Despertó bruscamente y se quedó sentada en la cama sin saber qué le sucedía, dónde se encontraba, sudando de forma copiosa, casi sin poder respirar y con el corazón latiéndole a mil por hora. Todo estaba muy oscuro. Tuvo deseos de gritar, pero no lo hizo. La respiración acompasada de David, a su lado, fue el primer bálsamo de serenidad. Alargó la mano y tocó su cuerpo, la curva redonda de su cadera. Al sentirlo allí, tan cerca, el miedo cedió.
David, Mali, camino del país Dogon.
– Está bien, está bien -suspiró. Entonces, ¿por qué había despertado así, como arrancada de una sima oscura y transportada hacia la consciencia?
La voz.
Había oído una voz. Dentro de su cabeza.
Una voz desconocida y que, sin embargo, de pronto le sonaba familiar. Una voz que la había llamado por su nombre:
– ¡Joa!
No pudo seguir en la cama. Volvió a tocar a David, a acariciar su contorno, y se levantó. Primero fue al cuarto de baño. El hotel era muy sencillo, sin comodidades, pero se quedó sentada en la taza del inodoro unos minutos, reflexionando desconcertada. Cuando se incorporó, de nuevo sin hacer ruido, caminó hasta la ventana, a oscuras, y se apoyó en uno de sus lados. Amanecería en muy poco rato. La luz se filtraría por ella en diez o quince minutos.
Su primer amanecer en uno de los países más pobres de África.
Aquella voz…
No se equivocó con relación al clarear inicial de la mañana. Poco a poco las formas exteriores cobraron vida. De entre las sombras surgieron árboles y plantas, un cielo pintado de un azul tan intenso, rojizo por el lado en el que salía el sol, que posiblemente no habría pintor capaz de captarlo ni cámara que lo reflejara tal cual. África siempre se le antojó poderosa a pesar de haber sido esquilmada durante años por todos los países que la colonizaron y le arrancaron sus tesoros sumiéndola en la pobreza y la desesperación. El sida había matado a millones de seres en los últimos años, y las guerras desesperadas por los diamantes, por independencias o por litigios tribales, junto a las hambrunas demoledoras, habían hecho el resto.
Aun así, aquélla era una de las cunas de la civilización.
El mundo le debía mucho a África.
«¡ Joa!»
Cerró los ojos.
¿Por qué volvía a escuchar la voz si estaba despierta? ¿La tenía en su cabeza?
– ¿Amina? -susurró.
Se abrazó a sí misma y miró a David. La tenue luz ya revelaba su forma imprecisa en la cama, su contorno plácido. La imagen se le antojó de una arrebatadora belleza. El hombre al que amaba estaba allí, a un paso de ella, a su lado y compartiendo su destino.
¿Pero qué destino?
Cuando no estaba con él, le necesitaba. Cuando lo tenía, sentía el miedo de la incertidumbre. Las preguntas afloraban entonces con mucha mayor fuerza. Casi con violencia. Cada minuto contaba y eso lo hacía todo más intenso. Cada minuto podía ser el último o el penúltimo. ¿Qué seria de ella? ¿Cuál era su naturaleza real, mezcla de humano y alienígena? ¿Qué sucedería si lograba contactar con sus padres? ¿Y si no lo lograba? ¿Volverían un día a por ella? ¿Viviría normalmente en la Tierra…? ¿Podría casarse con David, tener hijos?
Preguntas, preguntas, preguntas.
Ninguna respuesta.
A unas horas de penetrar en el país Dogon, una de las culturas más ancestrales y menos contaminadas por la evolución.
Se apartó de la ventana y caminó por la habitación. Quería abrazar a David pero no despertarle. Se quedó de pie frente a la mesa y tocó sus cosas, acarició su ropa, olió la camisa del día anterior igual que si se tratase de un perfume. Para ella lo era, porque olía intensamente a él. El amor, los sentidos que lo arropan, está hecho de todas las sensaciones.
