Nunca había visitado un manicomio. Jamás se había tenido que imaginar uno. Todo lo que sabía de ellos en general, preferentemente por películas americanas, era siniestro.
El Al Sawwan Urdun, de haber sido sólo siniestro, hubiera sido un hotel de lujo.
Primero creyó que se trataba de un edificio en estado de derribo. Cuando Resh le dijo que era su destino y detuvieron el coche en la entrada, lo observó con más detenimiento. Necesitaba reparaciones urgentes en todos los sentidos, desde la albañilería hasta la pintura. Pero el estado externo todavía era soportable. El interno no. Más que un centro de atención médica parecía un cementerio de residuos. Un sentimiento de absoluta depresión se apoderó de ella. Por primera vez en muchos días, su mente se disparó hasta un grado máximo, igual que si fuera una antena capaz de captar todo el dolor que anidaba entre aquellas paredes. Incluso el que había anidado en el pasado y seguía pegado a ellas. Sintió gritos de dolor, el vacío de la locura, la impotencia de todos los que de una forma u otra fueron conscientes de su estado. Si alguien era capaz de salir cuerdo de allí merecía un monumento.
Preguntaron por el director del centro, porque Resh recordaba a un hombre. Un enfermero les dijo que subieran a la primera planta y que allí volvieran a preguntar. Lo hicieron tres veces antes de ser conducidos a una salita de espera donde aguardaron unos diez minutos a que otro enfermero los atendiera. Allí daba la impresión de que no había mujeres. Su compañero le dijo que era porque estaban en la zona de los hombres. El enfermero quiso saber para qué querían hablar con el director, y miró a Joa con absoluta desconfianza mientras se dirigía a Resh. Este le dijo que ella era una importante persona y que a su director le interesaría mucho conocerla. Cuando era necesario, el guardián jordano sacaba no sólo sus dotes de persuasión, sino también las agallas. El enfermero decidió no arriesgarse y se rindió a la evidencia.
Dos minutos después entraban en un despacho que, aun siendo fúnebre, al menos disponía de comodidades, dos butaquitas, una mesa y una ventana que daba a un jardín mínimamente presentable aunque sin árboles.
El director del Al Sawwan Urdun tendría entre cincuenta y cinco y sesenta años, piel curtida y rostro hermético. Tratar con enfermos mentales no debía de ser la mejor de las vidas. Curarlos sí. Pero aquello daba más la sensación de cárcel, de confinamiento de por vida, que de una vía para que las personas pudieran regresar al mundo de los cuerdos, suponiendo que el mundo de los cuerdos fuera el exterior.
No hablaba inglés, ni francés. Sólo árabe. La conversación iba a desarrollarse a tres bandas, con los riesgos que de ello pudieran derivarse. Las primeras palabras las cruzaron los dos hombres, más bien sesgadas, mientras el responsable del lugar miraba con atención a Joa.
– Dice que me recuerda.
– Entonces ya sabe a lo que venimos. Dígale que buscamos a Amina Anwar y que pagaré muy bien cualquier información.
– ¿Digo eso?
– Sí.
Resh se lo trasladó al director.
La mirada en dirección a Joa se hizo más intensa.
Ella se la sostuvo.
La siguiente frase del hombre fue más bien corta, seca. No se mostraba ofendido pero sí prudente.
– Dice que ella desapareció.
Joa no estaba dispuesta a discutir. Había cambiado la suficiente cantidad de dinero para resolver pequeños conflictos, pero no para sobornos de alto nivel. Sin embargo, no quería perder el tiempo. Lo que perseguía era mucho más importante que unas monedas de más o de menos. Extrajo su talonario y estampó en él una cantidad. Dejó en blanco el receptáculo para el nombre del beneficiario y lo firmó. Luego se lo puso a su anfitrión en la mesa, de cara a él.
El director del manicomio no lo tocó.
Pero vio la cifra.
Sus ojos titilaron.
Se dirigió de nuevo a Resh.
– Dice que por qué tan importante Amina para usted.
– Dígale que es posible que sea mi hermana. Y dígale que este cheque es tan bueno como dinero contante y sonante. Puede cobrarlo en cualquier banco, a su nombre o al de esta institución.
Le trasladó en árabe las palabras de Joa y se hizo el silencio.
Cinco segundos.
Podía echarlos de allí a patadas o…
El hombre alargó la mano, se guardó el cheque en el bolsillo y, sin cambiar su expresión adusta, descolgó el teléfono que tenía a su derecha. Pronunció unas palabras.
– Llama a enfermera jefe, sección mujeres -la informó Resh.
Esperaron. En silencio. Unos minutos ciertamente incómodos.
La mente de Joa seguía captando dolor. Llevaba días sin tratar de penetrar en las cabezas de los demás, para no acabar haciéndolo por inercia y volverse loca escuchando conversaciones o pensamientos ajenos. Pero allí todo fluía de forma libre, con una intensidad brutal.
Cuanto antes se marcharan, mejor.
La enfermera jefe era una mujer cercana a los cuarenta, aunque su rostro tenía cicatrices por causas peores que la edad. El respeto y la sumisión con la que se dirigió a su superior fueron absolutos, las manos unidas delante, la cabeza inclinada, sin mirarle directamente a los ojos. Escuchó lo que le decía en silencio y luego miró a los visitantes, sobre todo a Joa.
– Le ha pedido que nos cuente lo que sepa de Amina -dijo Resh.
