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Se inclinó sobre ella y lo primero que hizo fue comprobar su pulso.

– ¡Ayúdame! -le pidió a David.

Retiraron los cascotes. No parecía haber heridas externas de consideración, aunque un corte en el lado derecho de la cabeza, del que había manado bastante sangre, era la causa más probable de su inconsciencia. Eso y la inanición, dependiendo del tiempo que llevara allí.

Joa tocó sus brazos, sus piernas, para asegurarse de que no tuviera nada roto. Cuando quedó libre del todo, él la tomó en brazos.

– ¡Salgamos de aquí cuanto antes! -gritó Joa.

– ¿Qué te sucede?

– Por favor…, ¡por favor!

Se dobló sobre sí misma. David no tuvo más remedio que cargar a Amina sobre uno de sus hombros, para poder sujetar a Joa y empujarla, más bien arrastrarla de vuelta al patio de las ocho puertas.

– ¡Joa, por Dios!

Cada paso fue titánico. Cada metro ganado, un esfuerzo agotador. Un largo camino por las sombras. Cuando vieron el leve resplandor del patio se sintieron a salvo. Y al llegar a él se dejaron caer al suelo igual que si en lugar de veinte metros hubieran caminado por un desierto abrasador durante días, kilómetro a kilómetro.

– ¿Estás bien? -David le acarició el rostro.

– Sí, sí -jadeó ella-. Ya… pasó.

– ¿Qué te sucedía ahí dentro? -se estremeció él.

Joa miró la puerta número dos, y luego las restantes.

– Te lo dije. Es como penetrar en tu propio infierno. Y no me preguntes por qué. ¿No sentías esa oscuridad…?

– Sí, pero es evidente que a ti te ha afectado más.

– ¿Y Amina?

Joa recuperó el pleno dominio de sus facultades. Hizo un esfuerzo y se arrodilló junto a la chica. Le apartó el pelo de la cara y contempló sus rasgos de adolescente dormida. Vestía zapatillas deportivas, pantalones vaqueros y una camisa. No parecía una niña jordana.

Joa sacó la botellita de agua de su bolso. David se arrancó uno de los bolsillos de su camisa y ella humedeció la tela. Se la pasó por los labios antes de limpiarle la sangre de la herida de la cabeza. Al sentir la humedad en su boca Amina se removió. Cuando la levantaron un poco para que pudiera beber un pequeño sorbo, tuvo una especie de descarga eléctrica.

Abrió los ojos.

Se encontró con el rostro sonriente de Joa.

– Estamos aquí -le acarició la mejilla, infundiéndole toda su ternura.

La chica miró a David. Sonrió, cerró los ojos y se abandonó un momento. Los siguientes sorbos de agua, cortos, pacientes, le devolvieron el primer atisbo de vida. Poco a poco su mente regresó de las sombras y se instaló en la realidad.

– Lo siento… -gimió.

– Tranquila.

– Perdona…

Lloraba. Jamás lo hubieran creído posible, pero lloraba. Se aferró a Joa con fuerza, presionando sus brazos, temblando. La dejaron vaciarse, expiar culpas y temores, sentimientos y miedos. Fue un largo proceso, hasta que Amina se serenó y acompasó su respiración, igual que si fuera a dormirse tras un shock.

– No podemos quedarnos aquí -le susurró Joa.

– No hay salida -la miró con dolor-. Es inútil.

– Sí la hay. Sólo hemos de encontrarla.

– He entrado en cuatro de esas puertas…

– ¿Cómo lo has resistido?

– Cuando comprendí lo que me hacían, bloqueé mi mente, no dejé que penetraran en mí.

– Yo no tuve tiempo -lo comprendió Joa.

– Pisé algo y se me cayó una pared encima. No pude percibirlo antes, fue muy rápido.

– Ya pasó.

– ¿Vamos a morir aquí, a pesar de nuestros poderes?

– No vamos a morir, te lo prometo.

– ¡No puedo mover nada, esas piedras son demasiado pesadas, mi fuerza no sirve en este…!

– ¡No vamos a morir! -la sujetó por los brazos.

– ¿Sabes qué puerta es la que nos lleva al siguiente lugar?

– La número cinco.

Amina miró en su dirección.

– ¿Puedes caminar? -le preguntó David.

