡¿Sí?!

No fue una pausa casual, sino deliberada.

– ¿Señorita Georgina Mir? -la voz era muy lenta, muy cáustica, hablaba un inglés más que correcto, educado incluso.

– Sí, soy yo.

Esperaba oír lo peor, que era la policía, que habían encontrado el cuerpo de David en un callejón…

– Tenemos a un amigo suyo -dijo la voz.

Joa sintió otra clase de mazazo en su cabeza.

– Usted tiene algo que nos interesa: explicaciones.

Le costaba respirar, pero no podía ceder. Ahora todo dependía de ella.

– ¿Qué clase de explicaciones?

– Ya sabe de qué hablamos.

– ¡No, no sé! -gritó sin poder evitarlo.

Al otro lado sobrevino el silencio.

– ¿Oiga?

– Sigo aquí. Le ruego que no grite. No es necesario, y es inútil, ¿comprende?

– Escuche, por favor, no le hagan daño.

– Depende de usted.

– ¿Por qué no me han secuestrado a mí?

– Es usted extraña -manifestó la voz.

Pensó en el hombre de Karnak, al que había reducido con una mirada, atravesando su mente, y en los testigos que afirmaban haberla visto levitar en el momento de la muerte de Shasha Bayik.

Sí, ella era extraña.

– No lo soy -quiso engañarle.

Otra vez el silencio, cada vez más denso. Temía que de un momento a otro el hombre cortara la comunicación.

– De acuerdo, ¿qué quiere?

– Verla.

– ¿Dónde y cuándo?

– Si usted sigue nuestras instrucciones, su amigo estará bien.

– ¿Dónde y cuándo? -repitió.

– Salga del hotel a las seis de la mañana. Camine hacia la izquierda. Un coche la esperará en la esquina. Al amanecer. Una larga noche en vela. -Bien.

– Si usted avisa a la policía, su amigo morirá.

– No lo haré, le doy mi palabra de honor.

– Si usted juega sucio, todo habrá terminado para él. Ni micrófonos. Nada.

– ¡Le he dicho que tiene mi palabra de honor!

– Entonces no tiene nada que temer, señorita. -Déjeme hablar con él, por favor.

– No -fue dramáticamente lacónico.

– ¿Cómo sé que está vivo?

– Usted también tiene mi palabra de honor. Debe confiar.

– ¡Espere!

La línea telefónica ya estaba cortada.

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