15

Por la mañana, a primera hora, salieron del Valle de los Reyes. Un chófer egipcio que no hablaba inglés, francés ni español fue el encargado de conducirlos. A él, primero, a la Terminal del aeropuerto de Luxor. A ella, después, hasta Karnak.

Carlos Nieto se despidió en la puerta de acceso, al pie del vehículo. Regresaba a El Cairo y luego a España. Quizá nunca más volviese a saber de su persona. Como barcos que se cruzan en el mar.

– Gracias por estar a mi lado -la abrazó con solemnidad y un deje de cálida ternura.

– Tu padre… -había preparado un discurso que murió antes de nacer.

– No digas nada -el hijo de Gonzalo Nieto hizo un gesto de pesar y rendición-. Espero que si la policía atrapa a sus asesinos se pudran en el infierno. El resto…

Era un hombre extraño. Llevaba la derrota impresa en la frente.

– Cuídate, Carlos -le besó afectuosamente en la mejilla.

Al separarse vio el brillo en sus ojos. Y ya no hubo más.

Le vio entrar en la Terminal sintiéndose culpable. No sólo por aquella muerte de la que se hacía responsable a sí misma, sino porque conocía el último secreto del arqueólogo muerto, la presencia de una mujer en su vida, y había preferido callar, como Haruk Marawak, por precaución en este caso. Ignoraba cómo se tomaría Carlos el hecho de que su padre tuviera una amante.

0 lo que fuera Shasha Bayik.

– A Karnak -ordenó al chófer una vez perdida la última imagen de Carlos Nieto en la distancia.

El trayecto fue breve. El templo de Karnak estaba al norte de Luxor, Tebas en la Antigüedad. Su imponente figura y su columnata se divisaban desde muchas partes, frente al Nilo y las islitas que lo jalonaban, al sur de Denderah y su mitología. Aquél era un meandro impresionante del Nilo -de hecho, el único, porque el rio venía a ser como una larga línea recta atravesando la tierra-, una especie de península en cuyo sudeste quedaba el Valle de los Reyes, la necrópolis de Tebas. Allí cada piedra, cada grano de arena, rezumaba historia.

Joa le pidió al chófer que esperase en la explanada de la entrada. Una larga fila de tiendas a su izquierda la sorprendió por doble motivo: primero por su sordidez y angostura; segundo porque, al verla, salieron por sus puertas un enjambre de vendedores llamándola para que entrara en ellas, a gritos. Estaba sola. No había más turistas a la vista, quizá por la hora o porque los barcos del Nilo no habían soltado sus cargas.

Pasó de ellos y entró en el monumental conjunto atravesando la doble puerta principal exterior y la de Ptolomeo a continuación. No quería precipitarse ya en pos de la columna con la cruz hallada en la tumba TT47. Quería embeberse de aquella maravilla. Necesitaba paz de espíritu. Más que nunca deseó que David estuviera a su lado, para cogerle de la mano, sentirle, o besarle en un rincón y dejar un poco de sí mismos en aquella inmensa historia labrada en piedras.

Cuando comenzaron a llegar los autocares de turistas prefirió no esperar más.

Contó las columnas. Los arqueólogos le habían dicho que la que le interesaba era la novena por el lado izquierdo. Cada una era distinta de las demás, y pese a hallarse a la intemperie, y a perdurar a través de los tiempos, su estado era maravilloso aun faltando detalles o frisos en algunas. Al detenerse en la novena columna la rodeó buscando la cruz. Su corazón iba más rápido que de costumbre, y sabía que era su intuición la que le aceleraba el pulso.

Encontró la cruz en la parte baja. Exactamente igual que la de la tumba pero más pequeña, aunque se reconocían los cuatro dioses. Lamentablemente apenas si quedaban colores y faltaba parte de la columna por el lado derecho y por encima, así que era imposible ver el marco global en el que la cruz estaba situado. Por el lado izquierdo las figuras que identificó eran dispares y estaban colocadas en distintos planos, dos signos y una estela.


Por la parte inferior vio un jeroglífico completo


Tenía que copiarlos y averiguar su significado.

Iba a quitarse la bolsa que cruzaba sobre su pecho y que colgaba del otro hombro, para sacar el bolígrafo y un papel, cuando sintió la presencia.

El aliento del peligro.

Tuvo tiempo de volver la cabeza antes de incorporarse de golpe, porque el árabe que tenía a menos de un metro de ella, mirándola con expresión alucinada, era el mismo que había visto en El Cairo después de hablar con Carlos Nieto la primera vez, mientras buscaba un cybercafé para descubrir el significado de la nota echada bajo su puerta. Le reconoció: treinta y tantos, chilaba blanca, barba generosa…

Y estaba allí, en Karnak, a una eternidad de la capital.

