Diez anos despues de desembarcar en Buenos Aires, Jorge Aldaya, o el despojo humano en que se habia convertido, regreso a Barcelona. Los infortunios que habian empezado a corroer a la familia Aldaya en el viejo mundo no habian hecho sino multiplicarse en la Argentina. Alli Jorge habia tenido que enfrentarse solo al mundo y al moribundo legado de Ricardo Aldaya, una lucha para la que el nunca tuvo las armas ni el aplomo de su padre. Habia llegado a Buenos Aires con el corazon vacio y el alma picada de remordimientos. America, diria despues a modo de disculpa o epitafio, es un espejismo, una tierra de depredadores y carroneros, y el habia sido educado para los privilegios y los remilgos insensatos de la vieja Europa, un cadaver que se sostenia por inercia. En el curso de pocos anos lo perdio todo, empezando por la reputacion y acabando en el reloj de oro que su padre le habia regalado con ocasion de su primera comunion. Gracias a el pudo comprar el pasaje de vuelta. El hombre que regreso a Espana era apenas un mendigo, un saco de amargura y fracaso que solo conservaba la memoria de que cuanto sentia le habia sido arrebatado y el odio por quien consideraba el culpable de su ruina: Julian Carax.
Todavia le quemaba en el recuerdo la promesa que le habia hecho a su padre. Tan pronto llego a Barcelona, olfateo el rastro de Julian para descubrir que Carax, al igual que el, tambien parecia haberse desvanecido de una Barcelona que ya no era la que habia dejado al partir diez anos atras. Fue por entonces cuando se reencontro con un viejo personaje de su juventud, con esa casualidad desprendida y calculada del destino. Tras una marcada carrera en reformatorios y prisiones del Estado, Francisco Javier Fumero habia ingresado en el ejercito, alcanzando el rango de teniente. Muchos le auguraban un futuro de general, pero un turbio escandalo que nunca llegaria a esclarecerse motivo su expulsion del ejercito. Aun entonces, su reputacion excedia su rango y sus atribuciones. Se decian muchas cosas de el, pero se le temia aun mas. Francisco Javier Fumero, aquel muchacho timido y perturbado que acostumbraba a recoger la hojarasca en el patio del colegio de San Gabriel, era ahora un asesino. Se rumoreaba que Fumero liquidaba a notorios personajes por dinero, que despachaba figuras politicas por encargo de diversas manos negras y que era la muerte personificada.
Aldaya y el se reconocieron al instante en las brumas del cafe Novedades. Aldaya estaba enfermo, consumido por una extrana fiebre de la que culpaba a los insectos de las selvas americanas. "Alli hasta los mosquitos son unos hijos de puta", se lamentaba. Fumero le escuchaba con una mezcla de fascinacion y repugnancia. El sentia veneracion por los mosquitos y los insectos en general. Admiraba su disciplina, su fortaleza y su organizacion. No existia en ellos la holgazaneria, la irreverencia, la sodomia ni la degeneracion de la raza. Sus especimenes predilectos eran los aracnidos, con su rara ciencia para tejer una trampa en que, con infinita paciencia, esperaban a sus presas, que tarde o temprano sucumbian, por estupidez o desidia. A su juicio, la sociedad civil tenia mucho que aprender de los insectos. Aldaya era un caso claro de ruina moral y fisica. Habia envejecido notablemente y se le veia descuidado, sin tono muscular. Fumero detestaba a las gentes sin tono muscular. Le inducian arcadas.
- Javier, me encuentro fatal -imploro Aldaya-. ?Me puedes echar una mano por unos dias?
Intrigado, Fumero decidio llevarse a Jorge Aldaya a su casa. Fumero vivia en un tenebroso piso en el Raval, en la calle Cadena, en compania de numerosos insectos que almacenaba en frascos de botica y media docena de libros. Fumero aborrecia los libros tanto como adoraba a los insectos, pero aquellos no eran volumenes corrientes: eran las novelas de Julian Carax que habia publicado la editorial Cabestany. Fumero pago a las fulanas que ocupaban el piso de enfrente -un duo de madre e hija que se dejaban pinchar y quemar con un cigarro cuando la clientela flo jeaba, sobre todo a, fin de mes- para que cuidasen a Aldaya mientras el iba a trabajar. No tenia interes alguno en verle morir. No todavia.
