53

Reiniciaron la marcha una vez que se hubieron quitado la arena que los impregnaba por dentro, golpeándose el cuerpo y vaciando sus zapatos. El sudor los empapaba y la tierra se les pegaba con saña.

El suelo, ligeramente ascendente, era liso pero estaba muy pegajoso, con zonas en las que sus pies se hundían dos y tres centímetros. Caminaron con cuidado, para evitar malgastar las pocas cerillas que les quedaban. Un fuerte olor se apoderó del ambiente hasta hacerlo casi irrespirable. Comprendieron su origen cuando llegaron a la zona tenuemente brillante. Se trataba de una cámara abovedada, con un agujero cenital que quizá comunicaba con el exterior, aunque éste se hallase muy por encima de sus cabezas. Miles de murciélagos colgaban de su techo.

– Tened calma -aconsejó David.

– Vamos a morir asfixiados -Joa se llevó las manos al rostro.

La blandura del suelo se debía a sus excrementos. Había formado diversas capas, endurecidas las últimas, aún blandas las superiores. Su tamaño era sin duda lo peor, porque no se trataba de una especie diminuta. Cada una de aquellas bestias debía de medir al menos treinta o cuarenta centímetros. Apretados, colgando boca abajo, no dejaban el menor resquicio en la piedra.

Se movieron despacio. Al otro lado de la cámara nada un corredor. Era de techo bajo. Allí no había luz, pero el olor fue menguando a medida que se internaron por él.

– ¿Cuántas cerillas quedan? -preguntó David.

No tuvo respuesta.

Amina se había quedado atrás y estaba arrodillada en el suelo, exhausta.

Joa retrocedió a su lado y también se arrodilló para abrazarla. La niña apoyó la cabeza en su regazo, abandonándose. Su respiración era fatigosa.

– Un… minuto -suspiró-. Sólo… un minuto.

– Tranquila -Joa le besó la frente.

– Es… por mi culpa…

– Sea lo que sea, hemos llegado hasta aquí. Y ya nadie va a detenernos. -Joa…

– ¿Sí, Amina?

– ¿Por qué no me lo has pedido?

Sabía a qué se referia.

– Esperaba que tú me lo dieras.

La chica se llevó la mano al pecho. Llevaba los tres cristales colgando juntos, bajo la camisa. Se quitó el cordón con el camafeo de Joa y se lo entregó con un deje de solemnidad y rendición. El cristal robado en Mali lo tenía atado con el suyo.

– Dale el de los dogones a David -le pidió Joa-. Que cada uno lleve un cristal, por si acaso.

La obedeció, sin replicar. Lo separó del suyo desatando algunos nudos y se lo tendió a su compañero, que se lo guardó en un bolsillo. Los tres cristales emitían un leve reflejo que seguía siendo blanco.

Amina acarició el que colgaba de su cuello y miró a Joa con afecto.

– ¿Estaremos juntas…? -le preguntó.

– Sí -sonrió ella.

– Deberíamos continuar -dijo David.

– ¿Estás bien? -preguntó Joa a Amina.

– Sí, sólo necesitaba parar un poco -la chica soltó una bocanada de aire.

Ninguno quería plantear la gran incógnita: ¿cómo regresarían?

El camino era únicamente de ida.

Sin retorno.

Amina se puso en pie. Comprobó la resistencia de sus piernas, llevó aire a sus pulmones y dio el nuevo primer paso. Joa siguió a su lado, por si acaso. Vio cómo la chica apretaba las mandíbulas en un claro gesto de determinación.

La siguiente cámara abovedada apareció llena de antorchas apiladas en el suelo. La madera de algunas estaba podrida, pero en otras se mantenía extrañamente firme, dependiendo de su naturaleza. Los trapos que las envolvían, pese a estar secos, servían para hacer fuego. A un lado vieron piedras, paja y yesca no menos podrida.

– Coged todas las antorchas que podáis cada una -sugirió David-. Dame las cerillas, Amina.

Prendió una, que sostuvo en alto, y cargaron bajo los brazos varias más. De la bóveda partía un nuevo corredor, con objetos diversos a ambos lados. No era una tumba, pero allí había vasijas, sillas, recipientes de todas las capacidades, una barca, adornos y estatuas de tamaño medio. Una escalera de piedra, en forma de caracol, insólita, les condujo de nuevo hacia el interior de la tierra, veinte o treinta metros más. Habían dado tantas vueltas que ya no sabían la distancia recorrida desde la entrada al recinto en Al-Eriat Khunash.

Entonces Joa percibió que se agudizaba la sensación experimentada cuando había salido de su cuerpo y flotado por encima de las casas…

Toda aquella energía…

– ¿La sientes? -le preguntó a Amina.

– Sí.

– Estamos cerca.

David abría la marcha, con la antorcha diseminando su brillo fantasmal a su alrededor. Se volvió para mirarlas.

– ¿Qué te sucede, Joa? -se alarmó él-. ¿Qué os sucede a las dos?

– David, está aquí -sonrió con dulzura infinita.

– ¿Ya…?

Fueron los últimos peldaños. Acabó la escalera y se encontraron en una nueva cámara con otra puerta al frente, en diagonal.

Bajo el crepitar de la antorcha, que se consumía muy rápido, supieron que, ciertamente, el camino llegaba a su término.

En cada una de las paredes vieron el formidable relieve de los cuatro dioses que acompañaban a la cruz del Nilo en la TT 47 y en Karnak: Amón, Ra, Atón y Nut.

Y en el suelo, con su poco ortodoxa forma de segmentos largos y cortos, la propia cruz.

Joa y Amina se detuvieron.

Sin atreverse a pisarla.

Atrapadas por su mágico influjo.

David en cambio llegó hasta la siguiente puerta.

– ¡Oh, Dios mío! -le oyeron gemir.

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