El timbre del teléfono hizo que saltara de la cama de golpe, asustada. Acababa de dormirse, con su primer sueño profundo y reparador, así que el shock fue casi traumático. De entrada no supo muy bien si era una pesadilla. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar dónde estaba.
En el lugar, la oscuridad era completa.
Miró la hora en la pantallita luminosa del móvil mientras éste seguía zumbando; prefería un sonido neutro a una de tantas musiquitas estúpidas con las que los adictos a los móviles adornaban sus aparatos. Las dos de la mañana.
– Pero quién…
El número de la persona que llamaba no aparecía identificado en la pantalla.
Y tan pocas personas sabían el suyo… Acompasó la respiración, aclaró su mente.
– ¿Sí? -abrió la línea.
– ¿Georgina?
Voz de hombre. Mayor. Cauta. Si la llamaba Georgina, no se encontraba en su pequeño, muy pequeño círculo de amistades, porque ellos la llamaban Joa. Eso la hizo tomar precauciones, una vez más.
Como siempre.
– ¿Quién es?
– Soy Gonzalo Nieto. ¿Te acuerdas de mí?
Gonzalo Nieto, maestro y amigo de su padre, un arqueólogo tan importante y famoso como él, y una eminencia en temas egipcios. Lo había conocido en una presentación, en el Museo Egipcio de Barcelona, seis o siete años atrás. Después sólo lo vio dos o tres veces más. Un hombre cálido, de la vieja escuela, rondando ya los setenta pero con una vocación y una capacidad a prueba del paso del tiempo. Su padre tenía una enorme confianza en él, decía que poseía un cerebro privilegiado, y que era una persona honrada. Una rara cualidad en momentos de egoísmo universal.
Lo más importante, sin embargo, era que conocía la historia, la desaparición de su madre y su origen extraterrestre, la búsqueda de su padre…
Joa se despejó de golpe.
Casi un desconocido pero que no era ajeno a lo sucedido en el pasado la llamaba a las dos de la mañana.
No sería para desearle buenas noches.
– Claro que lo recuerdo, señor Nieto -alargó la mano, tomó la linterna y presionó el interruptor de la puesta en marcha, desparramando un primer haz de luz por la tienda de campaña minúscula que la envolvía-. ¿Cómo está?
– Ésa es una buena pregunta, y muy formal -el arqueólogo se echó a reír-. Soy yo el que debería preguntarte a ti cómo estás, o… mejor dónde estás, porque según el lugar debes de estar acordándote de todos mis muertos.
Joa recordó su buen humor.
Un hombre capaz de reírse de su propia sombra, aunque en el trabajo fuese el más serio.
– Estoy en Angkor -le reveló.
– ¿Camboya? -la voz se estremeció-. Eso significa que ahí para ti deben de ser… -hizo un cálculo rápido-, las dos o las tres de la madrugada.
– Más o menos -sonrió ella.
– ¡Oh, no! Lo siento, cariño. No sabía…
– ¿Cómo iba a saberlo?
– ¿Sigues alguna pista? ¿Algo importante?
Joa ya estaba plenamente consciente. La linterna, quieta en su mano, iluminaba con tono espectral su escasa ropa, las botas gruesas, la mochila cargada. Más allá de la tienda, de color azul, ínfima pero muy práctica, la selva camboyana era un sorprendente mar de silencio, como si las matanzas de los jemeres rojos cuarenta años atrás aún perduraran y hasta los animales hubieran enmudecido.
– No -tuvo que reconocer sin que se notara en exceso su deje de fastidio-. Nada relevante, señor Nieto.
– ¿No quedamos en que me llamarías Gonzalo?
– De acuerdo, Gonzalo.
– Escucha, Georgina. No voy a importunarte mucho. Te lo suelto y ya está.
Joa se envaró ligeramente. Se lo soltaba y listo. ¿Qué?
– Has de venir a Egipto.
– ¿Cuándo?
– Cuanto antes, aunque yo estaré aquí varias semanas. Meses. Formo parte de uno de los equipos que están explorando las nuevas tumbas encontradas en el Valle de los Reyes. El gobierno egipcio le concedió a España la licencia y el permiso para trabajar en una de ellas.
– ¿Tiene que ver con mi madre?
– Sí.