Francisco Javier Fumero habia ingresado en la Brigada Criminal, donde siempre habia trabajo para personal cualificado y capaz de afrontar las papeletas mas ingratas que se precisaba solventar con discrecion para que la gente respetable pudiera seguir viviendo de ilusiones. Algo asi le habia dicho el teniente Duran, un hombre dado a la prosopopeya contemplativa bajo cuyo mando se inicio en el cuerpo.
- Ser policia no es un trabajo, es una mision - proclamaba Duran-. Espana necesita mas cojones y menos tertulias.
Desafortunadamente, el teniente Duran no tardaria en perder la vida en un aparatoso accidente ocurrido durante una redada en la Barceloneta.
En la confusion de la refriega con unos anarquistas, Duran se habia precipitado cinco pisos por un tragaluz, estrellandose en un clavel de visceras. Todos coincidieron en que Espana habia perdido a un gran hombre, un procer con vision de futuro, un pensador que no temia la accion. Fumero asumio su puesto con orgullo, sabedor de que habia hecho bien al empujarle, pues Duran ya estaba viejo para el trabajo. A Fumero, los viejos -al igual que los tullidos, los gitanos y los maricones- le daban asco, con tono muscular o no. Dios, a veces, se equivocaba. Era deber de todo hombre integro corregir esas pequenas fallas y mantener el mundo presentable.
Unas semanas despues de su encuentro en el cafe Novedades en marzo de 1932, Jorge Aldaya empezo a sentirse mejor y se sincero con Fumero. Le pidio disculpas por lo mal que lo habia tratado en sus dias de adolescencia y, con lagrimas en los ojos, le conto su historia entera sin dejar nada. Fumero le escucho en silencio, asintiendo, absorbiendo. Mientras lo hacia, se pregunto si debia matar a Aldaya en aquel instante o esperar. Se preguntaba si estaria tan debil que la hoja del cuchillo apenas arrancaria una tibia agonia en su carne maloliente y reblandecida por la indolencia. Decidio aplazar la viviseccion. Le intrigaba la historia, especialmente por lo que hacia a Julian Carax.
Sabia por la informacion que habia podido obtener en la editorial Cabestany que Carax vivia en Paris, pero Paris era una ciudad muy grande y nadie en la editorial parecia conocer la direccion exacta. Nadie excepto una mujer apellidada Monfort que se negaba a divulgarla. Fumero la habia seguido dos o tres veces al salir de la oficina de la editorial sin que ella lo advirtiese. Habia llegado a viajar en el tranvia a medio metro de ella. Las mujeres nunca reparaban en el, y si lo hacian, volvian la mirada hacia otro lado, fingiendo no haberle visto. Una noche, despues de haberla seguido hasta el portal de su casa en la plaza del Pino, Fumero volvio a su casa y se masturbo furiosamente mientras se imaginaba hundiendo la hoja de su cuchillo en el cuerpo de aquella mujer, dos o tres centimetros por cuchillada, lenta y metodicamente, mirandole a los ojos. Quiza entonces se dignase a darle la direccion de Carax y a tratarle con el respeto debido a un oficial de policia.
Julian Carax era la unica persona a la que Fumero se habia propuesto matar y no lo habia conseguido. Quiza porque habia sido la primera, y con el tiempo todo se aprende. Al oir aquel nombre otra vez, sonrio del modo en que tanto espantaba a sus vecinas las fulanas, sin parpadear, relamiendose el labio superior lentamente. Todavia recordaba a Carax besando a Penelope Aldaya en el caseron de la avenida del Tibidabo. Su Penelope. El suyo habia sido un amor puro, de verdad, pensaba Fumero, como los que se veian en el cine. Fumero era muy aficionado al cine y acudia al menos dos veces por semana. Habia sido en una sala de cine donde Fumero habia comprendido que Penelope habia sido el amor de su vida. El resto, especialmente su madre, habian sido solo putas. Escuchando los ultimos retazos del relato de Aldaya, decidio que al fin y al cabo no iba a matarle. De hecho, se alegro de que el destino les hubiese reunido. Tuvo una vision, como en las peliculas que tanto disfrutaba: Aldaya le iba a servir a los demas en bandeja. Tarde o temprano, todos ellos acabarian atrapados en su red.