– Sí, creo que sí.

– ¿Cuánto llevas aquí dentro?

– No lo sé, dos, tres días… -reflexionó ella-. He perdido la noción del tiempo.

– ¿Cómo lograste entrar burlando a los Defensores de los Dioses?

– Cuando llegué aquí y comprendí el papel que tenían como guardianes de este lugar, cuidando la cruz del Nilo, estudié sus movimientos. Al caer la noche busqué el acceso. Me descubrieron, pero ya fue tarde para que me detuvieran. No eran más que dos. Los lancé contra una pared y los demás ya no me siguieron.

– Loca -suspiró Joa-. Podías haber muerto.

La ayudó a incorporarse. Apenas si quedaban dos dedos de agua pero se los cedió a la herida para que se recuperara un poco más. David y ella tenían la boca seca y la desaparición de la última gota les atormentó.

Tenían que seguir.

– Vamos -Joa dio el primer paso en dirección a la puerta número cinco.

La linterna iluminó las escaleras ascendentes.

Fue la primera en cruzar aquel umbral.

No sintieron nada. Subieron unos quince peldaños y después caminaron por un pasadizo hasta llegar a otra escalera, ésta descendente. Contaron treinta peldaños. Caminaron por un segundo pasadizo que giraba a la izquierda y a su término desembocaron en otra gran cueva, aunque no tanto como la primera de las columnas. En ella vieron tres puertas, cada una con dos pilares parecidos a las columnas de Karnak a ambos lados. La última comunicaba con una especie de ejército de dioses.

Nueve.

Por detrás, un muro lleno de inscripciones.

– Más pruebas… -musitó David.

– «Y los dioses guardianes te preguntarán por su vida. Si no sabes, morirás. Si no conoces, morirás. Si no eres humilde, también morirás. Y la cruz del Nilo será tu tumba» -recordó Joa.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Amina.

– Espero que sea la pista para recorrer el camino

vivos.

– ¿Cómo abriste la primera puerta? -quiso saber David.

– Cuando llegué a El Cairo leí acerca de los dioses egipcios. Comprendí que, si este lugar tenía que ver con ellos y con nuestros antepasados, habría alguna relación. Pero no leí lo suficiente, está claro.

– ¿Saliste de Mali con el pasaporte de Joa?

– Sí.

– ¿No tuviste ningún problema? -alucinó él.

– Un par de veces tuve que mirar fijamente a alguien y alterar sus pensamientos -lo dijo sin ningún énfasis especial, con toda naturalidad.

Joa le hizo una señal a David para que no siguiera preguntando.

– Veamos lo que tenemos aquí -iluminó a los nueve dioses aunque de nuevo de las alturas surgía una leve claridad que los bañaba de forma espectral.

De izquierda a derecha identificó a los cuatro dioses que integraban la cruz del Nilo tal como aparecía en la TT 47 y en Karnak: Amón, Ra, Atón y Nut. En el centro estaba Sacmis, a continuación Nefertem, Set, Isis y Osiris. Joa pronunció sus nombres en voz alta para que David los identificara. Ya le había hablado de los cuatro primeros, pero no de los otros cinco dioses.

– Sacmis representa la energía destructora, es la diosa de la guerra -señaló la impresionante estatua de mujer con cabeza de leona-. Causaba terror en el más allá, pero también aquí entre los vivos. De hecho su nombre egipcio era Sejmet, que significa La Poderosa. Para impedir que aniquilara a los humanos, Ra la engañó. Le ofreció siete mil vasijas de cerveza con un tinte rojizo y ella creyó que se trataba de sangre. Se las bebió todas, se emborrachó y así fue como los humanos sobrevivieron -pasó a la siguiente-. Nefertem es el dios de la naturaleza, su misión consistía en garantizar la continuidad de la vida en el nuevo mundo. Nació de un loto, y por esa razón se le representa con uno en la cabeza. Como curiosidad a veces se le sustituía por Imhotep, el creador de las pirámides.

– Según tú, Imhotep pudo ser enviado por ellos… -dijo David.

– Sí -Joa miraba fijamente la estatua de Nefertem.

– ¿Y las siguientes figuras?