– ¿Qué quiere? -se atrevió a preguntarle.

Lo esperaba todo, que echara a correr o incluso que la agrediera, pero no que la gritara. Como un loco.

Fueron apenas diez segundos de gritos, ojos inyectados en sangre, el cuerpo sacudido por la ira, los puños cerrados y agitados como mazas delante de su cara… Joa pegó su espalda a la columna del templo. No se atrevía a moverse.

Por detrás del árabe apareció un guía turístico con su banderita al viento y un grupo siguiéndole.

El guía dijo algo en voz alta.

Fue suficiente para que el presunto agresor, ahora sí, se marchara corriendo por el lado contrario.

– Are you OK?

Joa intentó serenarse. Logró centrar su atención en el hombre de la banderita que a pesar de su aspecto egipcio la hablaba en inglés. Los turistas, todos de piel muy blanca y cabellos claros, quizá nórdicos, observaban la escena con curiosidad.

– Sí, sí, perfectamente, gracias. ¿Ha entendido lo que decía?

– Ojos impuros no pueden ver ni tocar cruz del Nilo.

– ¿Decía eso?

– Sí.

– ¿Sabe qué significa? -se apartó de la columna para señalarle la cruz.

– No -el guía puso una cara inexpresiva.

– ¿Ha visto esta cruz en otras partes?

– No, no, lo siento, pero yo guía hace poco -sonrió.

– Gracias.

Sacó el bloc y copió los dos signos, la estela y el jeroglífico. Mientras lo hacía miró a derecha e izquierda. Si aquel árabe la estaba observando, tendría problemas más graves que una bronca. El guía y sus adláteres habían seguido su periplo turístico. Completó su trabajo en menos de dos minutos y se lo guardó todo de nuevo.

Era hora de marcharse de allí.

Se dirigió a la entrada del templo.

Entonces lo vio de nuevo, siguiéndola en paralelo por el otro lado de la columnata, con el mismo rostro atravesado por la ira.

Joa intentó localizar a otro grupo de turistas con objeto de mezclarse entre ellos y no lo encontró. Dejó de andar para empezar a correr. Le bastaron unos pocos metros para darse cuenta de que no lograría salir de Karnak antes que su perseguidor. Eso le dejaba pocas opciones. La más natural era conseguir ayuda. Aunque primero esconderse.

Buscó amparo en una de las grandes columnas y retrocedió.

Perdió de vista al hombre.

El grupo de turistas más cercano estaba a unos quince metros. Otros sueltos, en parejas o haciendo fotografías en solitario, más o menos a la misma distancia. Tomó aliento para volver a echar una carrera pero para entonces ya fue demasiado tarde.

Esta vez su instinto no la advirtió del peligro.

Notó un brazo alrededor de su cuello. Después el aliento en su nuca. Si hubiera querido matarla lo habría tenido fácil. Pero sólo escuchó su voz, sorda, cargada de animadversión. Una voz que procedía de lo más profundo del odio.

No supo lo que le decía.

No podía forcejear. Ni moverse para darle una buena patada. Su única alternativa era sacar su rabia. Y lo hizo.

Rápida y explosiva.

Fue como si de pronto atravesara el cerebro del árabe con su propia mente, abriéndolo en canal. Una mansa masa de mantequilla. El efecto resultó inmediato. La presión cedió y el hombre lanzó un gemido de dolor.

Joa se dio la vuelta. Ahora el agresor estaba de rodillas, con las manos en las sienes. Mientras le miraba sin saber qué hacer, vio algo más, en el brazo derecho, al haber descendido la manga de la chilaba hasta el codo.

Un gato tatuado.

Un Defensor de los Dioses, categoría vigilante o guardián. Por lo demás reunía todos los requisitos: vestía de blanco y llevaba barba.

Ya no eran una leyenda.

El árabe cayó al suelo gimiendo.

Para ella fue suficiente. Sabía que disponía de unos preciosos segundos de ventaja y emprendió de nuevo el camino de la salida, a la mayor velocidad que le permitieron sus piernas, de gelatina un poco antes pero ahora otra vez fuertes y firmes.

Cruzó las dos puertas, atravesó el patio de los vendedores y localizó el coche en el aparcamiento y a su chófer dormido en su interior. Le bastó meterse dentro para despertarlo de golpe.

La última vez que miró hacia atrás, un segundo antes de que el automóvil arrancara y se alejara de allí, continuó sin ver a aquel loco.

En su mente escuchó, a modo de eco las palabras que le había gritado la primera vez: «Ojos impuros no pueden ver ni tocar la cruz del Nilo».

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