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Tenía que madrugar, levantarse temprano, pero lo que menos la dominaba era la sensación de sueño. Y encima todavía le pesaba el maldito jet lag, que no siempre se superaba en un par de días. Se desnudó, miró las luces de las pirámides desde la terraza exterior de su suite, la piscina iluminada del hotel, y acabó poniendo la televisión. Un barrido por los cien canales de que disponía no le ayudó demasiado. Todos los informativos se hacían eco de las reuniones de científicos, congresos y conferencias para hablar del cambio climático. De pronto todo era urgente. Años de desidia y permisividad y ahora… a correr. Cualquier experto más o menos reconocido opinaba sobre el tema y el futuro del planeta.

Cerró la conexión y entonces supo la verdad.

Necesitaba hablar con alguien.

David.

Calculó la diferencia horaria, unas horas menos en España, y marcó el número empleando su móvil. No quería dejar rastro y que Kafir Sharif hiciese más preguntas. Al otro lado de la línea la voz del hombre al que amaba inesperadamente desde hacía poco más de tres meses surgió igual que una bocanada de aire fresco.

– Joa.

– Buenas noches.

– ¿Dónde estás?

Siempre era la primera pregunta.

– En El Cairo.

– ¿Qué te ha dicho Gonzalo Nieto?

– Nada.

– ¿Cómo que…?

– Le mataron la misma noche que me llamó a Camboya.

El silencio no fue largo, pero sí dramático. Un silencio hecho de miedos y asombro. Joa se dio cuenta de que no estaba preparada para afrontarlo. Había llamado a David sin meditar antes lo que iba a decirle o a contarle, para que supiera la verdad pero no se inquietara en exceso.

Algo imposible.

0 difícil.

– Cuéntamelo, ¿quieres? -la voz reapareció envuelta en un suspiro.

Lo hizo, sin obviar detalles. Era inútil cambiar las cosas y aquello no era un juego de niños. Le habló del crimen, de las dagas, de su paso por comisaría de la mano de Kafir Sharif, de lo que ella misma había averiguado acerca de los Defensores de los Dioses y de su misteriosa cita con el hombre del museo. David mantuvo silencio en todo momento hasta el final.

– Ellos estuvieron aquí hace siglos, igual que en Yucatán -reflexionó.

– Es evidente, y cuando se marcharon se creó esa organización, secta, o lo que fuera entonces, para proteger su legado.

– ¿Y dónde está ese legado?

– Siempre se ha dudado de que las pirámides fueran hechas por manos humanas.

– Especulaciones…

– Puede que haya más, algo enterrado bajo las arenas del desierto.

– Y ese arqueólogo lo encontró.

– No estoy segura de eso. Lo único que dijo fue que había dado con algo y que sólo yo lo entendería. «Entender» no se parece en nada a «ver», así que tal vez no se trate de algo tangible. Me habló de una puerta, o una llave para abrirla. No pudo ser más ambiguo.

– ¿Por qué no le has contado esto a la policía?

– Porque ese inspector me pone los pelos de punta. Según él la secta no existe, es una leyenda del pasado. Dice que lo de matar al profesor con esas tres dagas es por imitación, algún fanático o algo así.

– No deja de tener lógica.

– Esto es Egipto, David. En ninguna parte circulan más leyendas acerca de sus tumbas, misterios, venganzas y demás historias que aquí. Puede que la mayoría sean ficticias, inventadas o sumas de casualidades. Pero algunas han de ser ciertas. Y pesan.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Mañana me voy con el hijo de Gonzalo Nieto al Valle de los Reyes. Su padre trabajaba allí en la excavación de una de las nuevas tumbas, la TT 47.

– ¿Y si estás en peligro?

– Debo arriesgarme.

– Joa…

– Tendré cuidado. Si le mataron para que no me contara nada, ya está hecho. De momento yo no soy ninguna amenaza. Y si tenía algo…, es evidente que se lo quitaron. Quizá nunca sepa qué vio o encontró.

– Lo siento, cariño.

Se mordió el labio inferior antes de decir aquello.

– El inspector Sharif me dijo algo que sí me inquietó.

– ¿Qué es?

