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El Instituto Cartográfico tenía su sede en un edificio de clara arquitectura egipcia y por su aspecto cualquiera diría que contaba al menos con cien años de historia. Subieron unas escalinatas hasta el primer piso y de nuevo se enfrentaron a la tarea de hacerse entender; por enésima vez, Joa se lamentó por no saber árabe y se prometió a sí misma estudiarlo en cuanto pudiera.

Una mujer joven les atendió por fin en inglés y Joa le dijo que eran estudiantes y necesitaban una información sobre un lugar en concreto, al tiempo que colocaba por si acaso sobre el mostrador un generoso billete. El billete desapareció de la faz de la tierra.

– ¿Qué zona quieren ver? -se esforzó la mujer con amabilidad.

– El sudeste de lo que fue Abu Roasch. Creían que los mapas estarían digitalizados, pero se equivocaron. Fueron introducidos en una sala de estudio vacía, con grandes mesas situadas en paralelo una con otra, sin ningún ordenador, y allí esperaron a que reapareciera la mujer. Lo hizo dos minutos después, llevando unos enormes mapas que más que sujetar colgaban de sus manos a derecha e izquierda. David la ayudó. Una vez extendidos sobre una de las mesas, ella no se quedó a acompañarlos, sino que se retiró de la estancia dejándolos solos.

El cuarto de los mapas era el que les interesaba.

En otro tiempo Abusir, Zauyat Al Aryan o Abu Roasch fueron importantes polos de la vida egipcia; en ellos se construyeron pirámides copiando la disposición de las estrellas de Orion, en este caso Meissa, Bellatrix y Saiph. En la actualidad apenas quedaban ecos remotos de su existencia. Salvo las tres grandes obras maestras de Giza, aquellas construcciones se habían convertido en residuos polvorientos y un puñado de rocas diseminadas, con excepciones como la pirámide escalonada de Saqqara, en mejor estado.

Abu Roasch constituía un caso aparte. Allí se ubicaba la pirámide inconclusa del faraón Diodefre y a ella se llegaba caminando dos kilómetros desde la carretera principal de Alejandría. Formaba una isla solitaria en mitad del desierto y Joa había leído que se conservaba tal cual el propio faraón, que fue enterrado en ella, debió de dejarla miles de años atrás. El más completo caos reinaba en la actualidad en los alrededores de Abu Roasch, con restos de cerámicas y de lascas de granito procedentes del trabajo no finalizado de los canteros. A dos kilómetros de la pirámide en dirección sudeste, en el lugar señalizado por la cruz del Nilo de la pintura de los dogones, se extendía una franja de terreno abrupto de unos treinta o cuarenta metros de largo en torno a un montículo escasamente pronunciado. La tierra era blancuzca, estéril. Aquello no eran ni mucho menos unas ruinas, aunque el puñado de casas de piedra hundidas en las rocas quizá tuviera cien o doscientos años, algo difícil de discernir sobre un mapa cartográfico.

Joa no sabía lo que esperaba encontrar, pero desde luego no era aquello.

David exteriorizó sus pensamientos.

– Estaba seguro de que aquí habría una pirámide o algún templo.

– No -ella movió la cabeza con incomodidad-. Si hay algo es evidente que no está a la vista, sino bajo tierra. Lo exterior ha sido destruido con el paso de los siglos, y lo muy próximo a la superficie, saqueado por tantos desesperados a lo largo de la historia. Nuestra puerta puede que esté a una decena de metros bajo tierra. Y también a más.

– Entonces…

– Ellos sabrán algo, David -puso un dedo sobre el puñado de casuchas que más parecían derruidas que habitadas.

– ¿Ellos?

– ¿No lo entiendes? Si hay algo ahí, esa gente lo sabe. No puede ser de otra forma. 0 eso o la cruz del Nilo señalizando el mapa de Orion en la cueva de los dogones no se ajustaba a la realidad.

– ¿Y si sólo era el lugar del que vinieron los extraterrestres?

A ninguno les satisfacía la explicación.

Joa volvió a mirar aquellas casas. Ni siquiera había un nombre en el mapa de la zona.

– ¿Recuerdas cuando me dijiste que tal vez los Defensores de los Dioses estuvieran sentados encima de nuestra puerta estelar, haciendo guardia?

– En Mali, sí.

– Te dije que no bromearas y tú agregaste que si para ellos era tan importante habían de vigilarlo.

– Tú te quedaste callada.

– Ellos son otros guardianes, David -volvió a poner el dedo en el mapa.

Su compañero se quedó en suspenso. Hasta que comprendió el alcance de lo que Joa estaba tratando de decirle.

Habían dado con la puerta. Pero nunca lograrían llegar hasta ella.

No si un enjambre de fanáticos vigilaba su acceso.

– ¿Y si se lo decimos a tu amigo el policía?

– Kafir Sharif busca asesinos, no a un enjambre de locos.

– Ellos mataron a Gonzalo Nieto.

– ¿Y qué? Suponiendo que nos crea, irá hasta allí, hará preguntas, pero bajo ningún concepto permitirá que allanemos las moradas de esa gente. Son sus casas. Y la historia de que ahí abajo pueda haber una conexión con seres del espacio es tan creíble como que un día árabes e israelitas puedan vivir en paz.

– ¿Vas a rendirte? -no lo pudo creer David.

– No, claro.

– Entonces quizá sea hora de que utilices tus poderes.

– ¿Por qué siempre me hablas de ellos?

– No lo hago -se puso algo rojo.

– Sí lo haces. Es como si quisieras verme convertida en la mujer que no soy. Parece fascinarte tanto ese lado oscuro que a veces…

– Perdona -quiso abrazarla pero ella le rehuyó.

