25

La diferencia entre Aqaba y Elat fue lo primero que la conmocionó al desembocar en la suave pendiente que conducía la carretera hasta la primera de ellas. Una diferencia basada en el perfil urbano de dos mundos opuestos, mucho más moderno el israelí, mucho más primitivo el jordano. La frontera era invisible. Una línea hasta el mar. La realidad no, era más que visible. A su derecha bullía un horizonte lejano para los que se encontraban a la izquierda. -¡Aqaba! -saludó Resh ajeno a ello. Buscaron un hotel. Lo encontraron cerca de la playa, el Intercontinental. Un hombre jordano y una mujer extranjera, joven, viajando solos y pidiendo habitaciones separadas fue de nuevo motivo de miradas en apariencia casuales pero cargadas de intenciones. La habitación era cómoda, con pocos detalles locales y sí mucho de occidental. Un hotel tan impersonal como lo eran en España todos los que jalonaban la costa, sobre todo el Levante. Joa salió al balconcito y contempló una escena que le revolvió su condición femenina y feminista. Frente a ella, un hombre se bañaba con tres niños. Sus gritos de felicidad se escuchaban generosos. Sus risas eran todo un canto. Pero en la orilla, apretadas bajo una palmera que apenas si les daba sombra, localizó a la esposa y a otras tres niñas, vestidas de negro de arriba abajo. Desde su posición podía distinguir las caritas de las niñas, viendo muy serias y tristes cómo sus hermanos se bañaban mientras que ellas, por su condición de mujeres, se veían obligadas a esperar a que se pusiera el sol.

Entonces sí lo harían, pero sin quitarse un centímetro de su ropa.

Cerró la terraza sintiéndose incómoda y bajó al hall. Una vez más, Resh ya la esperaba.

No le dijo nada del tema. Era un buen hombre, pero quizá hiciera lo mismo con su familia si la tenía.

– ¿Dispuesta para búsqueda de Hamid?

– Primero vamos a comer algo. Puede que luego sea más difícil.

– Buena idea. Jóvenes aparecen más de noche -estuvo de acuerdo él.

Almorzaron en el restaurante del hotel. Dejó que Resh pidiera por ella algo típico de allí tras decirle lo que no le gustaba y por segunda vez decidió no hacerle preguntas a su compañero que violaran la discreción sobre sí mismo que éste parecía mantener.

En el restaurante había tres mujeres solas además de un matrimonio con aspecto americano y otro árabe con un niño y una niña.

Joa miró a las mujeres.

Blancas, extranjeras, una treintañera, las otras dos más de cuarenta. La primera leía un libro con los cinco sentidos puestos en él. Era atractiva, muy atractiva. Una de las otras dos fumaba con la mirada dirigida a la calle y la otra mantenía la cabeza baja, como si le diera vergüenza levantarla. La que miraba en dirección a la calle escrutaba el panorama, seguía atentamente el paso de la gente. Al aparecer un joven candidato su atención se hacía más evidente.

Cuando concluyeron la comida abandonaron el restaurante y salieron al exterior. Aunque fuese primera hora de la tarde el calor era excesivo. Los aplastó como moscas. Joa sin embargo no se rindió. Localizó a dos jóvenes que reunían los requisitos y caminó hacia ellos. Los dos lucían gafas de sol caras, pantalones blancos impecablemente planchados, camisas de cuello abierto y zapatos de marca.

Al verlos aproximarse se alejaron de ellos.

– Será mejor que me deje sola, Resh -lo comprendió ella.

– ¿Sola?

– Ninguno hablará conmigo si está a mi lado.

– ¿Cómo entenderá con ellos?

– ¿Cree que no chapurrean el inglés, el español, el alemán, el francés o el italiano? Su negocio es seducir a turistas. Necesitan el idioma además de una buena planta.

– Yo no…

– Tranquilo, ¿de acuerdo? Espéreme en el hotel. No me pasará nada. No van a robar o hacerle daño a una turista si ésa es su fuente de ingresos.

Resh Abderrahim se rindió. Bajó la cabeza e inició el camino de vuelta al hotel. Joa esperó a que se perdiera de vista antes de buscar a otro candidato, porque los dos primeros se habían esfumado. Encontró a un Adonis de piel tostada, completamente vestido de blanco, en un pequeño bar situado calle arriba. Fue a su encuentro tan resuelta que al pobre no le dio tiempo a nada. Cuando se sentó frente a él trató de parecer lo que era: una mujer que buscaba información, no otra cosa.