Fue tan rotundo, tan claro, que Joa sintió el frío casi de inmediato. Una corriente eléctrica vivificando sus terminaciones nerviosas como hacía mucho que no sentía.
– ¿Qué ha encontrado, Gonzalo? -se atrevió a preguntar.
– ¿Quieres que te lo diga por teléfono, a las dos de la madrugada en Camboya?
– Llegaré lo antes que pueda, pero quisiera…
– Cariño, ni yo estoy muy seguro, pero creo que he dado con… una puerta, o por lo menos con la llave que puede abrirla si damos con ella.
Una puerta. Una llave.
– ¿Quiere decir que podría…?
– Quizá comunicarte con ellos, sí.
– ¿De qué forma? ¿Cómo…?
– No lo sé, por eso te necesito aquí.
Joa cerró los ojos. Desde que su padre había subido a la nave en Chichén Itzá, era lo que estaba buscando, en cualquier parte donde hubiera indicios extraterrestres, pistas o posibles pruebas de su paso por la Tierra años, siglos antes. Su padre había gastado su vida buscando a la mujer que amó, y ella estaba dispuesta a emplear todas sus fuerzas buscándolos a ellos.
Cada vez que miraba al cielo se los imaginaba allí, en alguna estrella lejana, o en aquella inmensa nave…
– Profesor… -su voz apenas si fue un hilo sónico.
– Tranquila, ¿de acuerdo? -intentó calmarla-. Puede que no sea nada, pero me gustaría comentártelo y examinar mis hipótesis contigo. Si estoy en lo cierto, esto podría ser tan importante como el hallazgo de mil tumbas egipcias, porque estamos hablando no sólo del pasado de la humanidad, sino de la posibilidad de viajar a las estrellas.
– Estaré ahí en cuanto pueda, descuide. Lo que tarde en llegar a Phnom Penh y encontrar un vuelo que me lleve a El Cairo. Iré al hotel Le Meridien Pyramids. ¿Cómo podré localizarle a usted?
– Te voy a dar mi número de móvil. Llámame al aterrizar o cuando estés ya en El Cairo. Iré a verte de inmediato, pequeña.
Pequeña.
Había cumplido diecinueve años en enero.
Siempre sería una niña para cualquiera que la hubiera conocido en la infancia o en la adolescencia, máxime si era uno de los viejos amigos de su padre, hombres de ciencia, ajenos a la vida normal de cualquier mortal. Hombres anclados en el pasado de la humanidad.
– Un momento, busco algo en que anotar.
Gateó por la improvisada cama hasta la mochila. No encontró un bolígrafo así que cogió su agenda electrónica, apenas usada porque casi nunca la necesitaba. Hubiera podido memorizar el número sin problema, como siempre, gracias a su memoria fotográfica, pero por una vez, en plena noche y aunque sabía que no lograría volver a dormirse, prefirió no arriesgarse. Agarró de nuevo el móvil antes de decir:
– Adelante.
Gonzalo Nieto le dictó el número.
– Gracias por llamarme -empezó a despedirse Joa.
– ¿Sabes algo, querida? -ahora el tono era amable, sereno y plácido-: Todo está conectado.
– Papá decía eso siempre.
– Tenía razón. Los mayas en América, los egipcios en Oriente Próximo, los dogones en Mali… Hay indicios en toda la Tierra. Y han estado siempre ahí, pasto de teorías temerarias que nunca se han tomado en serio porque ha faltado la base científica. Bueno, quizá ahora todo eso cambie. ¡Te espero!
– Hasta pronto, Gonzalo.
– Un beso, Georgina. Aparte de todo, me encantará verte.
– Gracias.
Fue su última palabra.
Después cortó la comunicación.
Tres horas y media más tarde, sentada a la puerta de su tienda de campaña, rodeada por la selva en las proximidades del impresionante Angkor, el mayor de los reductos arqueológicos camboyanos, Joa seguía despierta, quieta, invadida por pensamientos y escenas.
Su madre antes de que desapareciera.
Su padre antes de sacrificarse por amor.
Sus vivencias entre noviembre y diciembre del año anterior le habían hecho tomar conciencia de qué era y quién era.
La salida del sol la liberó de la última cadena y se dispuso a regresar a Phnom Penh para volar a El Cairo.