En el aeropuerto de Luxor los esperaba un todoterreno con dos de los arqueólogos españoles compañeros de Gonzalo Nieto. Sus caras lo decían todo. Estupor, consternación, abrazos, pésames… Uno se llamaba Bernardo Cifuentes y era un hombre de unos sesenta años. El otro, Juan Pedro Clapés, mucho más joven, no pasaría de los treinta y cinco. Cuando Carlos Nieto les presentó a Joa, el apellido no les pasó desapercibido.
– ¿Mir?
– Mi padre es Julián Mir, sí.
– ¡Válgame el cielo!
Bernardo Cifuentes soltó un par de anécdotas de forma rápida. Ella cinceló en su cara una sonrisa de rigor y poco más. Abandonaron la Terminal de inmediato, huyendo de las hordas turísticas, y el cuatro por cuatro enfiló hacia el sur, bordeando la antigua Tebas, para cruzar el Nilo. Al norte de Luxor se encontraba el más impresionante templo egipcio: Karnak. Joa todavía no había visto las pirámides, así que se juró no marcharse sin pisarlo.
El trayecto hasta el Valle de los Reyes fue breve, apenas treinta minutos. Al otro lado del río, surcado por las habituales falucas, primero se encontraron con los Colosos de Memnón, muy dañados, pero todavía impresionantes.
Desde allí ya se divisaba el conjunto monumental del Valle, con el Templo de la Reina Hatshepsut, el edificio central encajonado por la alta pared posterior y a sus pies las tumbas abiertas y las que seguían hallándose o siendo objeto de estudios, análisis y excavaciones. Nadie sabía cuántos tesoros podían ocultarse todavía allí mismo. Se trabajaba con paciencia, y con escaso dinero, no con premura o presupuestos millonarios.
Juan Pedro Clapés les entregó un sucinto mapa de la zona.
– El grupo español que investiga la TT 47 está en el oeste -les informó-. Entre las tumbas de Tutmosis III y las de Seti I y Ramsés X. Cuando encontremos algo que nos permita identificar a su dueño, le pondremos un nombre, claro.
Joa detuvo las preguntas que tanto le quemaban la garganta.
No era el momento.
El Valle de los Reyes mostraba dos tipos de universos, uno silencioso y apenas visible, y otro bullicioso y contaminante, tanto en lo visual como en lo acústico. El segundo lo formaban los turistas, que eran vomitados por autocares de manera incesante y sin descanso. Aunque entraban en las tumbas a las que se les permitía el acceso de manera ordenada y con prohibición de hacer fotografías, y menos con fiases, para no perjudicar las pinturas conservadas en las paredes, su presencia era demasiado ostensible en todos los aspectos. Si los faraones hubieran podido ver el futuro, tal vez no se hubiesen tomado tantas molestias en ser enterrados como hijos de los dioses. El otro universo, el primero, era el constituido por todos aquellos que trabajaban allí, arqueólogos o simples obreros egipcios, empleando en ocasiones días o semanas de su paciencia para desenterrar parcialmente un objeto sin dañarlo. Bernardo Cifuentes expresó en voz alta lo que Joa sentía.
– Son los que traen divisas al país, y desde luego vienen a Egipto por esto, las pirámides y el Nilo, así que… Se les necesita.
Cuando llegaron al pequeño campamento montado junto a las excavaciones ya se había formado el comité de bienvenida. Los esperaban. Los otros arqueólogos españoles repitieron los gestos de los dos primeros. Mariano Pino era el jefe de la expedición. Tras él se presentaron Juan Manuel Pérez y Gorka Arriaga. Quedaban dos miembros más, éstos egipcios. Joa trató de retener sus nombres, acento incluido:
– Bir El Saíf y Haruk Marawak.
El apretón de manos del primero fue blando.
El del segundo no. Ni su mirada.
Tan intensa que la atravesó de lado a lado.
Los primeros diez minutos con el grupo fueron una repetición de las escenas del aeropuerto. La consternación los embargaba a todos. Seguían allí, trabajando, porque era lo que hubiera querido Gonzalo Nieto. De nuevo el apellido Mir hizo que la pequeña comunidad hispana se volcara en elogios hacia su padre. Los dos egipcios ya no intervinieron en ello.
Pero Haruk Marawak seguía mirándola fijamente.
Era un hombre relativamente joven, de edad indefinida. Tenía la tez tostada y el cabello muy negro y brillante, mejillas redondas, ojos vivos. Todos lucían equipos de trabajo, botas, camisas, pantalones recios y sombreros o gorras para protegerse del sol. Él no. Llevaba la cabeza descubierta y un pañuelo al cuello. Sin llegar a ser un dandi, se diferenciaba del resto. Hablaba un perfecto inglés, mejor que el de su compañero.
Bir El Saíf lo que miraba era su cabello rojizo.
Nadie preguntó qué hacía ella allí. Pensó que la consideraban la pareja de Carlos.
– ¿Cuánto tiempo os quedaréis?