La mujer habló un largo minuto. Parecía generosa en sus explicaciones. Joa vio un atisbo de esperanza cuando su compañero asintió un par de veces y sonrió. La traducción ya no se hizo esperar.
– Amina era retraída y misteriosa. No hablaba. Rasgos de occidental, blanca. Eso aquí era como maldición. Siempre miraba todo con ojos fijos. En ocasiones daba miedo.
– ¿Miedo?
– Miedo, sí. Las demás internas guardaban distancia. No querían acercarse a ella. Sucedían cosas extrañas.
– ¿Qué clase de…?
Resh levantó la mano deteniendo su nerviosismo.
– Amina leía pensamiento de otras. Muchas dicen que ella movía cosas. La llaman diablo. Sólo un amigo aquí, un muchacho, poco mayor que ella. Siempre juntos en patio común.
– ¿Cómo se llama ese chico?
Resh se lo preguntó a la enfermera.
– Hussein Maravi. Esquizofrénico.
– ¿Podría hablar con él?
La respuesta a su pregunta la hizo alzar las cejas.
– Ellos escaparon juntos.
Amina no tenía adonde ir. De pronto surgía lo impensable: un elemento nuevo. Quizá el amor.
– ¿Qué sabe de ese joven?
Ahora las respuestas de la enfermera y las traducciones eran rápidas.
– Vivía en Aqaba.
– ¿Familia?
– No.
– ¿Algún nombre, una pista…?
La enfermera asintió al escuchar la pregunta de Resh. Hablaba un árabe con cierta musicalidad.
– Dice que Hussein contaba siempre historias de Petra. Prometió llevar a Amina. En Petra Hussein tiene amigo, guía de turistas. Amigo sube en burro a turistas hasta Monasterio.
– ¿No sabe nada más?
La pregunta y la respuesta fueron rápidas.
– No. Dice que lo siente mucho.
– Pregúntale si investigaron su fuga.
La respuesta no se la dio ella, sino el director del centro, recuperando el control de la situación.
– Dice que ellos no policías, sólo médicos. Dieron parte de la huida y eso fue todo.
– ¿Y la policía? ¿Les informaron de algo después?
El silencio fue mucho más significativo que mil palabras.
Joa comprendió que ya no quedaba nada más por hacer allí.
La despedida fue rápida. Ellos querían irse y el director quería acabar ya con el interrogatorio. Ni siquiera les deseó suerte en la búsqueda de Amina. Su corazón tal vez fuera tan pétreo como su semblante. Les estrechó la mano y nada más. La enfermera fue un poco más cariñosa. Sonrió a Joa con recato. Fue ella la que los acompañó hasta la puerta del hospital, con el coche a la vista. Al dar el último paso Joa dejó el dolor atrás.
Aunque no las voces.
Imaginar a Amina allí le hizo daño.
De pronto recordó algo.
– Resh, pregúntale si alguna vez vio en poder de Amina un cristal como éste.
De hecho no hubiera hecho falta que el guardián formulara la pregunta. Los ojos de la mujer se dilataron al verlo. Al reconocerlo.
– Dice que sí. Amina tenía uno igual, también colgado del cuello. Imposible quitárselo.
– Bien -suspiró Joa.
Dos cristales.
Algo le decía que eso era bueno.
Si Indira Pradesh tenía el de su madre…
¿Qué?
La enfermera pronunció unas últimas palabras. Joa esperó la traducción.
– Dice que Amina no loca. Muy sola, sí, pero no loca. Ella es muy inteligente. Mucho. Coeficiente intelectual increíble. Habla idiomas y sólo tiene pocos años. No estudia, pero sabe. Niña especial. Niña única. Mucho carácter. Indestructible. Nadie puede con ella.
– Gracias.
De nuevo se sonrieron. Esta vez Joa sacó dinero en efectivo de su bolso. Se lo puso a la mujer en la mano. Ella quiso devolvérselo. Negó con la cabeza y su rostro expresó dolor. Joa fue terminante.
– Dígale que es para que compre algo a sus pacientes, que celebren una fiesta en honor de Amina. Fue suficiente.
La dejaron en la puerta del manicomio y alcanzaron el coche. Joa se sentó al volante, lo puso en marcha y le dieron la espalda al lugar. No era una huida pero lo parecía.
No habían rodado ni cien metros cuando hizo la pregunta.
– ¿A qué distancia está Petra de aquí?
– Lejos. Muchas horas.
– ¿Podemos ir ahora?
– No. De noche antes de llegar y carretera mala para conducir en oscuridad. Mañana temprano.
– De acuerdo.
Petra estaba en el centro sur de Jordania. Aqaba en el sur. Era su salida al mar Rojo a través del golfo de Aqaba. Las pistas para dar con Amina pasaban por un conductor de burros en Petra y poco más.
Aun así se sentía mejor.
– Yo acompaño, ¿sí? -dijo Resh Abderrahim.
– No creo que sea necesario, gracias.
– Sí necesario -asintió vehemente-. Una mujer sola… y joven. Yo mentalidad abierta, otros no. Déjeme hacer, por favor. Yo debía cuidar de hija de las tormentas y fallé. Perdí.
– No la perdió. Las hijas de las tormentas desaparecieron. Todas. Amina, Indira o yo sólo éramos tres niñas y… -ni siquiera supo cómo definirlo-. No creo que a Amina se la pueda controlar mucho.
Rodaron otro tramo en silencio por las calles de Ammán, acercándose al centro.
– Dejamos bolsa en hotel y yo enseño ciudad, ¿sí? -le propuso Resh.