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No sabía lo que los dogones esperaban de ella, pero no pudo quedarse quieta ni un segundo más, aguardando lo que fuera a suceder. Bajó del túmulo y se acercó a la persona que había estado buscando por media Jordania.

– ¡Amina! -exhaló.

La chica le respondió en su idioma, por puro instinto.

– No entiendo el árabe -dijo Joa-. ¿Español? ¿Inglés? ¿Francés?

La enfermera del manicomio le dijo que era muy inteligente, coeficiente intelectual extraordinario, y que hablaba varios idiomas sin haber estudiado nunca…

– Inglés -aceptó-. Así ellos no nos entenderán. ¿Cómo sabes mi nombre?

– Porque te conozco. Llevo buscándote mucho tiempo.

– Yo a ti no te conozco de nada.

Su tono era adusto, su mirada desconfiada. Tenía los ojos duros y el corazón lleno de cicatrices. Su expresión era como un grito.

– Somos… como hermanas, Amina.

– Yo no tengo ninguna hermana.

La adolescente jordana llevaba su cristal colgado del cuello, dentro de una bolsita hecha con el mismo cordón de cuero que le servía de soporte. La blancura de la piedra era visible a través de los nudos que daban forma a la bolsa. Joa abrió su camafeo. Logró impactarla.

– ¿Por qué tienes tú esto? -quiso saber.

– Te lo he dicho. Somos como hermanas. Tu madre y la mía fueron enviadas a la Tierra junto a otras cincuenta mujeres para recoger información. Tres de esas mujeres tuvieron hijas, algo que quizá no estaba previsto, y el 15 de septiembre de 1999 desaparecieron. Las demás lo hicieron hace unos meses, cuando una nave regresó a por ellas. Todas llevaban un cristal como el nuestro. Eso es lo que nos identifica. Tu madre se llamaba Munha. Tú escapaste de Al Sawwan Urdun con un chico llamado Hussein Maravi hace unas semanas…

Hablaba demasiado. Se lo estaba soltando todo de golpe, allí, en medio de la insólita reunión frente al túmulo del cristal, en el corazón del pueblo Dogon.

Amina ni parpadeaba.

Era extraordinariamente hermosa. Sí, se parecían, pero la belleza de Amina rozaba la perfección. Tan alta como ella, esbelta, muy delgada, no parecía tener quince años. El cabello era negro con reflejos rojizos, esplendido, formaba un marco que envolvía su rostro exuberante, ojos profundos y de un estremecedor color gris, transparentes. Los labios eran carnosos, una mancha dulce, con el inferior suave y redondo. La nariz era el equilibrio sobre el cual armonizaba el conjunto, la frente ancha, los pómulos redondeados, la barbilla puntiaguda. Las manos tampoco semejaban las de una persona sometida a una vida dura. Dedos largos, uñas cortas, manos de princesa. Aparentaba más edad, diecisiete o dieciocho años. Sólo el desafío detrás del cual escudaba el miedo era el de una joven adolescente.

– ¿De qué estás hablando? -su rostro se contrajo en una mueca de incomprensión.

– ¿No sabías nada de tu origen?

– ¿Qué origen?

– ¿De dónde procedía tu madre?

– Si lo sabes todo de mí como dices, sabrás que yo era una cría cuando ella desapareció. Lo único que sé me lo dijo mi tía: que la encontraron después de una gran tormenta.

– Procedían del espacio, Amina.

– ¿Estás loca?

– Nunca estamos enfermas, aprendemos rápido, tenemos una memoria privilegiada. ¿No te dice nada todo eso? Y está el parecido. Ellas también se parecían entre sí. Toda tu vida te has estado haciendo preguntas, y yo te doy las respuestas. Has venido hasta estas tierras buscando algo, tu identidad, y saber más. Bien, yo puedo contártelo todo, porque yo también busco mis propias respuestas.

Hablaban en un rincón del santuario. Nadie las molestaba. David asistía en silencio al encuentro de las dos jóvenes. Los dogones permanecían quietos, mirándolas bajo el efecto de su impresión. Nadie las atosigaba.

Siguieron hablando.

– ¿Por qué viniste hasta Mali? -preguntó Joa.

– Lo único que tenía mi madre cuando desapareció era este cristal. De alguna forma pensé que aquí encontraría información sobre él. Sólo investigué por casualidad esta cultura…

– ¿Por qué ahora?

– En diciembre mi cristal cambió de color. Lo interpreté como una señal. Me dije que ya era hora de acabar con mi maldición. Por eso me escapé de Al Sawwan Urdun. Era un infierno.

– Estuve en él.

Los ojos de Amina se endurecieron todavía más.

– ¿Y tu amigo?

– ¿Hussein? -ahora la mirada se entristeció, una descarga de dolor-. Murió en el camino, en la frontera de Chad con Níger. Nos dispararon, una guerrilla o unos bandidos, no estoy segura. Él cayó antes de que yo pudiera detener el ataque.

