David se levantó al verla aparecer por la puerta que comunicaba las dos habitaciones.
– ¿Cómo está? -quiso saber.
– Mejor, más tranquila. Y alucinada.
– ¿Por qué?
– ¡Tiene cien canales en el televisor!
David esbozó una sonrisa. Luego la atrapó antes de que llegara al cuarto de baño y la hizo girar sobre sí misma para que quedara de cara a él.
– Hola -la envolvió en un suspiro.
– Hola -agradeció el contacto ella.
Se besaron una sola vez, de forma suave.
– Ha sido un día especialmente duro, ¿verdad?
– Sí -reconoció Joa-, aunque hayamos perdido la puerta…
– Fuera lo que fuera llevaba siglos sin funcionar. La luz, la vibración… Por lo menos conseguiste hablar con tus padres. ¿Cómo estaban?
Era una pregunta curiosa.
– Me han parecido felices. Mi padre me ha dicho que tenía las estrellas a su alcance, que disfrutaba de todos los conocimientos del universo. Un sueño.
– ¿No te has sentido mal?
– Ya no. Entiendo lo que pasó, y también que él, aquella noche en Chichén Itzá, echara a correr para meterse en la nave. Además me han prometido que volverán.
– Entonces hemos de salvar el mundo para que esté bien cuando lo hagan.
– No bromees -tembló Joa.
– No bromeo. Si alguien puede hacerlo sois Amina y tú.
– Es una buena chica.
– Peligrosa -quiso dejarlo claro-. Y también imprevisible, malcriada, irascible, un poco loca… pero sí, es una buena chica. Y benditos sean sus poderes.
– Espero que siga utilizándolos bien.
– ¿Por qué habría de cambiar?
Joa no respondió. No quiso hablarle de instintos ni presagios. Necesitaban unas horas de paz antes de arreglar el tema del pasaporte de Amina y salir de Egipto rumbo a la India. Y esas horas de paz empezaban por dormir toda una noche abrazados, sintiéndose el uno con el otro.
Indira, los cristales, Stonehenge… Todo eso era el futuro.
En el presente sólo estaban ellos.
– Abrázame -le pidió Joa. Y David lo hizo.