El país Dogon tenía su propia magia. La falla de Bandiagara, en las montañas Hambori, al este de Mopti, se extendía a través de unos ciento cuarenta kilómetros de tierra que difícilmente podían recorrerse en coche. Los turistas se veían obligados a hacer trekking. Uno de los más habituales y hermosos, según las guías, comenzaba en Sangha, desde donde se descendía por Banani y se recorría poco a poco Ireli, Yaye, Amani, Tireli, Nombori, Ende, Teli Kani y Kombolé, pueble-ritos y aldeas protegidos del mundo exterior. En Kombolé se escalaba una falla en cuyo remate se encontraba Djiguibombo, localidad en la que los todoterrenos recogían a los senderistas, y el círculo se cerraba donde se había iniciado, en Bandiagara.
La principal dificultad residía en las elevadas temperaturas, de hasta cincuenta grados, que obligaban a madrugar mucho, suspender las actividades en las horas de más calor, y reemprenderlas al atardecer. De todas formas los turistas tenían muy poco contacto con la cultura Dogon. Sangha era la capital real del país. Para alojarse en un pueblo Dogon era necesario contar con el consentimiento de los cabecillas locales. Ellos designaban en qué lugar exacto era factible emplazar las tiendas de campaña. Curiosamente, esos «lugares exactos» eran los tejados de las casas, para beneficiarse de la brisa nocturna. Muchos sitios estaban prohibidos y otros eran tabú, por habitar espíritus malignos o por ser espacios para la celebración de ceremonias rituales.
El conjunto estaba aislado, hecho de construcciones singulares, pueblos levantados únicamente con barro, graneros con tejado cónico de paja y cuevas suspendidas en mitad de las paredes de roca en las que antiguamente vivieron los pigmeos y que ahora eran utilizadas como sepulturas. El muerto se ataba a un féretro de madera y los hombres lo transportaban en hombros hasta la base de la pared. Allí lo subían con ayuda de cuerdas fabricadas con la corteza del baobab, el árbol sagrado que no puede talarse pero sí utilizarse. La configuración de los pueblos obedecía también a un sistema relacionado con el cielo y las estrellas, porque las casas se distribuían formando figuras que sólo podían ser vistas desde el aire o la cima de un escarpado.
Llegaba la hora de la verdad.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó David.
La mente de Joa hizo una pregunta silenciosa: «¿Amina?».
No recibió ninguna respuesta.
Pasaron el resto del día en Bandiagara, recorriendo sus calles, visitando el mercado. Preguntaron dos docenas de veces lo mismo, en francés y en inglés:
– ¿Han visto a una chica parecida a mí, acompañada por un muchacho árabe?
Los comerciantes les dijeron que no. La policía local les dijo que no. En bares y hoteles les dijeron que no. Al anochecer, más que desanimados, estaban cansados.
– Todavía no están aquí -apuntó David inseguro.
– ¿Y si no han pasado por Bandiagara?
– ¿Qué te hace creer que han llegado? ¿Y si no lo logran? ¿Y si están detenidos en una frontera, o se han quedado por el camino, víctimas de algún percance?
– Amina no va a rendirse. Ya es casi como si la conociera.
– ¿Qué haremos entonces?
– Caminar -se rindió a la evidencia Joa.
– ¿Vas a ir pueblo por pueblo, preguntando si la han visto?
– Sí.
– Escucha. No es fácil moverse por estas tierras -David demostró haberse leído las guías turísticas de camino en coche a Bandiagara por la mañana-. Se necesitan equipos, tiendas de campaña, alguna persona que te acompañe. Ellos llamarán la atención y lo sabes: una adolescente blanca y un jordano. Tú dices que ya es como si conocieras a Amina. De acuerdo, me fío. ¿Pero qué es lo que conoces? Estás influenciada. La ves como a una hermana pequeña que te necesita. Y tú a ella. Yo en cambio la veo como una bomba en potencia. A ti te da miedo explorar tus poderes, los retienes, los bloqueas y sólo aparecen si te ves en peligro. Pero ella los manifiesta libremente por lo que me has contado, tal vez llena de resentimiento.
– Si es así, seguirá dejando un rastro tras de sí.
– Joa, no quiero que parezca que estoy siempre en contra o que te frene.
– Ya lo sé.
– Intento ver las cosas de manera racional.
– ¿Y qué quieres hacer? Estamos aquí, ¿no? Amina decidió venir al país Dogon a buscar sus propias respuestas. Y el país Dogon es esto -abarcó el mundo más allá de donde se encontraban-. Si hemos de caminar una semana por él, lo haremos. Además -le acarició la mejilla con ternura-, estamos juntos, y eso también cuenta. Todo me parece más fácil contigo a mi lado.
– Vamos a buscar un lugar donde dormir -se rindió David.
Lo encontraron en el centro. El Kambary-Cheval Blanc. El único hotel existente. Pequeñas cabañas redondas, como huevos de tierra y piedra, repartidas entre árboles y sequedad.
Dejaron el todoterreno no lejos de la entrada y luego sus cosas en la habitación que les asignaron. Por la mañana comprarían una tienda de campaña y lo necesario para vivir unos días a la intemperie. Mientras se preparaban para ir a cenar sonó el móvil de David. Joa llevaba el suyo cerrado. Nadie iba a llamarla. Sólo su amiga Esther, y sabiendo que estaba en cualquier parte del mundo no se arriesgaba a gastarse una fortuna en una conferencia.
No le quedaban raíces.
Prestó atención al darse cuenta de que su compañero hablaba de la tercera chica. Indira Pradesh.