– ¿Hablas español? -le preguntó.

– Poco, sí -la iluminó con una sonrisa de blancos dientes mientras la miraba casi extasiado.

Ella era joven y guapa. Un caramelo.

– ¿Conoces a un compañero llamado Hamid?

– ¿Hamid? -su cara reflejó disgusto-. No. Pero yo mejor. Todo mejor. Llamo Ibrahim.

– Lo siento -volvió a levantarse.

– ¡Espera!

– ¿Conoces a Hamid?

– No -tuvo que reconocer.

– Gracias.

Continuó caminando a la caza de candidatos y localizó al siguiente descendiendo de la parte alta de la ciudad en dirección a los hoteles de la playa. Llevaba una chaqueta colgada del brazo e iba ensimismado. Joa le abordó al pasar cerca de donde se encontraba, protegida bajo un poco de sombra.

– Ven, por favor -lo llamó.

El chico dibujó su sonrisa seductora y reaccionó. La miró de arriba abajo y sonrió aún más. Joa por su parte no tuvo más remedio que admitir que era muy guapo.

– ¿Conoces a Hamid?

– No Hamid. Yo Milo.

– No -le puso una mano por delante porque pareció que iba a abalanzarse sobre ella-. Hamid.

– ¿Segura no Milo?

– Quiero hablar con Hamid. Sólo hablar. El muchacho, veinte años a lo sumo, evaluó la situación.

Era rápido.

– Ven.

No tuvo más remedio que seguirle. Podía llevarla a su casa y allí insistir en que era mejor que Hamid, pero estaba dispuesta a asumir la pérdida de tiempo. Caminaron calle abajo aunque no fueron hacia la playa. Milo se desvió por una calle a la derecha. Se detuvo delante de una casita pequeña, con los pilares desnudos y sin rematar con una segunda planta, como la mayoría. Le hizo una señal para que esperara y llamó a la puerta. Apareció otra escultura masculina jordana, un poco mayor. Milo señaló hacia ella y hablaron. El nombre que buscaba salió en la conversación tres veces. El dueño de la casa se retiró sin cerrar la puerta, y su compañero regresó a su lado.

– Johnny conoce Hamid -asintió.

– ¿Johnny?

– Bonito, ¿sí?

El tal Johnny salió de inmediato, abotonándose una camisa blanca llena de flores grabadas. Le tendió una mano grande y suave. Eran jóvenes amables y correctos. Su español era muy deficiente. En cambio se defendía bien en francés e italiano.

– Yo conozco a Hamid -le dijo.

Y le puso la mano con descaro frente al rostro frotando el dedo pulgar con el índice y el medio.

– Yo te pagaré sólo si es el Hamid que busco.

Lo consideró. Su sonrisa se hizo mayor.

– Oui, madetnoiselk -le hizo una reverencia.

La colocaron en el centro. Milo a la izquierda y Johnny a la derecha. Tal vez no perdían la esperanza. Les tocó subir. Ellos parecían no sudar, pero Joa sí lo hizo. De vez en cuando hablaban y se reían. A su costa, claro. Se revistió de paciencia y se concentró en el camino, por si tenía que desandarlo sola. Casi diez minutos después llegaron a otra casita, tan humilde como la anterior. Milo y ella esperaron a una prudente distancia. Johnny fue el que se aproximó a la puerta y llamó. Por el quicio apareció una mujer. Mientras Johnny le hablaba miró hacia los que aguardaban fuera.

Joa tuvo suerte.

La mujer desapareció y en su lugar tomó el relevo Hamid.

Cuando Johnny le llevó hasta ella Joa cruzó los dedos a su espalda.

– Hamid -le palmeó la espalda Johnny al recién incorporado al grupo para presentárselo.

Ahora los tres jordanos sonreían felices.

– ¿Conoces a Hussein Maravi? -le preguntó mirándole fijamente a los ojos.

El chico congeló la sonrisa en sus labios y le devolvió la mirada.

Como si reconociera algo en ella.

– Yo no Hamid amigo Hussein. Él, otro Hamid.

A Joa se le detuvo el corazón entre dos latidos.

– ¿Sabes dónde puedo encontrarle?

– Sí.

– Llévame y habrá dinero para todos, ¿de acuerdo?

Les oyó hablar entre sí, discutir, como si ya se repartieran la propina. Eso fue todo.

Se reanudó la marcha por las calles de Aqaba, ahora con tres gigolós junto a ella. Amantes, como los había definido Resh.

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