– ¿Lo detuviste?

– Sí.

Comprendió el sentido de sus palabras.

– Yo también tengo poderes, pero son aterradores -manifestó con pesar.

– Sirven -fue su lacónica consideración.

– Amina -la tocó por primera vez, puso su mano en el brazo de la chica-. Quiero ayudarte.

– Nunca he necesitado ayuda.

– Entonces quiero que me ayudes tú a mí. No tengo todas las respuestas que quisiera pero juntas podemos encontrarlas.

– Dices que tres mujeres de las enviadas tuvieron hijas. ¿Dónde está la otra?

– En la India.

– ¿Y quieres dar con ella?

– Sí, aunque antes tenemos que ir a Egipto.

– ¿Qué hay allí?

– Una puerta, una forma de comunicarnos con ellos.

– ¿Sabes dónde está?

– Aún no, pero juntas seremos más fuertes.

– Más poderosas.

– No digas eso -le presionó el brazo-. El poder no es bueno.

– Ha sido lo que me ha mantenido a mí con vida, y libre -le recordó ella con contundencia.

– Hemos de hablar tanto…

Amina miró a David por primera vez, fijamente. A los ojos. Sabía que estaba allí, pero deliberadamente lo había ignorado.

– ¿Es tu marido?

– No, pero estamos juntos en esto.

No hubo ningún formulismo, no le tendió la mano, no se acercó para besarle en la mejilla. Nada. Ni era el momento ni era el lugar. Tampoco era la costumbre. Sólo sostuvo esa mirada durante tres largos segundos.

– ¿Tienes un nombre? -volvió a dirigirse a Joa.

– Yo soy Georgina, pero todos me llaman Joa. Él es David.

Amina miró el cristal. Luego a la mujer que acababa de contarle la historia más extraordinaria que jamás hubiera escuchado. Finalmente sus ojos se dirigieron al túmulo, en cuyo cénit los dogones guardaban el cristal de Nommo.

– Ellos también me dijeron que Nommo vino del espacio -suspiró.

– Y no les creíste.

– No. Es decir… no sé. Algo en mi interior…

– ¿Cuándo llegaste aquí?

– Hace una semana.

– ¿Y cómo diste con este lugar? -abarcó la cueva.

– Mi cristal se puso de color blanco al llegar a estas tierras. Lo interpreté como otra señal. Lo único que hice fue llevarlo a pecho descubierto, como una especie de identificación. No tardaron en venir a por mí.

– ¿Ibas a quedarte con ellos?

– No, pero tampoco sabía muy bien qué hacer. Sus respuestas no eran las que buscaba. Las tuyas, sí. ¿Cómo supiste que estaba en Mali?

– Fui a Jordania a por ti. Llegué al lugar en que te encerraron y una enfermera me contó que te habías escapado con Hussein y que él quería enseñarte Petra, que allí tenía a un amigo, un conductor de burros. El conductor me habló de Hamid, en Aqaba. En casa de Hamid encontré la información del país Dogon e interpreté que estabas aquí.

– ¿Has venido a pie?

– No -Joa sonrió-. Llegué en avión y alquilé un coche. Lo tengo arriba, en la carretera, debajo de tres baobabs.

– Lo llaman la puerta del tridente.

Dejaron de hablar un momento. A su alrededor todos las contemplaban expectantes bajo la crepitante luz de las antorchas.

– Nos miran como si fuéramos diosas -suspiró Joa.

– Somos diosas.

Su tono era orgulloso.

Una niña perdida, siempre solitaria, de vida conflictiva, con poderes utilizados como arma.

Joa quiso abrazarla, decirle que ya no estaría sola. Necesitaba quererla… y que la quisiera.

– ¿Vives con ellos?

– Sí.

– ¿Qué te han dicho?

– Esperan que yo les cuente cosas, que les hable de la profecía, de Nommo. Lo único que se me ocurría era decirles que todavía no era el momento. Pero son pacientes. Hubiera podido quedarme aquí el tiempo que quisiera, ser una especie de reina -se miró las manos.

Joa recordó que había curado con ellas.

– Vamos a esperar, ¿de acuerdo? -le propuso-. Veremos en qué acaba todo esto, qué nos dicen hoy o mañana. Luego encontraremos la forma de marcharnos de aquí.

– Este sitio es tabú -dijo Amina-. No lo han mostrado a nadie en generaciones. Y nuestros cristales se volvieron blancos al entrar bajo su influjo. Eso significará algo, es evidente.

Sus ojos volvían a ser duros. Firmes como rocas.

Joa sintió un retortijón en el estómago, pero contuvo el inevitable rictus de dolor.

Buscó la mano de David y cuando la encontró se la apretó con fuerza.

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