– Regresamos mañana -dijo el hijo del arqueólogo fallecido.
– Yo tal vez me quede un poco más -objetó Joa-. No sé cuándo tendré una nueva oportunidad de ver todo esto, incluido Karnak.
– ¿Nunca acompañaste a tu padre aquí? -preguntó Mariano Pino.
– Lo teníamos pendiente.
– Querrás ver primero sus cosas, ¿no? -se dirigió a Carlos Nieto-. No hemos tocado nada.
– ¿La policía no ha venido? -se extrañó Joa.
– Hasta ahora no. El crimen se cometió en El Cairo. Supongo que deben de interpretarlo como su primera prioridad.
– De todas formas seguro que nos interrogarán -convino Gorka Arriaga.
– Nos llamó un tal inspector Sharif. Nos pidió que estuviéramos localizables. Le dijimos que no íbamos a movernos de aquí -concluyó Juan Manuel Pérez.
Las tiendas eran grandes. Dos para el trabajo o la inspección de lo que pudiera aparecer bajo tierra y otras más pequeñas pero igualmente confortables para ellos. La de Gonzalo Nieto era la segunda. Mariano Pino llevaba ahora la iniciativa. Les hizo pasar y el resto se quedó en el exterior, para no convertir el espacio en una aglomeración. Carlos pareció vacilar un momento, sin saber qué hacer. La cama estaba hecha, un jergón con una mosquitera que colgaba del techo. Sobre una mesita vieron algunos mapas y anotaciones. Fue a lo primero que prestó atención Joa.
Le bastó una ojeada rápida para darse cuenta de que aquello era un plano de la entrada de la tumba TT47 y las posibles opciones que se podían seguir después en ella, puesto que la mayoría de las encontradas a lo largo de los años presentaba cortes parecidos, una entrada descendente, una antecámara, un posible pozo ritual o un anexo, y por último la cámara sepulcral. Las probabilidades de repetir un hallazgo como el de Tutankhamon, sin embargo, eran mínimas. Los saqueadores de tumbas les llevaban más de tres mil años de ventaja.
– ¿Ves algo? -le preguntó Carlos.
– No -le hizo patente su desilusión.
– Míralo todo, no hay prisa.
Lo hizo. Mientras él se dedicaba a lo personal, la ropa, sus objetos cotidianos, ella revisó el material de trabajo. Fueron suficientes otros quince minutos. Nada.
Su padre le había dejado dos pistas en Palenque, la modificación del dibujo de la lápida del Señor de Pakal y los seis grifos con las fechas de nacimiento de su madre y del día del regreso, y gracias a ellas, al final, dedujo el resto, la fecha de la aparición de la nave, el lugar, la relación con las hijas de las tormentas… Ahora en cambio no veía ninguna pista ni su intuición la avisaba de nada.
Si Gonzalo Nieto había descubierto algo, tal vez lo guardaba en su mente. Y si lo llevaba encima, se lo quitaron al asesinarle.
Camino cortado.
Sintió rabia.
Un hombre muerto para nada, y ella seguía dando palos de ciego.
– Tan cerca… -apretó las mandíbulas-. Tan cerca…
Cuando salió al exterior, Carlos ya llevaba allí un par de minutos. Lo rodeaban Mariano Pino, Bernardo Cifuen-tes y Juan Pedro Clapés. Hablaban de generalidades, siempre en torno al trágico suceso. Joa escuchó algo de que el difunto era un hombre cordial, afectuoso, abierto de talante, pero celoso de su trabajo, poco dado a exteriorizar impresiones y menos a conjeturar nada. Hechos y sólo hechos.
Si les hubiese confiado el motivo de su llamada a Camboya, ya se lo habrían revelado.
Nadie la esperaba allí.
– ¿Podemos ver la tumba? -preguntó.
– Apenas hay investigados siete metros de la primera galería, pero si queréis…
Joa comenzó a caminar hacia ella y los demás la siguieron.
La tumba, como casi todas, no mostraba más que un agujero en la piedra, sin siquiera pulir los bordes. Un primer rellano de cincuenta centímetros preludiaba la escalinata que se sumergía en las profundidades de la tierra. Contó diez escalones hasta la galería principal. Habían puesto luces, así que todo estaba a la vista. Paredes bellamente dibujadas con motivos varios, guerreros, una barca, dioses con sus respectivos signos… La marcha concluía de forma abrupta por un desprendimiento y un primer muro de protección o defensa de lo que pudiera haber al otro lado. Si existía una puerta, la tierra caída la tapaba de momento. Resultaba obvio que los trabajos se hallaban detenidos allí porque tres obreros, bajo la atenta mirada de Haruk Marawak, iban retirando las piedras con sus propias manos. Nada de picos o palas que pudieran destrozar algo irreparable.
Joa volvió a examinar las pinturas.
– ¿Algo especial? -preguntó en voz alta.
– Sólo un detalle.
– ¿Cuál?
– Este signo.
