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Joa todavía estaba impresionada. Examinaron el resto de la cueva, dos veces, deteniéndose con mayor atención en todo lo que fuera susceptible de tener cualquier interpretación diferente a la que mostrasen las pinturas. No encontraron otro dibujo ni remotamente parecido a la cruz del Nilo. Tampoco de Orion. De Sirio, Po Tolo, Nommo y alguna que otra constelación más, sí. Volvieron a la pintura de Orion.

– ¿Cómo sabían los dogones el punto exacto del cual procedían?

Una pregunta imposible de ser respondida. No en el presente.

– ¿Te das cuenta de que hemos encontrado la puerta, o lo que sea?

– Joa no pudo más y se sentó en una piedra, al pie del dibujo. Las llamas de la antorcha arrancaban esquirlas doradas de su blanca palidez-. Si «ellos» están justamente aquí en un mapa espacial, y los egipcios elevaron pirámides imitando su disposición estelar, la cruz del Nilo marca el lugar exacto donde está enterrada esa puerta, que se corresponde con la posición de su mundo en las estrellas. Puede que en alguna parte de Egipto exista una pintura como ésta guardada por los Defensores de los Dioses o que las destruyeran todas ellos mismos con el paso de los siglos. Pero aquí, en Mali, no hay Defensores de los Dioses. ¡Estuvieron aquí, dejaron el cristal, les indicaron de dónde venían!

Hundió su rostro entre las manos para respirar mejor.

– Joa.

– Espera, espera… -no conseguía acompasar su respiración.

– Joa, la antorcha.

Levantó la cabeza. Estaba en las últimas. 0 salían o se quedarían a oscuras allí dentro, en un peligroso mundo lleno de rocas que tal vez las cerillas de David no consiguieran burlar.

No tuvo más remedio que incorporarse.

Ni siquiera tuvo que copiar el dibujo de Orion o la posición exacta de la cruz.

Regresaron a la entrada de la cueva. La antorcha dejó de dar luz justo cuando ya divisaban el hueco por el que se perfilaba la luz del día a lo lejos y no tuvieron demasiados problemas en llegar hasta él. Una bocanada de calor los saludó con su inclemente presencia. Una vez habituaron los ojos al resplandor solar iniciaron el descenso hacia el pueblo.

David parecía preocupado.

– ¿Qué te sucede? No pareces muy contento por haber encontrado aquí lo que yo no supe descubrir en Egipto. -Hay cosas que no me encajan.

– ¿Cuáles?

Su compañero se detuvo bajo la sombra de un baobab.

– Amina -dijo.

– ¿Qué pasa con ella?

– Lleva aquí varios días, ¿verdad?

– Me dijo que una semana.

– ¿Crees que no habrá inspeccionado esa cueva?

– ¿Y qué si lo ha hecho?

– Ella tuvo que ver esa pintura, y la cruz.

– No sabía… -Joa se detuvo.

– No sabía qué era, cierto -indicó él-, pero ayer tú sí le hablaste de ella durante la fiesta.

Se la había dibujado en la arena, y tras contemplarla, absorta, la propia Amina la había borrado con el pie.

¿Casualidad?

Quería creer que sí. Lo deseaba.

– Está confusa -fue lo único que se le ocurrió decir.

– No eres objetiva.

– Está confusa -insistió-. Todo esto le ha caído encima de golpe. Puede que no haya visto la cruz de la cueva, y si la ha visto puede que no la asocie con lo que anoche le dije yo, y si lo asocia puede que le dé miedo y que aún no confíe en mí. ¡Esa puerta o lo que sea podría conducirnos hasta ellos, David! ¿Quién no se siente aterrado ante eso? ¡Yo lo estoy! ¿Qué hay al otro lado? ¿Se trata de un viaje en el tiempo? ¿Se puede ir y volver?

– ¿Y si está realmente loca?

– ¡No!

– ¿Por qué?

– La misma enfermera del hospital reconoció su coeficiente intelectual altísimo, es muy inteligente. ¡Es una superviviente, David! ¡Cuando nos conozca mejor, confiará en nosotros! ¡Todo el mundo necesita creer en algo y en alguien! ¡Claro que no se pueden borrar quince años de infortunios y penalidades de un plumazo! ¡Hoy por hoy Amina sólo cree en sí misma y en sus poderes! ¡Si ha asociado las dos cruces debe de estar reflexionando sobre ello, y no es fácil!

– Nunca te había visto así.

– ¿Así, cómo?

– Más apasionada que pragmática.

– También soy apasionada contigo. Tú me has hecho ver la vida de otra forma y me has dado un sentido para vivirla. ¿Qué tiene de malo ser pasional?

Parecía a punto de llorar.

David la abrazó. Bajo el baobab sus cuerpos se fundieron en silencio, con la generosidad de la entrega mutua. David le acarició la cabeza. Joa sintió un ramalazo de frío en mitad de aquel horno.

