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Visitar las Pirámides la emocionó. Le costaba llorar, pero para ella fue imposible verlas sin hacerlo.

Kheops, que durante mucho tiempo fue la construcción más alta del mundo, era un infinito de grandes piedras. Resultaba asombroso imaginar cómo la habían erigido, por más que cualquiera pensara en miles de esclavos trabajando sin cesar año tras año. El acceso estaba permitido a los turistas, al menos en un primer trayecto, así que hizo de turista y descendió por la galería sintiéndose pequeña y minúscula. Una hormiga penetrando en el túnel de la historia.

Cuando volvió al exterior se quedó sentada un buen rato en aquellas piedras. Miró desde allí el mundo de otra forma, bajo otra perspectiva. A veces trataba de imaginarse cómo sería el mundo de los visitantes de las estrellas, los seres que habían dejado a las hijas de las tormentas en la Tierra. A veces soñaba con una segunda Tierra, tan hermosa como la suya, brillando en algún lugar del espacio con seres humanos evolucionados. Pero otras veces lo que veía en sus fantasías no tenía nada que ver con aquello. ¿Tendrían cuerpo? ¿Serían entes orgánicos? ¿Esencia? ¿Únicamente energía? ¿Cómo imaginar algo tan increíble y a la vez… aterrador?


Quizá Hank Travis tuviera razón y a través de su cerebro pudiera «ver» el mundo de sus antepasados.

¿Y si Imhotep había enterrado el libro que, según la historia, le entregó el dios Toth, bajo una de aquellas pirámides?

¿Y si la propia puerta de las estrellas, simbolizada por la cruz del Nilo, estaba allí, cerca de ella?

Se resignó a lo inevitable. Si era así, jamás daría con ella. Ya no se trataba de los Defensores de los Dioses, se trataba de un imposible.

Su hotel estaba al otro lado de la explanada. Lo veía desde allí. Lo perverso era que El Cairo había llegado hasta las pirámides. Las últimas construcciones formaban una frontera. Las fotografías que mostraban siempre a Kheops, Kefrén y Mikerinos como si surgieran en mitad del desierto eran falsas. Estaban tomadas desde la propia ciudad. La realidad se apreciaba de manera implacable allí, sobre el terreno.

Sintió desazón.

El anochecer fue muy hermoso.

Todavía tenía que cenar, meter su escaso equipaje en las bolsas, dormir y relajarse. Por una vez no era necesario que madrugara. Había encontrado un vuelo a Ammán al mediodía. Y antes hablaría con David, para que le diera la última información acerca de Resh Abderrahim y la niña jordana. También quería comprar libros de Egipto, y absorber la mayor información posible acerca del pasado. De entrada aprenderse los nombres de todos los dioses. Si Haruk Marawak no le hubiera descrito tan bien los cuatro que aparecían en los cuatro lados de la cruz del Nilo, tal vez se habría quedado sin una valiosa información. Conocer el terreno era esencial.

Le costó abandonar aquel vestigio de un pasado asombroso.

Lo último que hizo fue pensar en Imhotep, el constructor de pirámides.

¿Le enviaron ellos?

¿Hubo otras hijas de las tormentas a lo largo de los siglos pasados?

Joa acarició la piedra en la que estaba sentada y luego se levantó.

– Volveré -les dijo.

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