– Que le habían llamado de la embajada norteamericana interesándose por mí.

– ¿Qué?

– Están ahí fuera, en alguna parte, David -Joa cerró los ojos-. Quizá no se atrevan a ponerme la mano encima después de lo de Guantánamo, pero están ahí, al acecho, seguramente escuchándonos. Puede que me hayan seguido desde el primer día, todos estos meses, espiando lo que hago. Soy su única conexión con ellos.

Siempre decía «ellos». Ni siquiera tenían nombre.

– ¿Quién llamó a ese policía exactamente?

– Un agregado de la embajada, creo. Sólo eso.

– Voy a coger el primer avión.

– ¡No!

– ¡¿Por qué no?!

– ¡Te llamaré si te necesito, te lo prometo!

– Joa, estás jugando con demasiadas barajas.

– A lo mejor los americanos me protegen.

– ¡Esperando el momento de volver a echarte el guante para lavarte el cerebro o chuparte todo lo que tienes en él!

– David…

– ¿Qué? -percibió todo su enfado y su dolor a través de la línea.

Joa abrió de nuevo los ojos y salió a la terraza. La noche era cálida. La visión de las pirámides era un bálsamo. Tiempo detenido.

– Tengo una teoría -ordenó sus pensamientos para darles forma.

– ¿Cuál?

– Es algo que me ha estado rondando todo el día, carcomiéndome por dentro, y ahora más, desde que Sharif me ha dicho lo de la embajada de los Estados Unidos.

– ¿Qué?

– ¿Dónde están las otras dos? Las niñas que tuvieron las hijas de las tormentas desaparecidas como mi madre.

– No hay rastro de ellas.

– ¿Las buscáis?

– Bueno, lo intentamos…, pero después de la visita de la nave, la desaparición de los jueces… Hicimos lo que pudimos.

– No parece mucho.

– Joa, estamos hablando de países diferentes, y difíciles. Una está en Jordania. La otra, en la India. Los guardianes no somos como los jueces, pero también nos quedamos sin una misión cuando la nave se llevó a las hijas de las tormentas.

– ¿Cómo son ellas?

– La chica india es unos años mayor que tú. La jordana es una adolescente. Sus vidas no han sido tan fáciles como la tuya. Culturalmente son lugares duros para las mujeres.

– Pero no pueden haber desaparecido.

– Llamaré a los guardianes que cuidaban a sus madres. La niña jordana estaba en Ammán. De la joven india no se sabe nada desde hace bastante tiempo. La última pista habla de Nueva Delhi y el norte del país. Buscar a una persona en una nación con más de mil millones de habitantes es peor que buscar la clásica aguja en el pajar.

– Esas dos chicas han de haber desarrollado poderes, como yo, y eso no se oculta fácilmente.

– No lo sé, Joa -David se mostró abatido-. ¿Tu teoría tiene que ver con ellas?

– Somos las únicas descendientes de las cincuenta y dos hijas de las tormentas que llegaron en noviembre de 1971. Tres mujeres, las tres jóvenes. O nos dejaron en la Tierra por una razón, o no contamos para nada. Y necesito saber si es lo primero o lo segundo, porque si es lo primero habrá que dar con ellas.

– ¿Hablas en serio?

– Puede que formemos parte de algo.

Hubo una pausa al otro lado.

Y un suspiro prolongado.

– Tiene sentido -reconoció él.

– Lo que me preocupa es que las haya atrapado alguien como el coronel Travis.

– ¿Y si están escondidas?

– Yo no lo estoy.

– Eres diferente.

La nueva pausa fue más larga. Llevaban hablando un buen rato. Se sentía más tranquila. Si ahora lograba conciliar el sueño unas pocas horas, al día siguiente estaría mucho mejor.

– Te quiero -musitó de pronto.

Sonaba a despedida. Y lo era.

– Yo también.

– Voy a ver si duermo un poco. Mañana me espera el viaje hasta el Valle de los Reyes.

– Llámame cuando puedas. Si no lo haces tú en un par de días, lo haré yo. Basta de silencios.

– De acuerdo. Buenas noches.

Escuchó un beso y cortó la línea.

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