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Era su mente la que viajaba, con ella de falso envase. Porque aquello era sencillamente imposible. Atravesó las rocas del techo de la cueva y salió al exterior. Vio la tierra seca distanciándose a una velocidad de vértigo, El Cairo a lo lejos, y luego el delta del Nilo, el mar, y más allá otras tierras, la costa palestina, la costa turca, la costa griega.

Inmediatamente, suponiendo que ahora el tiempo tuviera medida, ya divisaba todo el Mediterráneo, con España a su izquierda.

No dejó de mirar hacia abajo. Europa.

El mundo entero.

Cuando la Tierra se hizo más y más pequeña, lloró. No fueron lágrimas húmedas, sino destellos de energía que se convirtieron en pequeñas partículas luminosas que flotaron en torno a ella hasta desvanecerse. Se sintió igual que los astronautas contemplando aquella maravilla. Un astronauta que viajaba a una velocidad de vértigo, porque de pronto la Tierra, la Luna, el mismo Sistema Solar, desaparecieron envueltos por una negrura absoluta.

Joa supo que aquél era el silencio de los silencios.

Y comprendió los términos de la expresión «inmenso vacío».

El universo no estaba lleno. Había planetas, constelaciones, otros mundos, pero no eran más que minúsculas partículas inapreciables flotando en mitad de aquella enorme nada.

Miró hacia arriba.

Y sonrió.

Orion se acercaba deprisa.

O mejor dicho, ella se aproximaba a Orion.

La hermosa Betelgeuse, Rigel, la supergigante azul cuatro mil veces más luminosa que el Sol; la poderosa Alnilam, treinta mil veces más brillante que él; la inquietante Saiph, la Espada del Gigante, en cuyo sudeste se encontraba su destino.

Ellos.

Siempre «ellos».

«Mamá, papá…», su voz resonó como un eco atrapado en sí misma.

Quería contemplarlo todo y al mismo tiempo le era imposible apreciarlo por la velocidad a la que se movía. No obstante no sentía miedo. Persistía la paz, la alegría del viaje, la proximidad del encuentro. Vio nebulosas, estrellas nacientes, supernovas colapsadas, galaxias de formas alucinantes.

Deseó que David estuviera con ella.

Concentró su atención final en la proximidad de su destino. Un destino que ni siquiera tenía un nombre.

Una marca sí: la cruz del Nilo.

Pero no un nombre.

A lo lejos vio una forma oscura, una nebulosa grisácea.

Nadie se lo había dicho jamás. Nunca lo hubiera imaginado. Pero tenía sus genes, y su instinto, así que de alguna forma lo supo, la reconoció.

Su casa.

El viaje tocaba a su fin.

No sentía su corazón, ni su pulso. Existía en la medida que su mente lo necesitaba. Aun así su cuerpo era físico. Se tocó la cara, se pasó la lengua por los labios, unió sus manos como en un rezo. Y al penetrar en la oscuridad total de la nebulosa percibió cómo la velocidad disminuía, se desaceleraba. Durante unos segundos más, siempre pensando que el tiempo existía como medida, fue igual que hallarse en el centro de una habitación cerrada, con una negrura absoluta envolviéndola.

Hasta que en un punto se abrió un hueco.

Surgió una luz.

Se dirigía hacia ella.

El punto creció, se hizo grande y acabó por rodearla igual que lo había hecho la oscuridad. La luz era tan cegadora como la de la plataforma antes de iniciar el viaje. Casi temió haber vuelto a ella.

Entonces se detuvo.

Y de la claridad surgieron miles de formas.

No las veía, pero estaban allí. No eran seres como ella, pero vivían y sentían como tales. No había ciudades o casas como las de la Tierra, pero era un mundo habitado. Tampoco había arriba o abajo, alto o largo, peso o tamaño, superficie o espacio. Era como estar dentro de una idea.

Ella lo tenía todo, no hacía falta nada más.

Se bastaba consigo misma.

Todo aquel equilibrio…

– ¿Quién eres?

La voz estaba hecha de energía, así que apareció en su propia mente.

Y lo más importante: ella pudo entenderla.

– Vengo del planeta Tierra -se le ocurrió decir, casi con inocencia.

– ¿Tienes un nombre?

– Mi nombre humano es Joa.

– ¿Por qué has venido, humana Joa?

– Soy hija de una enviada. La depositasteis en la Tierra y regresó hace tiempo, antes que otras enviadas por las que fuisteis hace muy poco. Mi padre, Julián, se unió a vosotros en la nave que descendió sobre la Tierra hace unos meses.

Se preguntó si la entenderían.

Humanos, nave, Tierra, meses…

– ¿Por qué has venido? -repitió la voz.

– Necesito a mis padres. Hablar con ellos.

No hubo respuesta, pero un cosquilleo atravesó su cerebro de lado a lado, esparciéndose por todos sus confines.

– Estás limpia -anunció la voz.

No tenía ni idea de lo que pudiera significar algo así. Tampoco lo preguntó.

De pronto la luz se amortiguó un poco.

Y todo lo que sentía empezó a desvanecerse.

– ¡Por favor…! -gritó.

– Regresa -dijo la voz.

– ¡No!

– ¿Por qué?

– ¡Los necesito!

La presencia se hizo un poco más manifiesta. Un cuerpo dentro de su propia mente. Joa se sintió desnuda, atravesada por corrientes energéticas, porque ahora todo era eso, energía.

Su presencia allí, al otro lado del universo.

– ¿Cómo has llegado?

– Tengo un cristal.

– Tienes un cristal -repitió la voz.

– Ayúdame -quiso llorar de nuevo.

No hubo respuesta.

– ¿Estás ahí?

Se sintió sola en aquella dimensión infinita poblada de blancura. La presencia la había abandonado. La voz dejó de fluir. Pensó que era su fracaso. Sin embargo, por alguna extraña razón, de repente notó un suelo bajo sus pies, un apoyo que le permitió caminar, dar unos pasos sin rumbo.

No muy lejos vio un punto oscuro. Venía hacia ella.

Crecía rápidamente aunque los pasos eran breves. La reconoció mucho antes de que la alcanzara y pudiera abrazarla. Su madre.

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