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Llamó con los nudillos a la puerta de la habitación y no se movió hasta que, del otro lado, escuchó la voz de Amina invitándola a pasar.

– Entra.

Joa metió la cabeza por el quicio. La chica estaba tumbada en la cama, con el mando del televisor en la mano derecha apuntando a la pantalla instalada en la pared. No apartó los ojos del rectángulo luminoso.

– ¡Hay cien canales! -dijo.

– Será mejor que no te aficiones demasiado a la caja tonta -se sentó a su lado.

– ¿Por qué la llamas así?

– Es el artefacto más alienante de cuantos se han inventado.

– Hay muchos programas, películas, mujeres hermosas…

– ¿Quieres ser una estrella de la televisión?

– ¿Por qué no? -puso cara de niña mala-. Cuando hayamos salvado el mundo, nos quedaremos sin nada más que hacer.

No frivolizaba. Sólo se sentía prisionera de la dimensión de cuanto tenían por delante.

– ¿No tienes miedo?

Amina se encogió de hombros. Cambió otra vez de canal.

– Yo sí -reconoció Joa.

– ¿Por qué no pedimos ayuda a las autoridades?

– ¿A qué autoridades? ¿De qué país? -pensó en el coronel Hank Travis y se estremeció-. Nadie nos creería.

– ¿Y si no encontramos a Indira, ni los cristales?

– Me he hecho las mismas preguntas mil veces desde que regresé de allí y desde que os lo he contado todo mientras cenábamos.

Amina apagó el televisor y dejó el mando a un lado. Se enfrentó a los ojos de Joa, que la escrutaban con profundidad.

– ¿Qué quieres saber?

No disimuló. Quizá ella sí leyese su mente.

– ¿Qué hiciste en tu viaje? No nos lo has contado. Sólo he hablado yo de ello.

La respuesta no llegó de inmediato. Fue una considerable pausa. Amina ni parpadeaba. Tenía esa extraña facultad. Podía mirar un minuto, dos, tres, el tiempo que hiciera falta a su interlocutor sin bajar los párpados. En ese momento volvía a ser una adolescente con rasgos de niña al borde del olvido, pero todavía fijos en su semblante.

– Si no quieres, no me lo cuentes -se resignó Joa.

– Yo también hablé con mi madre. La llamé y apareció.

– ¿Qué te dijo?

– No mucho -bajó los ojos y los depositó en sus manos-. Me pidió perdón.

– ¿Por dejarte sola?

– Por haberme odiado.

– No entiendo.

– Cuando aquel soldado la violó…, ella aún no sabía quién era, por qué razón apareció en mitad de una tormenta, por qué sus rasgos nunca fueron como los de las demás. Al sentirme en su vientre me odió y… sin embargo…

– Te tuvo.

– Sí.

– Quizá deseó alguna vez que no llegaras a nacer, y cuando se la llevaron…

Amina volvió a callar.

– ¿La perdonaste?

La pregunta de Joa la atravesó. La hizo reflexionar.

– Es curioso -susurró-. No se lo dije.

– ¿Lo has hecho?

– Ninguna de las dos tuvo culpa de lo que sucedió.

– ¿La has perdonado? -insistió ella. Esta vez la espera fue más breve.

– Sí.

– Entonces vas a empezar a estar en paz contigo misma.

– Es difícil, ¿sabes? -parecía a punto de llorar.

– Todo lo es, y esto más -Joa le cogió una mano-. Hemos de aprender a estar juntas, a luchar, a vivir… Y la vida suele doler.

– A mí ya me ha dolido bastante.

– ¿Te habló tu madre de lo que hemos de hacer?

– No, apenas si hubo tiempo. Yo tenía tantas preguntas… Y para mí era una completa desconocida. Sólo al final me dijo que confiara en ti, que tú me contarías algo muy importante.

– Venimos de un extraño mundo, ¿verdad?

– A mí me pareció hermoso.

– Hermoso y desconocido, lo cual sobrecoge. Saber que formamos parte de eso…

– Allí todos son iguales, viven en la luz, había tanta paz…, Joa -alzó los ojos para inundarla con una densa mirada-. ¿Crees que algún día podremos regresar?

– ¿Quieres volver?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque éste no es mi mundo.

– No digas eso.

– Siempre me sentí extraña. Mi casa no está aquí. Está allí. Tú luchaste por encontrar la forma de hablar con tus padres, no te rendiste y lo conseguiste. Yo lucharé para encontrar la forma de volver, tarde lo que tarde.

– Ahora ya no estás sola. Te lo dije en Mali.

Amina guardó silencio y Joa se lo respetó. Necesitaban tiempo, adaptarse la una a la otra, y sobre todo afrontar el peligroso camino que les quedaba para intentar lo que parecía un imposible: dar con Indira primero y después localizar el quinto cristal perdido en algún lugar del Tíbet para llegar a Stonehenge antes de que esa erupción solar definitiva unida a los problemas climáticos de la Tierra cambiara su eje.

Con poderes o no, no eran más que dos jóvenes asustadas.

– Duerme un poco -la aconsejó Joa poniéndose en pie de nuevo-. Mañana veremos cómo siguen tus trámites de pasaporte y resolveremos eso de que figuremos con el mismo nombre…

– No quiero volver a Jordania.

– No volverás, te lo prometo. Aunque sea con un pasaporte falso.

– Nunca he tenido dinero. No sé lo que es conseguirlo todo.

– Todo no se consigue -fue sincera-, pero sí algunas cosas.

– Buenas noches -le deseó Amina al ver que se dirigía a la puerta que comunicaba las dos habitaciones-. Y… gracias.

– Gracias a ti -musitó Joa deteniéndose sin abrirla-por salvarnos.

– Lo hicimos juntas.

– No. Fuiste tú. Hiciste que me rebelara y reaccionara. Fue tu energía, y el uso de tus poderes arrastrando los míos, lo que impidió que muriéramos aplastados y consiguiéramos salir de ese agujero.

– Tú también me salvaste a mí cuando empezó a desmoronarse la cueva y no quisiste dejarme perdida en mi trance. Hubiera muerto, porque mis impulsos se disparan si soy consciente del peligro, no antes. Ojalá tuviera tus presentimientos. Aquella pared que se me cayó encima en la galería donde me encontrasteis me pilló desprevenida.

– Lo importante es que estamos aquí.

– Sí -concedió Amina.

Joa abrió la puerta.

– Buenas noches.

– Hasta mañana -le deseó la chica.

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