La ceremonia en el poblado, bajo las estrellas y al amor de las fogatas tenía visos de sueño hipnótico, detenido en la noche de los tiempos. Había comida, ofrenda de animales, danzas… Otros hombres de pueblos vecinos participaban de la fiesta. Todos fueron presentados a las dos diosas. Porque para ellos eran diosas.
Y David, su escudero.
El hombre de la máscara que parecía el principal jefe se llamaba Baba Kouyate. Bassekou Touré actuaba a veces como segundo. Las conversaciones eran plácidas. No anidaba en ellos ningún nerviosismo o miedo. Las diosas estaban allí. Punto. Que las esperasen desde hacía siglos no importaba nada. Su naturalidad contrastaba con el deseo de ellas dos por hablar, especialmente Joa. Los dogones se sentían felices y el resto no contaba.
Y mucho menos el tiempo.
Las danzas eran hermosas. Los rituales, espléndidos, primitivos. Las miradas de los presentes rezumaban expectación, amor, respeto, serenidad y un punto de festiva locura. Joa y Amina presidían las ceremonias desde dos pequeños montículos hechos con corteza de baobab, el árbol sagrado. La comida era sin duda lo más inquietante, sobre todo para David.
– Realmente eres una diosa -le susurró al oído.
– ¿Tienes miedo?
– Inquietud -reconoció él-. No tengo ni idea de cómo terminará esto.
– Tranquilo.
– ¿Cómo la ves? Se refería a Amina.
– Sigue a la defensiva. Es cuestión de tiempo -le susurró Joa.
– A mí a veces su mirada me hiela la sangre.
– Es muy guapa, ¿verdad?
– Increíble -asintió rendido a la evidencia.
En la medianoche la danza cesó y tomaron la palabra algunos de los hombres, los jefes de los distintos pueblos que estaban allí. No hablaron en francés, sino en su propia lengua. Joa no se atrevió a preguntar a Bassekou Touré. Amina estaba ausente. Lo miraba todo pero no veía nada. Unas enormes fuerzas interiores convertían en volcán su cuerpo aunque nada trascendiera más allá de su aparente calma.
Cuando terminaron los parlamentos y retornaron las danzas, volvió a hablar, superada la catarsis.
– ¿Puedo preguntarte cosas? -le dijo a Joa.
– No es que puedas, es que quiero contártelas.
– ¿Es cierto que vino una nave a buscar a esas mujeres y que por ello el cristal se puso de color verde?
– Sí.
– ¿Dónde estabas tú?
– Allí, en Chichón Itzá, en México. Lo vi con mis ojos.
– ¿Cómo sabías que la nave volvería en ese lugar y ese día?
Le contó todo desde el principio. La desaparición de su padre, las pistas del enigma maya, la forma en que apareció David en su vida, el papel de los jueces, la búsqueda de sus raíces que la llevó hasta las tierras de los huicholes, el interés de la NASA, hasta llegar a los días previstos en las profecías mayas para que la nave regresara. Después le habló de las últimas dos semanas, la llamada de Gonzalo Nieto desde Egipto, su asesinato a manos de los Defensores de los Dioses, la cruz del Nilo y la posibilidad de que en alguna parte de Egipto existiera esa puerta.
Amina la escuchó con atención. A veces Joa sentía como si ella rebuscara en su propia mente.
Como si leyera sus pensamientos.
Podía bloquearlos. Y lo hizo.
– ¿Cómo es esa cruz? -fue la única pregunta de Amina.
Se la dibujó en la arena, entre sus pies, utilizando una ramita seca.
Amina permaneció inmóvil.
– En cada esquina hay un dios egipcio -le amplió la información Joa.
– ¿Marca el lugar en el que está la puerta?
– He visto la cruz dos veces, ya te lo he dicho, y en ningún caso aparece sobre un mapa o guarda relación con un lugar concreto. Sin embargo por ella murió el arqueólogo amigo de mi padre. Esa secta defiende un secreto, los lugares que marcan el contacto en Egipto de sus antepasados con los extraterrestres.
La cruz seguía allí. Fue la propia Amina la que la borró, con el pie.
– ¿Qué te pasa? -quiso saber Joa.
– Nada.
– Pareces…
– No me pasa nada -fue contundente, y cambió de tono para agregar-: Tu único interés en todo esto reside en hablar con tus padres.
No era una pregunta, sino una aseveración.
– Sí.
– ¿No te interesa quiénes son, de dónde vienen, cómo es su vida, qué clase de seres somos nosotras…?
– Sí, también, pero es relativo -quiso justificárselo-. Tú no conociste a tus padres, y lo siento. De verdad lo siento, Amina. Yo en cambio recuerdo a mi madre, mucho, muchísimo. Perderla fue el más duro golpe de mi vida. Así que cuando mi padre también desapareció…
Amina miró a David.
– Yo nunca he amado a nadie.
– No digas eso.
– No he tenido tiempo, ni tampoco a quién. Y me da igual.
– ¿Y Hussein Maravi?
– No era nadie. Sólo fue un amigo.
– Tu vida va a cambiar desde ahora, te lo juro.
– ¿Porque has aparecido tú?
– Sí.
– ¿Dónde vives?
– En una ciudad que se llama Barcelona. ¿Sabes dónde está?
