Nunca había estado en El Cairo, así que la primera impresión que recibió nada más salir del avión fue la del golpe de calor, una bofetada de aire que le abrasó la piel y los pulmones. Igual que si se encontrara en Bogotá, Quito o México, a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, lo primero que hizo fue respirar profundamente varias veces, con el objeto de nivelar sus constantes vitales con las que le imponía el exterior. No se trataba del mal de altura, pero para los efectos se le parecía. El fuego que le quemaba fue remitiendo con cada inhalación, aunque a los pocos pasos el primer sudor se pegó a su piel ya de manera indeleble. Un sudor que se convirtió en una pátina de hielo cuando desembocó en la Terminal, fría como un témpano a causa del excesivo aire acondicionado.
Volvió al calor al abandonarla, con una bolsa en una mano y la de viaje en la otra. Seguía moviéndose ligera. Prefería comprar lo que fuera allá donde fuese. También cambió moneda antes de convertirse en egipcia por el tiempo que durase su estancia allí. Se subió a un taxi y le dio la dirección del hotel deletreando cada palabra despacio.
– Hotel Le Meridien Pyramids.
El taxista, un hombre enteco, tocado con una barba de tres centímetros de espesor, la miró por el espejo retrovisor y probablemente calculó las posibilidades de cumplir con la tradición de todos los taxistas de todos los aeropuertos del mundo: engañarla llevándola por el camino más largo. Había decidido ya que sí, que su pasajera era una turista, y además muy joven, cuando Joa frenó sus ansias de hacerse rico a su costa demostrándole que o bien conocía la ciudad o bien venía informada y con mapas a cuestas.
– Por favor, vaya por Shari Ramsés en Abbasiya, después por Shari El Gala hasta Gezira, pasando por el Puente del 6 de Octubre, y desde ahí hacia el sur, ¿entiende?
Se lo dijo despacio, en inglés, y además con signos, para que la comprendiera. El hombre asintió con la cabeza, sin ocultar su contrariedad. Puso el taxi en marcha y se sumergió de inmediato en el caótico tráfico de la capital de Egipto, famosa por sus embotellamientos tanto como por la facilidad con la que, a la postre, los coches conseguían avanzar sin llegar a estar detenidos más allá de unos segundos en cada oportunidad. Una vez comprobado que seguía sus instrucciones, Joa se desentendió del tema. Llevaba demasiadas horas de avión a su espalda, y demasiadas e interminables esperas en los enlaces aeroportuarios como para preocuparse de unos minutos de más o de menos en el último de los trayectos, el que la conducía hasta el hotel para tumbarse sobre una cama de verdad y dormir diez horas, o veinte si se lo pedía el cuerpo.
Y si el tipo le daba una vuelta de más, al diablo con él.
No llegó a adormilarse, pero casi. La capturó la intensidad de lo que veía al otro lado de la ventanilla, el abigarramiento humano, la densidad de cuerpos y automóviles pugnando por un hueco, un espacio vital en aquel caos organizado y desmedido. En los siguientes minutos sólo en una ocasión el taxista le preguntó algo que no entendió, mientras que en otra, ella le pidió que bajara el aire acondicionado.
El hombre no podía dar crédito a lo que oía.
– No wind? -chapurreó.
– No, no wind, no cold, thank you -asintió para que quedara claro.
El conductor bajó el aire sin ocultar su enfado.
Llegó al hotel Le Meridien Pyramids anocheciendo, cuarenta minutos después de haber subido al taxi, y le entregó el importe exacto, añadiendo una propina de un cinco por ciento. Eso le alegró la cara al conductor. Años atrás el precio se pactaba antes de iniciarse el trayecto, pero hasta en eso se había modernizado el país.
Un mozo uniformado recogió sus bolsas y la condujo hasta la recepción. Un recepcionista no menos uniformado, con perfecto dominio del inglés, se encargó de preguntarle si tenía reserva y luego asegurarle que el hotel estaba lleno. Joa no alteró para nada sus facciones. Conocía el cuento. Sacó su VISA y pidió dos suites en una planta de no fumadores. La cara del recepcionista cambió como la del taxista frente a la propina. Ningún problema tratándose de suites. Nada que añadir. Salvo por lo de que fueran dos.