– Set, el trueno, simboliza la destrucción. Amenazaba el orden cósmico y fue el asesino de Osiris -contempló la estatua coronada con cabeza de perro de largas orejas, antes de pasar a la siguiente-. Isis es la madre de los dioses, la más popular de las diosas egipcias. Se casó con Osiris y engendró a Horus. Simboliza la seguridad, por eso se la representa con una mujer con un trono en la cabeza. Por último, Osiris es el dios de los muertos y el que otorga la vida eterna. Hijo de Gueb, la tierra, y de Nut, el cielo, creció junto a Isis, Set y Neftis en el vientre de su madre, donde Osiris e Isis ya se amaban. Osiris era el heredero de Gueb, pero su hermano Set quiso matarle. Construyó una caja, invitó a Osiris a un banquete, le engañó para que se metiera en ella y, una vez dentro, la taparon y la echaron al río. Isis fue en su busca y cuando encontró la caja convertida en tallo de una planta regresó con ella. Set lo supo y despedazó el cuerpo de Osiris en catorce pedazos que diseminó por el país. Pero de nuevo Isis, ayudada por Neftis, los encontró. Todos menos uno: el falo. Ayudada por Anubis, embalsamó a Osiris, que fue así la primera momia de Egipto, y se convirtió en pájaro para que él la fecundara. De esta fecundación nació Horus.

– Muy bien, conocemos la vida de los guardianes -reflexionó David-. Habrá que utilizarlo de alguna manera, ¿no?

– ¿Cómo? -preguntó Amina.

– Con humildad… Y Joa bajó la cabeza. Humildemente.

Al hacerlo, a los pies de Nefertem, vio el ojo de Horus. Era la única estatua con un signo a sus pies. Se agachó y tocó con la mano su contorno. No sucedió nada. La rodeó y llegó a la pared. El ojo reaparecía por detrás, en el muro que iba de lado a lado, en una hermosa placa cincelada con esmero e incrustada en un friso en el que se veían decenas de lotos presididos por una figura humana.

– La humildad te hace inclinar la cabeza -dijo Joa reflexionando en voz alta, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos-. Sólo así ves el suelo. El ojo de Horus que está ahí, al pie de la estatua de Nefertem, se reproduce en este friso. El loto es sagrado para los dioses solares, ya que se orienta al Este y rinde homenaje al Sol que nace. El loto se cierra de noche y vuelve a abrirse de día. Evoca la muerte y la resurrección de Osiris…

Puso la mano izquierda sobre el ojo de Horus y la derecha sobre la figura humana que emergía del loto central.

Los presionó.

El ruido del muro desplazándose hacia un lado los sobrecogió un instante.

– Alucinante -exhaló David.

– Vamos.

Joa pasó al otro lado. La siguieron. David se dio cuenta de lo mucho que resistía Amina, debilitada por los días que llevaba sin ingerir alimento alguno. Lo único que llevaba encima para mantenerse en pie eran aquellos sorbos de agua. De pronto ya no sentía animadversión hacia ella.

La cogió por un brazo.

La chica no dijo nada. Sólo tembló un instante. Joa alumbró la nueva estancia, un pasadizo que moría, una vez más, en una escalinata que descendía hasta el interior de la tierra.

– ¿Es que esto no se terminará nunca? -se sintió agotado David.

Caminaron hacia la escalera y, con precauciones, sin precipitarse, bajaron por sus estrechos peldaños labrados en la roca. Doce. Pasaron entre dos columnas y se encontraron en una sala cuadrada, sin ninguna salida.

– ¿Pero esto qué es? -volvió a protestar David.

– Hay unas inscripciones -Joa señaló la pared frontal y el techo.

– La última pista es «La voz de los dioses debe fluir

de ti».

Joa se mordió el labio inferior. -¿Qué pasa?

– Reza Abu Nayet sólo tradujo un fragmento que encontró… Hay un enorme vacío hasta «la voz de los dioses debe fluir de ti».

– Eso significa…

David no pudo terminar la frase.

Joa acababa de pisar una enorme baldosa, no muy distinta a las que formaban el suelo de la sala, pero en este caso se hundió levemente bajo su peso. Saltó rápidamente. Demasiado tarde.

Entre las dos columnas por las que acababan de pasar se deslizó una enorme losa de piedra, cerrándoles el paso.

Y del techo, por una docena de huecos, empezó a caer arena.

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