– ¿Quieres que después de que pase todo esto me vaya a tu ciudad a vivir contigo, como si tal cosa?
– ¡Sí!
– ¡No tienes ni idea de quién soy! ¡No sabes nada de mí!
– Sé lo suficiente: que estamos solas y nos necesitamos. Tú, Indira y yo.
– ¿Y si damos con esa puerta, hablas con tus padres y puedes reunirte con ellos en la nave, o en el lugar en que vivan?
Había preguntas que aún le dolían.
– No lo sé -fue sincera.
– ¿Quieres que te diga una cosa? -Amina sonrió fríamente-. Creía que mis facultades eran sobrenaturales, que era una elegida o algo así. A veces, si miraba al cielo, sentía una especie de llamada. Pero nunca creí que fuera parte de una civilización exterior, superior.
– ¿Cambia algo tu percepción ahora que conoces la verdad?
– Sí.
– ¿En qué sentido?
– Este no es mi mundo. Joa frunció el ceño.
– ¡Por supuesto que lo es! ¡Nacimos en él! ¡Somos más humanas que extraterrestres!
– ¿Cómo lo sabes, si dices que siempre has detenido el progreso de tus poderes?
– Amina…
La chica levantó una mano para impedir que siguiera hablando. La danza era cada vez más rápida y se hacía obsesiva. Recortadas sobre las hogueras, las siluetas de los danzantes cobraban formas casi demoníacas. La música combinaba la percusión con otros instrumentos de la cultura del país, como la kora, un arpa con más de veinte cuerdas, el n'goni, una diminuta guitarra, el balafón o los djembés, y su intensidad crecía obligándolas a hablar un poco más fuerte cada vez.
Amina atravesó un punto de inflexión tras el cual apareció, agazapada y escondida, otra clase de persona.
– Yo no soy buena -dijo de pronto.
– No digas eso.
– Quiero conocer a mis antepasados -su voz se hizo apenas audible-. Quiero saber por qué me dejaron sola, por qué me siento tan apartada de todo, por qué siento tanta rabia. Quiero que me lo digan. Pero después seguiré siendo quien soy, sin ti.
– ¡No podemos separarnos ahora! ¡Formamos parte de algo extraordinario!
Joa le cogió las dos manos con las suyas. Amina se quedó muy rígida.
– Encontraremos esa puerta en Egipto, te lo prometo -lo proclamó con vehemencia-. Sé que cambiarás de idea, que ahora todo esto te resulta increíble, demasiado para entenderlo de golpe.
– No, todo está muy claro ahora -asintió la niña jordana.
Y de nuevo reapareció en sus ojos la dureza, aplastando cualquier atisbo de rendición y debilidad.
No pudo recuperarla, ni continuar con su diálogo. La música y la danza cesaron de golpe. Los bailarines cayeron al suelo y volvió a servirse comida. Joa se sintió tensa por el silencio.
– Bassekou -se dirigió al dogon que había ido a por ellos al hotel.
– ¿Sí?
– Por favor, cuéntame otra vez qué dice la profecía exactamente.
El hombre no le preguntó la razón de que ella quisiera oírlo de sus labios de nuevo. Para cualquier cosa existía una justificación. Tal vez las hijas de las estrellas le pusieran a prueba.
– Dice la profecía que un día volverán los Nommo, hijos de las estrellas, será en la Décima Luna, y ése será el comienzo del nuevo futuro.
El comienzo de un nuevo futuro.
¿Qué clase de nuevo futuro podían darles ellas?
– ¿Qué creéis que va a suceder?
El dogon sostuvo su mirada. Lo consideró atentamente. Luego volvió a depositar sus ojos al frente.
– Estáis aquí. Sólo eso. Esperaremos a que nos lo digáis vosotras.
– ¿Cómo habéis mantenido en secreto la existencia del cristal? ¿No se lo enseñasteis ni siquiera a los misioneros que en 1931 establecieron contacto con vosotros?
– Sólo los Nommo podían recuperarlo. Sólo vosotras podíais verlo.
Tan simple…
– ¿Siempre fue blanco?
– Sí, siempre que yo lo he visto.
– ¿No ha cambiado de color nunca en todos estos años?
– No lo sé. Sólo una vez al año alzamos la tapa de la vasija que lo contiene. No lo tocamos. Es tabú. Seguimos un ceremonial y luego volvemos a cubrirlo. Ese ritual lo llevamos a cabo a mediados de enero, cuando Orion se encuentra en su cénit; esa noche, a dos horas del cambio de día, lo vemos en su plenitud.
Tal vez fuera un cristal distinto, más poderoso, más fuerte, o el primero que llegó a la Tierra. ¿El suyo y el de Amina se habían vuelto blancos porque de alguna forma recibían su influencia?
Más preguntas.
Más misterios.
Y Orion entraba en el juego.
Joa miró a Amina. La joven tenía la cabeza baja. Sus ojos estaban hundidos en el polvo, justo en el lugar en que unos segundos antes había estado impresa en la tierra la cruz del Nilo. Volvía a estar inmóvil por fuera.
Pero Joa captó ahora toda la intensidad volcánica que la dominaba por dentro, sacudiéndola con una furiosa descarga de energía.