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Hubiera preferido ir a su hotel, descansar después de la comilona que acababa de meterse en el cuerpo, dormir un par de horas y disfrutar del servicio de Internet que le garantizaba el hecho de hallarse en un establecimiento de cinco estrellas, pero eso habría representado un precioso tiempo perdido en la ida, y otro aún más generoso casi con toda seguridad en la vuelta, a una clásica hora punta en cualquier megalópolis del mundo. Tenía una cita a las 5 p.m. aunque no tuviera ni idea de dónde. Era lo primero que se disponía a averiguar. Aunque seguía sin comprender el porqué del misterio, salvo que su anónimo convocante la probara y quisiera comprobar si valía la pena hablar con ella de lo que fuese.

Joa miró a derecha e izquierda, para orientarse o descubrir la presencia de algún cybercafé próximo. Entonces le vio.

Se apartó demasiado rápido, y disimuló demasiado ostensiblemente.

Era un hombre, árabe, treinta y tantos. Vestía una chilaba blanca hasta los pies y llevaba una generosa barba. Lo tenía a unos quince metros. Atrapado y desguarnecido, primero se puso de espaldas, luego se agachó para fingir atarse algo que no llevaba, y finalmente se levantó y echó a andar en dirección contraria, hasta la siguiente esquina. Joa esperó.

Cuando hubo soltado todo el aire retenido en sus pulmones, continuó su marcha, en sentido contrario al de su presunto espía.

¿Y si empezaba a volverse paranoica?

Encontró un cybercafé a cien pasos del restaurante y se coló dentro. Aire acondicionado al máximo. Pensó que lo mejor sería tener siempre a mano algo para echarse por encima de los hombros o acabaría con la garganta hecha polvo. El dependiente, un muchacho más o menos de su edad, dientes salidos, nariz grande, le regaló la mejor de las sonrisas y quiso tontear con ella el tiempo justo, haciéndole preguntas dispares sobre si era italiana, francesa o española, antes de que Joa se metiera en un cubículo angosto, con paredes de linóleo, y se sentara en un taburete dispuesta a navegar por la red.

Recuperó en su memoria el cartucho dibujado en el papel guardado en el bolsillo de su albornoz.

Entró en Google y tecleó tres palabras: «cartucho», «jeroglífico» y «Egipto». Pulsó entry esperó. El buscador le dijo que tres millones y medio de webs tenían alguno de esos ingredientes semánticos. Se orientó por las primeras y a los cinco minutos ya no tuvo que seguir navegando más para dar con lo que perseguía.

En una web encontró los nombres de cien personajes del Antiguo Egipto escritos en jeroglífico y metidos en sus correspondientes cartuchos. Los faraones tenían cinco nombres, siendo los principales el cuarto y el quinto. Los egiptólogos los llamaban «nombre» y «apellido». El quinto, el «nombre», era el dado al rey en el momento de su nacimiento y venía precedido por la expresión «Hijo de Ra». El cuarto, el «apellido», se le otorgaba en la coronación y era precedido por la fórmula «el que pertenece al junco y la abeja». El tercer nombre significaba «Horus de oro». El segundo recordaba a las dos individualidades que compartían el dominio del Nilo, «la diosa buitre», que reinaba en el sur, y «la diosa cobra», que reinaba en el norte. Se le conocía como «Netby». Por último, el primer nombre era Horus, ya que los faraones estaban considerados como la encarnación de la divinidad. El cuarto y quinto de los apelativos se identificaban fácilmente por hallarse dentro de sus correspondientes cartuchos.

El suyo era el primero de la lista, el más famoso, uno de los que definía a Tutankhamon. Por tanto, el mensaje recibido simplemente decía: Tutankhamon, a las cinco de la tarde. Y todo lo hallado en la más famosa tumba de la historia de la egiptología se encontraba en el Museo Egipcio de El Cairo.

Se mordió el labio inferior, comprobó la hora para calcular su margen y se alegró de tener el suficiente para continuar allí, investigando algo más.

Por si acaso, no sólo para encontrarlo sin problemas, sino para estudiar una vía de escape en caso de necesidad, copió los planos de las plantas del museo. El tesoro de Tutankhamon estaba en la primera, ocupando toda el ala derecha así como el fondo del mismo lado.

Retornó a Google y tecleó algunas palabras al azar: «daga», «secta», «Egipto», «dioses»…

Veinte minutos y trescientas páginas después, comenzó a desanimarse sin saber muy bien qué pistas seguir o en qué terreno moverse.

Lo probó por otros derroteros. Añadió «leyendas» e «historia» a las primeras y eliminó «sectas» y «daga».

Siete minutos después estuvo a punto de soltar un grito.

– ¡Sí! -apretó los puños conteniendo la voz.