Miró a espaldas de Joa, buscando a alguien más.
– Dos suites -le remarcó ella-. Con una puerta de intercomunicación. ¿Es posible? Era posible.
Clientes más raros había visto el recepcionista. Por ejemplo algunas estrellas del rock.
Ya no hubo más preguntas. Los trámites fueron rápidos. Una firma en la identificación de acceso a todos los servicios del hotel, como el restaurante a la hora del desayuno, y las dos tarjetas-llave con los códigos de sus dos puertas fueron a parar a sus manos. El mozo de las maletas la precedió hasta las alturas, abrió la primera suite y trató de explicarle el funcionamiento de todo el continente. Joa le puso en la mano cinco euros y eso bastó para que el joven se marchara sin insistir. Otro hotel.
Otra sensación de vértigo y ahogo.
Primero bajó el aire acondicionado. Después abrió la puerta de intercomunicación de ambas suites y la dejó así. Era un ritual. No quería que la sorprendieran en una habitación sin escapatoria. Necesitaba saber que disponía de una salida en la retaguardia. Quizá se estuviese volviendo paranoica, pero no olvidaba sus experiencias en Yucatán con los jueces o con el propio David.
El intruso más maravilloso de su vida.
Tras comprobar puertas y ventanas, vaciló entre tumbarse en la cama cinco minutos o tomar un baño que la relajara aún más. Escogió lo segundo, porque si se tumbaba en la cama se quedaría frita en un abrir y cerrar de ojos. Y antes quería telefonear a Gonzalo Nieto, advertirle de que ya se encontraba en El Cairo.
Cuanto antes le viera, casi con toda seguridad al día siguiente, mejor.
Fue al cuarto de baño, abrió la llave de la bañera al máximo, graduó la temperatura y se desnudó sin recoger la ropa del suelo. Antes de sumergirse en el agua fue a por el móvil y se dio cuenta de que lo tenía sin batería.
El cargador estaba en la bolsa de viaje. Lo conectó en la toma de corriente de 220 y caminó hasta la mesita de noche para realizar la llamada desde el teléfono del hotel. Siguió las instrucciones, marcó el cero y después el número del arqueólogo.
La señal zumbó al otro lado de la línea.
Media docena de veces antes de que saltara el buzón de voz.
Parco en palabras pero muy expresivo: «Déjame tu mensaje. Haré lo posible por llamarte aunque no te prometo nada.»
No supo si dejarle ese mensaje o volver a intentarlo al concluir su baño.
Optó por lo primero.
– Gonzalo, soy yo, Georgina -habló despacio-. Acabo de llegar a El Cairo. Estoy en el hotel Le Meridien Pyramids. Tengo el móvil descargado pero en una hora estará operativo, aunque mejor me telefonea al hotel, suite 620. Voy a acostarme en diez minutos, pero puede llamarme cuando quiera, no importa que esté dormida. Usted llámeme, por favor. Espero que podamos vernos mañana, ¿verdad? Estoy realmente nerviosa por… Bueno, ya sabe. Nerviosa e impaciente. No deje de ponerse en contacto conmigo -no supo qué más agregar y se limitó a despedirse con un lacónico-: Gracias.
Dejó el auricular en la horquilla, porque se trataba de un teléfono de corte antiguo, y regresó al baño, con el agua ya a media bañera. No esperó más y se metió en ella, se sentó sin hacer caso del ardor y quedó así, con la barbilla apoyada en las rodillas y las manos abrazándose las piernas, pensativa. El nivel del agua fue subiendo hasta inyectarle el mismo calor en el resto del cuerpo. Entonces cerró el grifo y se estiró, apoyando la cabeza en el respaldo acolchado. La bañera era grande, y tenía sistema de jacuzzi. No lo conectó por esta vez.
Se sumergió también en algo mucho más profundo que el agua.
El silencio.
Con la mente milagrosamente en blanco.
Diez minutos después, adormilada, supo que no resistiría mucho más aquella bendición, así que se levantó, se secó frotándose piernas y brazos con energía y se dirigió a la cama sin ponerse siquiera un pijama.
Miró el teléfono.
Suspiró.
Otros diez minutos más tarde estaba dormida, con la luz encendida y el teléfono pegado a su cara.