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Los ojos de Joa expresaban una mezcla de alivio y rendición. Los de David eran dardos de ira dirigidos a Amina. Apretó los puños y las mandíbulas mientras ella se incorporaba, estirando las piernas, desentumeciendo los músculos. Agitó el cabello, largo y negro, produciendo un efecto hipnótico. Su imagen, mortecina porque la única luz que les alcanzaba era la de los pilotos traseros del coche, seguía despidiendo un alto voltaje de sensualidad. Una vez de pie, se cruzó de brazos, como si esperara una provocación para saltar, enfrentada a sus ojos.

– Te escondiste aquí sabiendo que tarde o temprano nos iríamos -dijo David habiéndole en inglés, lengua con la que se comunicaban entre sí desde el primer momento.

– Y así desaparecías sin dejar rastro -añadió Joa-, porque nadie te había visto en ninguna parte.

– Dadme agua -les negó cualquier respuesta que pudiera parecer obvia o superflua.

– Amina, ¿por qué? -quiso insistir Joa. -Dadme agua -repitió ella.

Joa lo hizo. Caminó hasta el lateral del coche, metió la mano por la puerta abierta y alcanzó una botella de agua. Cuando se la entregó, la muchacha no disimuló la sed que tenía. Se la llevó a los labios y la apuró con avidez.

Debía de llevar horas, desde su desaparición por la mañana, escondida allí, soportando la alta temperatura con riesgo de deshidratarse.

Ahora estaban los tres solos, en una carretera desierta por la que ya no circulaba nadie.

– ¿Nos vamos a quedar aquí discutiendo? -Amina se terminó la botella de agua-. Vamonos de una vez.

– No.

– ¿No?

– No, Amina -Joa también se cruzó de brazos-. No podemos irnos así, sin más.

– ¿Por qué no?

– Porque hemos de hablar, porque no se puede ir por la vida haciendo daño a la gente aunque a ti te lo hayan hecho.

– Hablas como una madre -lo expresó con desprecio.

Joa no supo qué responder sin herirla. No quería ser la madre que no había llegado a conocer. Amina ignoraba qué era eso.

– ¿Sabes por qué estoy viva todavía? ¿Y libre? -la muchacha mantuvo su tono preñado de amargura.

– Dímelo tú.

– Porque he sabido cuidarme sola, sin fiarme de nada ni de nadie.

– No se puede vivir con veneno en la sangre por muy dura que sea la vida.

– Mírate, hermana -dijo esta última palabra con una soterrada carga de ironía-. Tienes dinero, vives en un país desarrollado, te acompaña tu hombre… ¿Qué puedes explicarme tú de lo que es una vida dura?

– Joa… -quiso intervenir David.

Ella alzó una mano. Fue su única reacción. Seguía pendiente de Amina.

– Dime qué sentido tiene lo que has hecho.

– ¡Qué estás diciendo! -el gesto de la adolescente fue de fastidio-. Tú también viste esa pared, y esa marca. La misma que me dibujaste en la arena, tu cruz del Nilo. ¡Cuando supe que habías vuelto a la cueva imaginé que la inspeccionarías y darías con ella! ¡Tuve que actuar rápido! ¡Ya sabemos dónde está la puerta para comunicarnos con ellos! ¿A qué juegas? ¡Vamonos de una vez! ¿No querías que fuera contigo?

– Quería que vinieras conmigo para estar juntas.

– ¡Y qué más da un motivo que otro!

– No podemos irnos así.

Amina alzó las dos cejas.

– Ya nos hemos ido así.

– Hemos de devolver el cristal que has robado. Más que sorpresa, su rostro reveló horror.

– ¿No hablarás en serio?

– Tienes el tuyo, y yo tengo el mío. ¿Por qué robárselo a ellos?

– Piensa, piensa -se llevó el dedo índice de su mano derecha a la sien-. Esos cristales simbolizan algo, representan algo; son pura energía. Eran rojos y al llegar aquí cambiaron a blanco. ¿Por qué? Por el influjo del cristal de los dogones. ¿Me preguntas en serio la razón de que me haya llevado el suyo? -su vehemencia se abrió ahora igual que las aguas del mar Rojo al paso de Moisés-. ¿Crees que bastará con llamar a esa puerta o lo que sea y esperar a que ellos respondan? Nuestras madres llegaron con esos cristales, y no se los llevaron con ellas cuando desaparecieron. ¡Han de servir para algo!

– Los dogones…

– ¡Somos sus diosas! ¡Entenderán por qué nos lo llevamos!

– No es tan fácil.