– No sé lo que hay dentro de mí, David -susurró.

– Eres diferente, pero eso no te hace más especial de lo que ya eres, al menos para mí, cariño.

Joa mantuvo la cabeza baja.

Hasta que alargó la mano y permitió que él se la tomara con las suyas.

– Escucha -le dijo David-, si estás en lo cierto y los habitantes de esas casas cuidan de la puerta, esa gente es agresiva. Mataron a Gonzalo Nieto. En su día fueron cuidadores de lo que para ellos eran lugares santos, pero hoy, en pleno siglo XXI, no son más que fanáticos.

– Fanáticos capaces de guardar un secreto increíble durante siglos.

– Eso es el fanatismo, ¿no? Cuando la gente se niega a entender, se cierra, no razona ni evoluciona y se aisla en su creencia, no hace sino sembrar la semilla del fanatismo.

– ¿Y crees que por el hecho de ser fanáticos y haber matado a un buen hombre, puedo llegar allí y con el poder de mi mente barrerlos de un plumazo?

– Bueno, deberías enfadarte un poquito, lo sé -bromeó él sin ganas.

– ¿Sabes lo que me asusta?

– ¿Qué?

– Que Amina sí sea capaz de hacerlo.

– No tiene tanta fuerza.

– Espero que no.

– Y no es estúpida. Si ya está allí y entiende que no va a poder luchar contra toda esa gente, esperará.

– Pero no se rendirá.

– No, eso no, seguro -convino David.

– Tiene su instinto, su poder mental. Lo único que ha de hacer es llegar hasta un punto de entrada.

– Joa, todas las pirámides, o las tumbas del mismo Valle de los Reyes, están llenas de pasadizos, desniveles, antecámaras, cámaras… Y bajo tierra, desde luego. No me acabo de creer que ahí se acceda sin más desde la superficie -David apuntó el mapa-. Si vigilan su secreto como un tesoro quizá sea porque saben que está ahí abajo, pero dudo que se paseen por sus restos como Pedro por su casa.

Habían entrado en el terreno de las conjeturas.

– ¿Cuándo vamos a ir nosotros? -preguntó David.

– ¿Mañana por la mañana, a primera hora? Hoy sería absurdo. Llegaríamos siendo ya de noche.

– Entonces busquemos un hotel para pasar la noche.

Avisaron a la mujer de que ya habían terminado de inspeccionar los mapas y David la ayudó a llevarlos de nuevo a su lugar de archivo. Cuando salieron a la calle miraron a su alrededor. Tanto les daba el lugar en el que pudieran dormir. Joa ya no buscó lujo, sino proximidad. A unos cien metros divisaron el rótulo de un hotel, el Hormoheb. Se dirigieron a él y en diez minutos dejaron las bolsas en una habitación sencilla y acogedora. Estando con David ya no necesitaba alquilar dos, con una puerta de comunicación, para sentirse a salvo.

Quedaban unas tensas horas de espera.

– Voy a telefonear a los arqueólogos del Valle de los Reyes -dijo ella.

– ¿Por qué?

– Por si saben algo nuevo. Me fui de allí hace más de dos semanas.

– Ese tipo de gente vive de espaldas al mundo real.

Joa no dijo nada. Mariano Pino le había dado su número en el aeropuerto de Luxor cuando la dejó en la Terminal. Lo marcó en su móvil y esperó. La señal de llamada llegó a los cuatro tonos.

– ¿Quién es? -escuchó la voz del hombre.

– Soy Georgina Mir.

– ¡Georgina! -el estallido de alegría fue sincero-. ¿Cómo estás?

– Bien, muy bien.

– ¿Desde dónde me llamas?

– Estoy en El Cairo, en el hotel Hormoheb.

Hubo una ligera pausa.

– ¿No te fuiste?

– He vuelto.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?

– Para saber si hay noticias acerca de la muerte de Gonzalo Nieto.

El suspiro fue audible.

– No, querida. Lo siento. La policía nos interrogó a todos, y nosotros hemos ido un par de veces a El Cairo a preguntar al inspector Sharif, pero no hay nada. Sólo el caso de esa mujer que se suicidó y que al parecer era amiga de Gonzalo. Sharif nos dijo que tú estabas presente cuando lo hizo. Debió de ser horrible. Por lo demás aquí todo sigue igual y me temo que seguirá así. Un misterio doloroso.

Otro arqueólogo víctima de las viejas maldiciones egipcias.

– Lamento haberle molestado.

– ¿Molestar? ¡No seas tonta! Aquí estamos todos, escuchándote por el altavoz, felices de oírte: Gorka, Juan Pedro, Bernardo, Juan Manuel, Bir El Sai'f y Haruk Marawak.

Haruk Marawak. Recordó su conversación bajo las estrellas, hablando de la necrópolis menfita, de Imhotep, de las pirámides…Y los evocó a todos, uno a uno, con algún detalle característico.

La mano flácida de Bir El Sa'íf…

– Gracias -inició la despedida ella.

– Llama cuando quieras.

– ¡O únete a nosotros como arqueóloga! -escuchó una segunda voz-. ¡Aquí nos aburrimos bastante y somos muy feos!

Hubo algunas risas.

Gonzalo Nieto había muerto pero ellos seguían.

– Hasta pronto -fueron sus últimas palabras.

Acababa de cortar la comunicación, absorta en sus pensamientos, y se sobresaltó al escuchar la música que le anunciaba una llamada de entrada.

Joa se quedó con el móvil en la mano, tratando de identificar el número que aparecía en la pantallita sin conseguirlo.

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