– ¿Qué sientes cuando hablas con ella? -le preguntó él.

– Amor, ternura, inquietud…

– Necesitas quererla, por eso no ves nada negativo -desgranó despacio-. ¿Has percibido algo en su mente?

– No quiero entrar en su cabeza, David. No quiero, ni contigo, ni con nadie que me importe. Necesito ser normal, pero aún más sentirme normal, como cualquier chica, y descubrir las cosas despacio, para bien y para mal. Me niego a ser un monstruo.

– ¿Pero has captado algo al estar con Amina?

– Pienso que… tal vez pudiéramos comunicarnos telepáticamente si lo quisiéramos, pero que también ella lo sabe y bloquea ese canal único.

– Eres prodigiosa.

– ¿Yo? -se separó de él un poco, para mirarle a los

ojos.

– Tu intuición te hizo buscar a una de esas dos chicas cuando te quedaste sin salidas en Egipto, tu intuición te trajo hasta aquí, y has dado con lo que andabas buscando. Ya tienes tu conexión. A mí me parece prodigioso.

– ¿Tú crees?

– ¿Irás a por Indira?

– Sí, pero tengo dudas de si hacerlo ahora, con Amina. Quizá sea más complicado dar con ella.

– ¿Qué vas a decirle a Amina?

– La verdad: que he encontrado ese mapa.

– ¿Por qué no esperas? Decidimos qué hacemos, cuándo nos vamos, cómo nos la llevamos si es que quiere venir. Y luego ya tendrás tiempo de hablarle de la cruz del Nilo.

– Sigues desconfiando de ella.

– Sigo controlando mis emociones, nada más. Que esa chica me dé un poco de miedo no significa otra cosa que me tomo esto con cautela, sobre todo viendo que tú no lo haces. Has dado con una descendiente como tú de las hijas de las tormentas, vale, pero no es un juguete. Puede que tú la necesites, pero has de saber si ella te necesita a ti.

– Me necesita.

– Entonces te diré lo que ya me has dicho tú a mí un par de veces: dale tiempo.

– David…

La besó en los labios, con ternura, sólo eso.

– Anda, vamos -le dijo al separarse.

Reemprendieron la marcha. Llevaban fuera más de dos horas. Cuando llegaron al pueblo se repitieron las muestras de afecto de sus habitantes, las miradas respetuosas de las mujeres, las sonrisas de los niños, la amabilidad global. Nadie los detuvo hasta llegar a la casa en la que habían dormido. Joa entró y se dirigió a la estancia ocupada por Amina.

Ya no se encontraba allí. La nota escrita antes de ir a la cueva estaba en el suelo.

Regresó al exterior. No pudo decirle nada a David, sentado junto a la entrada, descansando, porque Bassekou Touré caminaba con su paso ceremonioso y elegante hacia ellos. Como siempre, primero les hizo una reverencia, una discreta inclinación de cabeza. Después los saludó. Desde la reunión de las «dos diosas» en la cueva ya no utilizaba ningún tratamiento formal. Era como si ya formaran parte de sus vidas y del paisaje. Una extraordinaria simbiosis. Y por lo tanto su forma de hablar era enteramente familiar. Natural.

– ¿Habéis dado un paseo?

– Sí.

– Todo el pueblo está muy feliz de que os encontréis aquí.

– Lo sabemos -dijo Joa-. Nosotros también sentimos lo mismo. Queremos daros las gracias.

– ¿Gracias, vosotras? -se sorprendió. Luego miró al cielo y agregó-: Las estrellas son generosas. Sabemos que la vida aquí es una prueba. Sólo esperamos merecer vuestro respeto.

– Todo está bien -musitó Joa impresionada-. Todo está bien, Bassekou.

No quería ser una impostora. Le dolía. Pero revelarles la verdad sería peor, muchísimo peor, porque todo su mundo se derrumbaría con ello.

Y a fin de cuentas Amina y ella eran hijas de esas estrellas.

Los cristales no mentían.

– ¿Has visto a mi… hermana? -cambió el sesgo de la conversación.

– No.

– ¿Sabes dónde puede estar?

– Iba a buscaros a la cueva. Así me lo dijo hace un rato.

– No nos hemos cruzado con ella.

– Tu mitad joven es inquieta -sonrió el hombre con la calma de un anciano prematuro-. Estos días ha ido mucho de aquí para allá.

– Bassekou, nosotros…

– Tenemos que ir a nuestro coche, necesitamos ropa -dijo David.

– No necesitáis ir a Bandiagara -hizo un gesto de suficiencia-. Pedid. Ahora quiero mostraros algo.

– Pero…

Joa le dio un codazo. Bassekou Touré ya caminaba guiándolos hacia alguna parte. No tuvieron más remedio que seguirle.

En cuanto encontraran a Amina discutirían qué hacer, cómo, y cuándo.

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