– Joa -era la primera vez que utilizaba su nombre-, sé lógica. ¿Quién te dice que nosotras no formamos parte de ese algo? Las tres. No tú y yo: las tres, con Indira. Pero Indira no está aquí, ni su cristal tampoco. ¡Puede que lo necesitemos!

– ¿Y si no es así?

– ¡Regresas y se lo devuelves a los dogones, yo qué sé! ¡Vamonos de una maldita vez!, ¿queréis? ¡Es de noche y se nos van a comer los mosquitos!

Joa miró a David.

No participaba del diálogo porque comprendía que era una disputa entre ellas, pero por su cara se adivinaba que lo que más deseaba era dar dos bofetadas a aquella cría, o abandonarla allí, en mitad de la noche.

– Amina, déjame que te ayude -le tendió la mano.

La chica se la miró desde una enorme distancia.

– Si subo a este coche será para irnos de Mali.

Joa continuó con la mano extendida.

– No me obligues… -Amina movió la cabeza de lado a lado en una feroz sacudida.

David dio un paso al frente.

– ¡No! -lo detuvo Joa.

Las miradas de los tres se convirtieron en serpientes sinuosas. Iban de uno a otro esperando algo, con una creciente tensión. Lo único que flotaba en su centro geográfico era aquella mano que esperaba una inútil respuesta.

– Confía en mí -le suplicó Joa.

– No puedo confiar en nadie -fue la contundente respuesta-. Tú me has dicho quién soy y me has mostrado un camino. Ahora he de seguirlo. Me has dado una esperanza. De pronto entiendo que no pertenezco a este mundo. No entendía por qué lo aborrecía tanto hasta que supe la verdad. Lo odio, ¿entiendes? Lo odio.

– ¿Quieres… llegar a la puerta para irte… con ellos? -balbuceó Joa.

– Sí, si es posible.

– No pensabas decirnos nada, ¿verdad? -lo entendió todo de golpe-. Te habrías bajado del coche una vez lejos, sin que nos diéramos cuenta…

– Sí -lo confesó sin ambages.

– ¿Sin dinero? ¿Habrías vuelto a Egipto a pie?

Ahora no hubo respuesta.

Fue David el que puso el dedo en la llaga.

– Pensaba robarnos -dijo-. El dinero, tu pasaporte, tu cristal…

Amina esbozó una sonrisa carente de alma. -Se acabó -David dio un paso hacia ella. Ya no pudo dar otro.

De pronto cayó al suelo de rodillas llevándose las dos manos a la cabeza. Una expresión de dolor, como si allí dentro acabase de estallar una guerra, le nubló el rostro. Su gemido se prolongó hasta que Joa se arrodilló a su lado.

– ¡Amina, no! -fue una súplica más que una orden.

– ¿Qué vas a hacer, hermanita?

Lo intentó. Quiso sentir la rabia que la impulsaba a actuar sólo en momentos inevitables. Pero lo único que encontró en su interior fue tristeza y desesperación.

– Tú no has desarrollado tus poderes -Amina dio un paso hacia ellos-. Y por alguna extraña razón me necesitas, o lo que sea que sientas en tu corazón. Pero no puedes hacerme daño.

– Amina… -los ojos de Joa se llenaron de lágrimas.

La chica llegó hasta ella. David ya no se retorcía de dolor en el suelo, aunque seguía con las dos manos a ambos lados de las sienes. Joa, sin la rabia que siempre la hacía reaccionar, no era más que un cuerpo sometido a la poderosa energía de su compañera. Ni siquiera hizo nada cuando Amina le arrancó del cuello su cristal.

– No… lo hagas… -le suplicó.

No encontró en sus ojos ni un átomo de piedad. Sólo furia. El egoísmo propio de quienes nunca han dependido de nadie más que de sí mismos para sobrevivir. Amina no dijo ni una palabra más. Ni un «lo siento».

Caminó de espaldas hasta el coche, sin dejar de mirarla fijamente para someterla con la fuerza de su mente, y una vez en él, por lo menos, tuvo un detalle: sacó del asiento posterior la tienda de campaña y la mosquitera, y también sus bolsas con la ropa. Del bolso de Joa extrajo el dinero y el pasaporte. Luego también lo arrojó al exterior.

Cuando subió al volante, demostró que también sabía conducir.

Como cualquiera con una mente privilegiada y alma de luchadora, capaz de absorber la vida a su alrededor.

– Amina… -musitó Joa absolutamente agotada.

El coche se alejó por la carretera dejándolos a oscuras bajo la noche.

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