Se acercó a donde le indicaba Juan Pedro Clapés. Era una reunión de dioses, todos de perfil, como mandaban los cánones estéticos egipcios. Entre ellos encontró el signo al que se refería el arqueólogo.
Una extraña cruz. Desigual.
Formada por segmentos que medio enmarcaban las cuatro divinidades, las mismas del resto de la gran pintura.
– ¿Qué es? -se interesó Joa.
– No lo sabemos. Pero hay una cruz igual en una de las columnas del templo de Karnak. Es la única referencia. Nos ha sorprendido encontrarla aquí.
– Desde luego se sale de lo común -le hizo notar Bernardo Cifuentes-. Gonzalo también la encontró muy interesante.
Joa contuvo la respiración.
– ¿Dijo algo acerca de ella?
– No, sólo eso. Aquí cualquier novedad es fascinante.
– ¿No aparece en ningún libro…?
– Que sepamos, no.
– ¿Y la de Karnak?
– Gonzalo fue a echarle un vistazo. Desde luego es la misma. El no la conocía y al enterarse de su existencia quiso compararlas.
Gonzalo Nieto había ido a Karnak sólo para ver la primera cruz.
Joa sintió la presión en sus sienes.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace unas semanas.
Unas semanas.
Si tenía algo que ver, ¿por qué había tardado tanto en llamarla?
Quizá no fuera nada. Otra vez.
– ¿Quiénes son éstos? -señaló los cuatro dioses dispuesta a no rendirse.
– Arriba a la izquierda tenemos a Amón, a la derecha está Ra. Abajo a la izquierda podemos ver a Atón y a la derecha Nut.
– ¿Alguna vez los habíais visto juntos así?
– No.
– ¿De quién puede ser esta tumba?
– Eso tal vez tardemos en descifrarlo varios meses -dijo Mariano Pino.
– 0 años -le rectificó Juan Pedro Clapés.
Al fondo de la galería, Haruk Marawak estaba muy quieto. Sus obreros no hacían el menor ruido y él parecía más interesado en su conversación que en el trabajo.
– ¿Cuál es vuestra hipótesis sobre lo que representa el conjunto? -abarcó la pintura al completo.
Todos miraron al jefe del grupo.
– Parece indicar un viaje, un tránsito.
– ¿De qué o de quién, y hacia dónde? La miraron con curiosidad.
– Interpretar eso siempre queda del lado de la especulación, Georgina -le aclaró el mismo Mariano Pino.
– Ya, ¿pero hay alguna teoría mejor que otra?
– Dioses que van, o vienen. Que sean estos cuatro y no otros es significativo.
– ¿Por qué?
– Amón es el dios principal de la ciudad de Tebas, señorita -Haruk Marawak estaba allí, a su espalda. Le produjo un sobresalto porque no esperaba escuchar su cuidado inglés de Oxford-. En su origen se dice que fue un dios de los vientos, así que protegía a los navegantes. Su nombre significa El Oculto. Más tarde se fusionó con el dios Sol y adquirió el nombre de Amón-Ra. Atón -señaló con un dedo la figura inferior izquierda- significa Disco Solar. Con el tiempo se le consideró una manifestación de Ra. En su primera representación le veíamos como una persona con cabeza de halcón. Más tarde adquirió la forma que aquí vemos: un disco solar. Lo proclamaron divinidad suprema. El faraón Akenatón decidió que fuera el único al que se prestara culto y fundó la ciudad de Aketatón en su honor. Aketatón significa Horizonte. Cuando murió Akenatón, el culto a Amón fue restablecido -hizo una pausa y apuntó al dios superior derecho-. Ra es el dios solar de Egipto y uno de los nombres del Sol. Durante el día ilumina la tierra en forma de halcón. Cuando desaparece hacia el Oeste es Atón, el anciano encorvado esperando en el más allá por los muertos, que se calientan con sus rayos. Cuando vuelve a la vida por la mañana en el Este lo hace en forma de escarabajo, Jepri. Por último tenemos a Nut -su dedo se dirigió a la figura inferior derecha-. Uno de sus títulos era «la grande que da el nacimiento a los dioses». De acuerdo con un viejo mito, el dios Atón había sido el creador del mundo partiendo de sus fluidos internos. Así nacieron los primeros dioses, Rfenis, la humedad, y Shu, el aire. Ellos procrearon a Gueb, la tierra, y a Nut, el cielo. Nut es la creadora del universo físico y regula los movimientos de los astros. Es una bóveda celeste en forma de mujer inclinada sobre la Tierra, en la que se apoya de pies y manos. Nut se comía al Sol de noche y lo hacía renacer por la mañana.
– Una perfecta explicación, sí señor -aplaudió Mariano Pino.
– Haruk es toda una enciclopedia -le palmeó la espalda Juan Pedro Clapés.
Joa miraba fijamente al egipcio. Y él a ella.
Amón, Ra, Atón, Nut. Todos relacionados con el cielo, las estrellas.
Estaba ante la puerta. 0 la llave que abriría una puerta de comunicación. Y no tenía ni idea de qué iba nada de todo aquello.