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Kafir Sharif la miraba con sus ojillos perspicaces, como si quisiera explorar directamente sus pensamientos, las respuestas que estaba buscando. Joa intentaba no tropezarse con sus ojos, pero era inevitable hacerlo, así que optó por desafiarle, cansada del juego.

– ¿Qué?

– Nada -dijo el policía-. Yo espero.

– ¿Y qué es lo que espera, que salga el sol?

– No entiendo humor occidental.

– No era un chiste -rezongó ella.

Volvió el silencio. La misma comisaría, el mismo despacho, la misma silla. Y esta vez era peor: estaba directamente implicada en una muerte.

Se preguntó cómo sería una cárcel egipcia y si los «amigos» americanos la sacarían del lío, aunque fuese inocente y sólo hubiese querido ayudar evitando que Shasha saltara.

– No pone cosas fáciles, señorita Georgina Mir.

– Oiga, yo intentaba salvarla. Fue su policía la que metió la pata.

– Testigos dicen que usted mucha fuerza.

– Hago ejercicio.

– La vieron alzarse del suelo…

– ¿Qué? -intentó evitar la palidez.

– Levitar -puntualizó Kafir Sharif-. ¿Se dice así? No se había dado cuenta. No lo notó. Estaba concentrada en retener a la mujer.

– No diga estupideces.

– Yo no. Testigos.

– Anochecía. Eso induce a la confusión. ¿Por quién me toma?

– No sé. Diga usted.

– Mire, si usted hubiera hecho su trabajo, esto no habría sucedido.

– ¿Mi trabajo?

– Si hubiera ido a interrogar a los amigos del profesor Nieto, como he hecho yo, sabría que el arqueólogo mantenía una relación con esa mujer. He ido a verla, nada más. Ha sido mi única participación en este embrollo. Pero al verme ha echado a correr.

– ¿Por qué usted no avisa a mí?

– No se me ocurrió que ella estuviese implicada -mintió.

– Yo pensaba interrogar a los amigos del profesor mañana. Todo a su tiempo -suspiró el inspector.

– Pues ya no hay tiempo de interrogar a esa mujer -plegó los labios-. Ella ha muerto y se acabó. Se ha llevado su secreto. ¿Por qué no fue antes a ver a sus compañeros de excavación?

– Todos tienen coartada. Policía de Luxor confirmó estaban allí noche de asesinato.

– ¡Evidentemente que no le mató ninguno de ellos! ¡No se trata de eso! -Joa se desesperaba.

Kafir Sharif no se inmutó.

– ¿Qué contaron amigos de profesor?

– Sólo uno conocía esa relación.

– Nombre.

– Haruk Marawak.

– ¿Qué contó el señor Haruk Marawak?

– Que Gonzalo Nieto se había enamorado de una mujer egipcia y que era feliz. Vivía en su casa cuando venía a El Cairo.

– ¿Historia de amor?

– Una trampa.

– ¿Qué clase de trampa?

– Inspeccione el cadáver, ¿quiere? Esa mujer lleva un tatuaje en el brazo. Un escarabajo. ¿Le dice algo?

– Símbolo egipcio.

– Como el gato y el ojo, ¡maldita sea! ¡Símbolos también de los Defensores de los Dioses! ¡Un signo, un vigilante; dos signos, un soldado; tres signos, un líder, un heredero directo de los sacerdotes de la Antigüedad! ¡Yo también hago mis deberes, inspector Kafir Sharif!

Dijo «inspector Kafir Sharif» con el mismo acento que él empleaba cuando decía «señorita Georgina Mir», calcando su tono.

Se estaba pasando. Pero es que estaba harta. Y combativa.

– ¿Por qué enfada?

– Porque usted sabe más de lo que dice.

– Si sé, no puedo compartir con usted. Usted sí debería compartir conmigo.

– Es lo que estoy haciendo, ¿no? Kafir Sharif lo consideró.

– ¿Sabe más?

– Alguien ha intentado matarme en Karnak. 0 por lo menos asustarme.

Eso le hizo abrir los ojos.

– ¿Quién?

– Un individuo que me siguió aquí, en El Cairo. Chilaba blanca, barba y un tatuaje de un gato en el brazo. Otro guardián.

– Olvide fantasías, por favor.

– ¡Otro guardián!

– ¿Cómo escapa? -hizo un gesto de resignación.

– Un grupo de turistas me auxilió -mintió-. Entonces el tipo huyó.

– Usted sí es como gato. Siete vidas.

– Quiero irme al hotel -se rindió al agotamiento-, ¿de acuerdo? Ya he prestado declaración. Esa mujer se suicidó. No sé más de lo que le he dicho, compruébelo. Le toca a usted investigar quién era, si tenía amigos y por qué se ha aterrorizado al verme.

– Yo investigo, descuide.

– ¿Me dirá algo?

– No. Pero quiero hacer última pregunta -dijo el policía.

– Hágala.

– Imagine que Defensores de los Dioses existen, como usted dice, o que personas copian sus métodos o han vuelto a crear culto, ¿sí? Mi pregunta es: ¿qué encontró señor Gonzalo Nieto para que ellos asesinen?

Se estaba acercando.

– No lo sé.

– Él llamó a usted y usted viene, pero él muere.

– Exacto. Si encontró algo, lo que fuera, le mataron antes de que me lo revelara.

– ¿Tesoro egipcio, señorita Georgina Mir?

– Lo dudo.

– ¿Por qué fue a Karnak?

– Turismo. ¿Quién es capaz de estar allí y no visitar el Valle de los Reyes…?

Kafir Sharif dio un par de pasos. Se detuvo en la ventana. La vista del exterior no era ninguna maravilla, pero él la contempló como si fuera la primera vez que la veía, tomándose su tiempo, tratando de jugar con ella, de pillarla en un contrasentido.

¿Realmente había levitado para impedir que Shasha Bayik saltase?

El interrogatorio tocaba a su fin.

– Seria mejor que se fuese -La voz del inspector era conminante-. Usted trae problemas.

– ¡Yo no traigo problemas!

– Ya no tiene nada que hacer aquí -dejó de mirar por la ventana para volver a centrar sus ojos en ella-. ¿Mañana?

– Ya es mañana -le hizo ver la hora-. Necesito dormir. Y quiero ver las pirámides. Cuando consiga un billete de avión lo haré.

– Usted rica. Consigue pasaje en primera ya.

– ¿Hay alguna ley que me prohiba quedarme?

– Puedo encerrarla por muchos motivos. Vuelva a

casa.

Volver a casa.

Vacía y sin respuestas.

No quiso decirle que eso no lo haría nunca. No mientras le quedase un cartucho por disparar. Y tenía uno.

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