El chico de los dientes grandes y la prominencia nasal no le quitaba ojo de encima. En cuanto levantaba la cabeza, ahí estaba arropándola con una sonrisa generosa. Esta vez le guiñó un ojo con descaro.

Joa pasó de él.

– Defensores de los Dioses -leyó.

Tan antiguos como la historia de Egipto, tan misteriosos como cualquier leyenda conservada a través de los tiempos, tan secretos que sólo en aquella página encontraba algunas pistas de su identidad.

Sus símbolos eran el ojo, el escarabajo y el gato.

Sacó de su bolso la libreta y el bolígrafo y se dispuso a tomar algunas notas. El resto lo memorizaría. Si era cierto que la seguían, no quería dejar pistas tan fáciles tras de sí como imprimir las páginas que le interesaban, y menos delante del joven encargado del establecimiento, atento a ella.

Descubrió así que los llamados «Defensores de los Dioses» habían surgido en los albores de la primera civilización egipcia con el único fin y objeto de preservar la memoria y la identidad de los habitantes de los cielos, que bajaron de las estrellas para insuflar la vida al mundo.

– Dios… -suspiró Joa.

«Todo está conectado», escuchó la voz de su padre.

Durante cientos de años, los Defensores de los Dioses se limitaron a cuidar el legado ancestral, los lugares sagrados para ellos, aquellos que habían tenido contacto con los visitantes de las estrellas, y también erigieron pequeñas obras en su honor.



Monumentos discretos, nada suntuosos, poco relevantes. Nada que ver con las pirámides. Para evitar la codicia humana, y aunque ellos, al parecer, eran muchos, optaron por la discreción, la humildad. Los dioses habían sido sabios. En su visita inicial, cuando dieron su aliento a la vida en el mundo, hablaron de la sencillez y la igualdad como dones generosos que debían prevalecer sobre cualquier otro. Desde aquel albor temporal, los Defensores de los Dioses habían cuidado de que nada ni nadie se inmiscuyera en el pasado. Y aún menos en el presente o el futuro de esa historia.

– Sois algo más que una secta, ¿verdad?

Había datos genéricos sobre sus costumbres, su secretismo, la manera en que pasaban de padres a hijos, de generación en generación, el respeto y cuidado de esa memoria.

La web decía que en la actualidad ya no existían miembros de esa secta, que sus últimas apariciones tuvieron lugar en la década de los años veinte del siglo pasado, el momento en que las excavaciones en Egipto sacaron a la luz no pocos de sus tesoros, como el del mismo Tutankhamon. Después…, el silencio.

Extinguidos.

0 quizá, simplemente, ocultos.

¿Para qué manifestarse si nada amenazaba su legado, aquello que cuidaban y preservaban?

Siguió leyendo hasta dar con el ritual que estaba buscando.

El de la muerte.

Los Defensores de los Dioses ajusticiaban a los profanadores con tres dagas distintas. Con una, la de la garganta, silenciaban la voz del sentenciado. Con otra, la de la cabeza, mataban sus pensamientos, le arrancaban la memoria para que no pudiera llevarse al más allá lo que sabía o había visto. Con la tercera daga, la del corazón, le arrebataban la vida.

Era también un gesto de advertencia para los demás.

El resto de la información aportaba algunas curiosidades más: como que el blanco, símbolo de pureza, era el color elegido para su vestimenta; que los hombres llevaban barba y las mujeres el cabello muy corto, y que todos los Defensores de los Dioses llevaban algún tatuaje que representaba su rango jerárquico: si llevaba tatuado en su cuerpo los tres signos, el del ojo, el del escarabajo y el del gato, era un líder, un ejecutor, heredero directo de los sacerdotes de la Antigüedad; con dos de los signos, se trataba de un soldado; si sólo llevaba uno, era un vigilante, un guardián, un militante de base. No había más jerarquías. Tampoco se aportaba en la web qué lugares santos podían quedar en Egipto o si alguno de los restos del pasado era herencia directa de los visitantes de las estrellas. Y mucho menos nada de una puerta, o una llave.

Gonzalo Nieto había estado cerca de algo.

Quizá algo más que cerca.

El taburete era incómodo. Joa se apoyó en la pared. Le dolían los ojos por la pobre luz del cubículo y la cabeza por la concentración y la tensión del momento. Sintió los ojos del dependiente fijos en ella y tuvo deseos de levantarse y darle dos bofetadas. Optó por alzar la cabeza y devolverle la mirada.

Y algo más.

Un destello de ira.

El muchacho apenas si resistió cinco segundos.

Aún le quedaba una hora para su cita, así que Joa continuó navegando por Internet, por si encontraba algo más acerca de los Defensores de los Dioses.

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