La conversación duró alrededor de cinco minutos. David asentía y poco más. No hizo preguntas. El informe se lo pasaban a él. Cuando cortó la comunicación su expresión no era la más animada del mundo.
– ¿Quién era? -preguntó ella.
– Juanjo, uno de los coordinadores internacionales que teníamos.
– ¿Y qué te ha dicho de Indira? No pareces muy contento.
– No hay rastro de ella -fue directo-. El guardián que cuidó de su madre apenas si la controló. Era una niña muy introvertida, inteligente, como tú y como Amina, extremadamente bella. Ahora ya es una mujer. Creció en un hogar paria, la última clase social del país, y tras la desaparición de su madre entró en el círculo vicioso de cualquier niña india. Iban a casarla con un hombre mediante la clásica boda concertada y se escapó. Reapareció el año pasado pero volvió a irse más o menos cuando tú y yo estábamos en Yucatán. Se cree que está en las montañas, cerca de la frontera nepalí. Han corrido leyendas sobre lo que hace y ninguna es muy fidedigna. La India es demasiado grande, Joa. Resulta ideal para desaparecer, aunque seas una mujer sola. Con la inteligencia que tenéis las tres, la facilidad para los idiomas, la buena salud, esa memoria fotográfica… Todo es posible.
«Todo es posible». Esa frase solía decirla su autor favorito.
– Yo la encontraré -asintió ella. David no dijo nada.
Se ducharon y salieron a cenar. El hotelito disponía de cocina internacional, pero la base era la dieta local, mijo o arroz y pollo en salsa de cacahuete. Lo probaron y mantuvieron un discreto silencio envueltos por pequeños grupos de turistas. Uno era español. Hablaban a gritos, a veces criticando cosas o burlándose de algo. Por la ventana no se veía gran cosa: una calle abigarrada, con un par de luces de neón pretéritas y una multinacional de la alimentación global implantada ya allí. Algunos jóvenes caminaban descalzos o con chanclas llevando camisetas tan típicas como las de cualquier ciudad del mundo, regalo probable de algún turista.
El niño apareció en la ventana ya en el postre. Agitó la mano.
– Hola -lo saludó Joa con una sonrisa.
El niño no se fue. Le hizo una seña.
– ¿Quiere que salgamos? -vaciló David.
Le dijeron que no con la cabeza y se encontraron con su insistencia. A pesar del cristal, escucharon su voz con relativa claridad. Hablaba en francés.
– ¡Yo sé! -les dijo.
Joa frunció el ceño.
– ¡Buscas chica! -le gritó el aparecido aplicando sus labios al máximo a la ventana-. ¡Yo conozco! ¡Ven, sal!
Intercambiaron una rápida mirada. No hubo más. Joa fue la primera en levantarse. David lo hizo a continuación. Tuvo que firmar la nota de la cena para que la incorporaran a la cuenta de la habitación. Ella, impaciente, estuvo a punto de no esperarle. Fue la primera en salir al exterior. El niño los aguardaba en la esquina de la calle, agitando otra vez sus brazos.
Tendría unos doce o trece años, piel muy negra, alto, ojos vivos y cabello apenas intuido. Estaba muy delgado y vestía unas zapatillas deportivas viejas y gastadas, lo mismo que los pantalones vaqueros de talle bajo y una camiseta con un lema en inglés. Cuando llegaron hasta él les hizo una seña para que le siguieran.
– Espera, no corras tanto -lo detuvo David, aunque lo dijo en español.
– Venid, ¡venid! -les insistió el muchacho.
– ¿Cómo sabes que buscamos a una chica? -le correspondió Joa en francés.
– Te he visto preguntar en el mercado. Ella se parece a ti.
Debió de quedarse pálida. Iba a traducírselo a David pero no fue necesario.
– Lo he pillado. Dice que os parecéis.
– ¿Dónde está? -quiso saber.
– Cerca.
– ¿Aquí, en Bandiagara?
– Sí, muy cerca. Yo os llevo.
Hizo ademán de echar a andar. David detuvo a Joa.
– No me fío.
– ¡David!
– ¿No te parece sospechoso? Hemos llegado hoy y resulta que éste conoce a Amina y sabe dónde está. Y ni siquiera nos pide una propina.
– ¡No tenemos nada más!
– Es de noche. ¿Por qué no esperamos a mañana por la mañana?
El niño había cogido de la mano a Joa. Tiraba de ella.
– ¿Cómo sé que hablas de la misma persona? -consiguió detenerle.
– Una joven blanca -hizo un gesto de lo más evidente, como queriendo decir «¿cuántas jóvenes blancas puede haber aquí?»-. Ella guapa. Como tú.
Joa se arrodilló ante él. Llevó su mano al camafeo y lo sacó del interior de la blusa. Iba a preguntarle si la niña llevaba un cristal como aquél al cuello, o mejor aún, a preguntarle si había visto alguna vez uno igual.
Abrió el camafeo.
El resto fue muy rápido.
Primero, la mirada del niño, con los ojos muy abiertos.
Segundo, la voz de David, alucinada.
– Joa…, el cristal.
Bajó la cabeza y lo miró.
Ya no era rojo. Era blanco.
Puro, cegador.
Lo más inesperado llegó en tercer lugar.
Cuando el niño se lo arrancó de cuajo del cuello y echó a correr más rápido que la propia luz, alejándose primero en línea recta e internándose luego por un dédalo de callejuelas abierto al otro lado de la calle y haciendo imposible la persecución por parte del también sorprendido David.