Al regresar a casa comprobe que Fermin o mi padre ya habian abierto la libreria. Subi un momento al piso a tomar un bocado rapido. Mi padre me habia dejado tostadas, mermelada y un termo de cafe en la mesa del comedor. Di buena cuenta de todo ello y volvi a bajaren menos de diez minutos. Entre a la libreria por la puerta de la trastienda que daba al vestibulo del edificio y acudi a mi armario. Me coloque el delantal que solia utilizar en la tienda para proteger la ropa del polvo de cajas y estanterias. En el fondo del armario conservaba una caja de laton que todavia olia a galletas de Camprodon. Alli guardaba todo tipo de cachivaches inutiles pero de los que era incapaz de desprenderme: relojes y estilograficas danadas sin remedio, monedas viejas, piezas de miniaturas, canicas, casquillos de bala que habia encontrado en el parque del Laberinto y postales viejas de la Barcelona de principio de siglo. Entre toda aquella morralla flotaba todavia el viejo pedazo de diario donde Isaac Monfort me habia anotado la direccion de su hija Nuria la noche que acudi al Cementerio de los Libros Olvidados para ocultar La Sombra del Viento. Lo estudie en la luz polvorienta que caia entre estantes y cajas apiladas. Cerre el estuche y me guarde la direccion en el monedero. Me asome a la tienda, decidido a ocupar la mente y las manos en la tarea mas banal que se pusiera a tiro.
- Buenos dias -anuncie.
Fermin clasificaba el contenido de varias cajas que habian llegado de un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veia y deseaba para descifrar un catalogo aleman de apocrifa luterana que tenia nombre de embutido fino.
- Y mejores tardes nos de Dios -canturreo Fermin, en velada alusion a mi cita con Bea.
No le di el gusto de responder y decidi encarar el inevitable trago mensual de poner al dia el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas de envio, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonia estaba la radio, que nos obsequiaba con una seleccion de momentos escogidos en la carrera de Antonio Machin, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribenos le soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermin le recordaban su anorada Cuba. La escena se repetia cada semana: mi padre hacia oidos sordos y Fermin se abandonaba en un vago meneo al compas del danzon, puntuando los interludios comerciales con anecdotas de sus aventuras en La Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan fresco y a cafe que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venia de hacer la compra en el mercado de la Boqueria, se detuvo frente al escaparate y se asomo por la puerta.
- Buenas, senor Sempere -canturreo.
Mi padre le sonrio, sonrojado. A mi me daba la impresion de que la Merceditas le gustaba, pero su etica de cartujo le conferia un silencio inquebrantable. Fermin la miraba de refilon, relamiendose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrio una bolsa de papel y nos obsequio con tres manzanas relucientes. Me imagine que aun le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la libreria y hacia pocos esfuerzos por ocultar la antipatia que parecia inspirarle Fermin, el usurpador.
- Mire que majas. Las he visto y me he dicho: estas para los senores Sempere -dijo con tono melindroso-. Que yo se que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.
- Isaac Newton, capullito de aleli -preciso Fermin, solicito.
La Merceditas le lanzo una mirada asesina.
- Ya salio el listo. Pues agradezca usted que le haya traido tambien una, y no un pomelo que es lo que merece.
- Pero mujer, si para mi la ofrenda que sus manos nubiles me hacen de esta, la fruta del pecado original, me inflama el canamazo de...
- Fermin, haga el favor -atajo mi padre.
- Si, senor Sempere -acato Fermin, batiendose en retirada.
Estaba la Merceditas por replicarle a Fermin cuando se oyo un revuelo. Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignacion y se desataba una algarabia de murmuraciones. La Merceditas se asomo a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardo en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto era catedratico de instituto, licenciado en Literatura Espanola y Humanidades varias, y compartia el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacia doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componia versos de erotica crepuscular que publicaba con el seudonimo de Rodolfo Piton. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en publico se sentia obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habian granjeado el mote del Gongorino.
Aquella manana, el catedratico traia el rostro purpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenia su baston de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.
- Don Anacleto, ?que pasa? -pregunto mi padre.
- Franco ha muerto, diga que si -apunto Fermin, esperanzado.
- Usted calle, animal -corto la Merceditas-. Y deje hablar al senor doctor.
Don Anacleto respiro hondo y, recuperando la compostura, paso a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.
- Amigos, la vida es drama y hasta las mas nobles criaturas del senor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormia ese sueno tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flavia i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de esta, su libreria, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.
Senti que se me caia el alma a los pies.
- Jesus, Maria y Jose -apostillo la Merceditas.
Fermin resoplo, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguia gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomo aire y se dispuso a continuar.
- Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes proximas a la Direccion General de Policia, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incognito sorprendieron a don Federico poco despues de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuples de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por debiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habian bajado los pantalones en el frenesi del espectaculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbria enhiesta y los morros babeantes.
La Merceditas se santiguo, sobrecogida por el giro escabroso que adquirian los hechos.
- Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escandalo publico y atentado a la moral mas elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardo en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplon profesional, no habian transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se persono en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario El Caso, mas conocido como remenamerda, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su cronica negra llegase antes del cierre de la edicion de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacaneria amarillista el espectaculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.
- No puede ser -dijo mi padre-. Pero si parecia que don Federico hubiera escarmentado.
Don Anacleto asintio con vehemencia pastoral.
- Si, pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir mas hondo, que ya lo dice: la cabra tira al monte, y no solo de bromuro vive el hombre. Y aun no han oido ustedes lo peor.
- Pues vaya al grano vuesa merced, que con tanto vuelo metaforico me estan entrando ganas de hacer de vientre -protesto Fermin.
- Ni caso le haga a este animal, que a mi me gusta mucho como habla usted. Es como el No-Do, senor doctor -intercedio la Merceditas.
- Gracias, hija, pero solo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin mas dilacion, preambulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su detencion respondia al nombre artistico de La Nina er Peine, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los guardianes de la paz.
- Diga mejor maleantes con placa -espeto Fermin.
- Yo en politica no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don Federico del escenario de un botellazo certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaria de Via Layetana. En otra coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de que ayer noche andaba por alli el celebre inspector Fumero.
- Fumero -murmuro Fermin, a quien la sola mencion de su nemesis le habia causado un estremecimiento.
- El mismo. Como iba diciendo, el adalid de la seguridad ciudadana, recien llegado de una redada triunfal en un local ilegal de apuestas y carreras de cucarachas ubicado en la calle Vigatans, fue informado de lo sucedido por la angustiada madre de uno de los muchachos extraviados del Cotolengo y presunto cerebro de la fuga, Pepet Guardiola. En estas, el notable inspector, que al parecer llevaba entre pecho y espalda doce carajillos de Soberano desde la cena, decidio tomar cartas en el asunto. Tras estudiar los agravantes en danza, Fumero se apresto a indicar al sargento de guardia que tanta (y cito el vocabolo en su mas descarnada literalidad pese a la presencia de una senorita por su valor documental en relacion al suceso) mariconada merecia escarmiento y que lo que el relojero, osease don Federico Flavia i Pujades, soltero y natural de la localidad de Ripollet, necesitaba, por su bien y por el del alma inmortal de los mozalbetes mongoloides cuya presencia era accesoria pero determinante en el caso, era pasar la noche en el calabozo comun del subsotano de la institucion en compania de una selecta pleyade de hampones. Como probablemente sabran ustedes, dicha celda es celebre entre el elemento criminal por lo inhospito y precario de sus condiciones sanitarias, y la inclusion de un ciudadano de a pie en la lista de huespedes es siempre motivo de jolgorio por lo que comporta de ludico y de novedoso a la monotonia de la vida carcelaria.
Llegado este punto, don Anacleto procedio a esbozar una breve pero entranable semblanza del caracter de la victima, por otro lado de todos bien conocido.
- No es necesario que les recuerde que el senor Flavia i Pujades ha sido bendecido con una personalidad fragil y delicada, todo bondad y piedad cristiana. Si una mosca se cuela en la relojeria, en vez de matarla a alpargatazos, abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del Senor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un tenebroso tiron al vicio que, en contadisimas ocasiones, le ha vencido y le ha echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde relojes de pulsera hasta maquinas de coser siempre fue proverbial y su persona apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento, incluso por aquellos que no veian con buenos ojos sus ocasionales escapadas nocturnas luciendo pelucon, peineta y vestido de lunares.
- Habla usted como si estuviese muerto -aventuro Fermin, consternado.
- Muerto no, gracias a Dios.
Suspire, aliviado. Don Federico vivia con una madre octogenaria y totalmente sorda, conocida en el barrio como La Pepita y famosa por soltar unas ventosidades huracanadas que hacian caer aturdidos a los gorriones de su balcon.
- Poco imaginaba La Pepita que su Federico -continuo el catedratico- habia pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeon de macarras y navajeros se lo habian rifado cual puton verbenero para luego, una vez ahitos de sus carnes magras, propinarle una paliza de ordago mientras el resto de presos coreaban con alegria la "maricon, maricon, come mierda mariposon".
Se apodero de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas sollozaba. Fermin quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafo de un brinco.