De pronto, en un bolsillo de la bolsa, vio la libreta. La sacó sin saber qué era y cuando la abrió se encontró con algunos poemas.
La luz era pobre, pero leyó uno, al azar.
Antes de dormir déjame que entre en ti.
Antes de despertar déjame que entre en ti.
Antes de morir déjame vivir en ti.
Déjame, déjame, déjame que lo intente hasta el fin.
Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tuyo el resto de tus vidas.
Me alimento de ternuras y esos besos, que se rompen y nos lavan las heridas, como imágenes de amor en los espejos.
Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tu amante esta noche.
Y dormir en el silencio de esos gritos.
Dejar en tus quebradas estas huellas, para amarte con mis dedos ya marchitos, y soñarte mientras tocas las estrellas.
Déjame ser tu amante esta noche.
Déjame ser tu amante esta noche.
Como fuimos en mil vidas ya pasadas.
Geografía del amor que vivo y canto, en tu cuerpo mil pasiones no gastadas, al hurtarle a la muerte tanto espanto.
Nada más terminar de leerlo cerró la libreta sintiéndose culpable y la guardó en su lugar. Tenía un nudo en la garganta y los ojos húmedos. También una oleada de calor arrebolándole las mejillas. Las personas nunca terminan de saber cómo es el ser amado. Siempre queda el misterio. ¿Qué pensará? ¿Qué sentirá? Allí tenía un retazo oculto de David.
Y ella sin pretenderlo había violado algo de su intimidad, su universo privado, a pesar de ser la protagonista de aquellos versos.
Tan hermosos.
Se sentó en la cama y los siguientes cinco o diez minutos, quizá más, tal vez menos, los pasó viendo cómo el día iluminaba más y más el cuerpo de David, robándole a las sombras su perfil, borrando de sus rasgos la oscuridad hasta convertirse en un rostro plácido. Un rostro bañado por la luz del nuevo amanecer.
De pronto, él la miró.
Fue un apacible despertar.
– Buenos días.
– Buenos días, cielo.
– Ven.
– No, déjame mirarte.
– Yo quiero abrazarte.
Joa se tumbó a su lado. Hacía calor. El brazo de David la rodeó. Primero rozaron sus labios, sin llegar a la plena entrega. Después ella se puso de espaldas y ambos apretaron sus cuerpos el uno contra el otro.
No hubo ninguna urgencia.
– He oído una voz.
– ¿Dónde?
– En mi cabeza.
– ¿Qué clase de voz?
– Era ella.
– ¿Amina? -lo captó David.
– Sí. Me llamaba.
– ¿Crees que podéis estar conectadas de alguna forma?
– No lo sé.
Joa alargó la mano y atrapó el camafeo que contenía el cristal y que había dejado sobre la mesita de noche de su lado al acostarse. Contempló el legado de su madre. La piedra mantenía aquel color rojo eterno que sólo había cambiado a verde el día que llegó la nave. Su inexistente peso, la sensación de que era una materia desconocida en la Tierra, hacía que una y otra vez lo contemplara como si ese cristal pudiera darle las respuestas que buscaba.
– Me pregunto si esto es algo más de lo que parece -lo sostuvo en el aire igual que si fuera un péndulo.
– Fue el avisador de las hijas de las tormentas.
– ¿Y si se trata de una especie de identifícador, como un chip?
– ¿Como el documento nacional de identidad de los alienígenas? -se burló él.
– ¿Por qué no?
– Yo pienso que ahí está su conocimiento, y sí, creo que esos cristales sirven para muchas cosas. Son energía, un intercomunicador…
– Buscamos una puerta, un medio para hablar con ellos, y tal vez lo haya tenido siempre conmigo, desde que mi abuela me lo entregó.
Guardaron silencio unos segundos.
– ¿Qué te decía la voz?
– Mi nombre. Sólo eso.
David le acarició el brazo. Le besó el hombro.
El día ya avanzaba indicándoles el nuevo camino que debían seguir. Pero continuaron en la cama, inmóviles, viviendo su particular carpe diem.