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Sentía amargura. Pero también compromiso. Ahora la enviada era ella. Las nuevas hijas de las tormentas eran Amina, Indira y ella. La Tierra dependía de la extraña fuerza derivada de la unión de cinco cristales, de los que sólo tenían tres.

Y el tiempo apremiaba. Escuchó un grito.

No le prestó atención. Su propia alma era un grito. Escuchó un estruendo.

Tampoco le prestó atención. Su propia mente era un caos.

– ¡Joa!

Alguien la llamaba. Alguien con la voz de David.

– ¡Joa, vuelve, por Dios!

Intentó abrir los ojos pero no pudo. Como en los malos sueños. Su cuerpo estaba en la cruz pero su espíritu todavía no.

– No os he preguntado vuestro nombre… -suspiró. Seguirían siendo «ellos».

– ¡Joa, no hay tiempo!

El estruendo era mayor. Y ahora, además de los gritos y ese ruido, notó un zarandeo.

Otra vez David:

– ¡Joa!

¿Y Amina? ¿Dónde estaba su hermana?

– ¡No puedo moverte, es como si pesaras una tonelada!

– ¿David?

Ahora sí, abrió los ojos.

Su mente fue una con su cuerpo.

– ¡Joa! -exhaló él.

Le bastó un segundo para darse cuenta de la realidad, comprender el alcance del peligro. David la sujetaba por los brazos y su rostro reflejaba todo el miedo que sentía. Joa miró el techo de la cueva.

Las rocas caían a su alrededor. Enormes bloques que llovían desde las alturas, abriendo un enorme boquete sobre sus cabezas.

– ¿Qué ha… pasado?

– ¡La vibración! ¡La cueva no lo ha resistido! ¡Ha sido como una sacudida! ¡Hemos de salir de aquí! Salir de allí. ¿Cómo?

Se levantó. Volvía a ser ella. El círculo metálico seguía vibrando enloquecido, y todavía emitía luz, aunque se apagaba de forma muy rápida. Amina continuaba sentada, en trance.

– ¡Amina!

– ¡Tampoco puedo moverla a ella! -David lo intentó sin éxito-. ¡Si no nos vamos, moriremos los tres!

– ¡No podemos irnos sin Amina!

– ¡Joa, cuidado!

Una roca se estrelló a unos metros de ella. Todo el suelo de la cueva vibró de manera dramática, como si la piedra se hubiera hundido en su corazón.

Amina todavía no había regresado.

Joa se puso a su lado, le habló al oído.

– Amina, ahora, ahora, ¡ya! ¡No puedes quedarte flotando en la eternidad!

El desnivel del suelo empezó a cambiar, grado a grado. Quizá estuviesen encima de otra gran cueva, tal vez la plataforma metálica tuviese un sistema tecnológico que lo sustentara por debajo. Era imposible saberlo.

Y tampoco importaba ya demasiado.

David esperaba, con los ojos desorbitados.

– Amina… -le susurró Joa.

Un jadeo.

Una respiración profunda.

Una mirada.

– ¿Qué…?

– Hemos de irnos ya -le besó la frente.

La plataforma se inclinó casi diez grados. Dos de los cristales resbalaron por ella tras salirse de sus huecos. Iban a perderlos.

– ¡David!

Se echó encima del círculo. Con la mano izquierda atrapó el de Joa. Los dedos de la derecha rozaron el de los dogones, que se acercó peligrosamente al límite. También David resbaló hacia él, porque más allá se abría ya una sima.

Amina reaccionó entonces. Primero detuvo el cristal. Luego a David. Después hizo que el cristal llegara a la mano derecha de él.

– Vamonos -se puso en pie para coger el suyo.

Se apartaron del centro. Las rocas eran cada vez mayores y caían con mayor profusión. El resplandor del día iluminaba ahora todo aquel espacio. Por entre un griterío ensordecedor, de pronto, los murciélagos ocultos en la otra cámara empezaron a volar en todas direcciones. Se hizo una nueva oscuridad. Joa, Amina y David buscaban el amparo de los laterales, pero era como si la cueva, toda la inmensidad de la cruz del Nilo, hubiera dejado de tener una dimensión. El terremoto envolvía el interior y el exterior.

Y ellos estaban a muchos metros bajo tierra.

Perdidos.

– ¡Hacia allí! -David tiró de ellas.

Lo intentaron, pero ya no había un lugar seguro. Los miles de murciélagos tardaron mucho en desaparecer, llevándose sus chillidos y su vuelo enloquecido. A su espalda el lamento de la tierra herida se convirtió en un alarido prolongado cuando todo se hundió hacia el abismo. Vieron boquiabiertos cómo la plataforma, la puerta con la que habían llegado hasta Orion, se convertía en una masa incandescente, rojiza, que se colapso a sí misma. Antes de ser devorada por las profundidades ya no existía.

Joa sintió dolor. Porque era como si perdiera un poco más a sus padres.

– ¡Oh, no! -gritó David.

Joa y Amina siguieron la dirección de su mirada. Una pared entera se les venía encima, sin posibilidad de escape.

– ¡Joa, coge a David!

Amina rodeó al chico por un lado. Sin saber a ciencia cierta por qué, Joa hizo lo mismo por el otro. Quedaron los tres unidos estrechamente, como si quisieran morir así, juntos. Pero lo que brillaba en la mirada de la adolescente no era precisamente la sensación de una despedida.

La fijó en la que ahora era su hermana mayor.

– Podemos -le dijo.

Joa lo entendió.

No era un monstruo. Su padre acababa de decírselo. Tenía un don. Y un poder.

Siguieron mirándose, una a otra, extrayendo energía de ambas, formando un bloque único, una sola fuerza, una voluntad común.

Rabia y rebeldía ante la adversidad.

La pared llegó hasta ellas.

Y se rompió igual que si sobre los tres hubiera aparecido una invisible campana protectora.

David miró hacia arriba. Después a una y otra.

Las dos sonreían.

¡Sonreían!

Se le doblaron las rodillas pero el abrazo de las dos muchachas era también muy sólido. Y de pronto ya no sintió los pies en el suelo.

Flotaban.

Flotaban en dirección a la superficie de la tierra, sorteando todas las piedras en su ascenso.

Ninguno de los tres midió el tiempo, aunque se les hizo eterno, hasta darse cuenta de que al llegar arriba el sol les bañaba de lleno con su último calor de la tarde.

Cuando alcanzaron la firmeza del suelo del desierto y deshicieron su abrazo, agotadas ellas, temblando todavía él, miraron hacia atrás al unísono.

Un enorme boquete de medio kilómetro de diámetro cubría su horizonte inmediato. Todo lo que Joa había visto en su vuelo mental antes de escapar de los Defensores de los Dioses ya no existía.

Tampoco tuvieron mucho tiempo para reponerse.

El siseo de las aspas de un helicóptero reclamó su atención por encima de sus cabezas mientras por detrás un alud de sirenas de policía se dirigía a su encuentro.

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