Muchos anos antes de convertirse en la esclava de Antoni Fortuny, Sophie Carax habia sido una mujer que vivia de su talento. Apenas contaba diecinueve anos cuando llego a Barcelona en busca de una promesa de empleo que nunca habria de materializarse. Antes de morir, su padre le habia procurado referencias para que entrase al servicio de los Benarens, una prospera familia de comerciantes alsacianos establecida en Barcelona.
- A mi muerte -le insto-, acude a ellos, y te acogeran como a una hija.
La calurosa acogida que recibio fue parte del problema. Monsieur Benarens habia decidido acogerla con los brazos, y las gonadas, abiertos y a toda vela. Madame Benarens, no sin apiadarse de ella y de su mala fortuna, le entrego cien pesetas y la puso en la calle.
- Tu tienes la vida por delante, pero yo solo tengo este marido miserable y lubrico.
Una escuela de musica de la calle Diputacion se avino a darle empleo como maestra particular de piano y solfeo. Era por entonces de buen tono que las hijas de familias asentadas fueran instruidas en las artes sociales y salpicadas con el don de la musica de salon, donde la polonesa era menos peligrosa que la conversacion o las lecturas cuestionables. Asi pues, Sophie Carax empezo su rutina de visitar caserones palaciegos donde criadas almidonadas y mudas la conducian a salones de musica donde la infancia hostil de la aristocracia industrial la esperaba para burlarse de su acento, su timidez o su condicion de sirvienta, pentagrama mas o menos. Con el tiempo aprendio a concentrarse en aquella exigua decima parte de sus alumnos que se elevaban por encima de la condicion de alimanas perfumadas, y a olvidar al resto.
Por aquel entonces, Sophie conocio a un joven sombrerero (pues asi se hacia llamar el con orgullo gremial) llamado Antoni Fortuny que parecia decidido a hacerle la corte a cualquier precio. Antoni Fortuny, por quien Sophie sentia una cordial amistad y nada mas, no tardo en proponerle matrimonio, oferta que Sophie rechazaba una docena de veces al mes. Cada vez que se despedian; Sophie confiaba en no volver a verle mas, porque no deseaba herirle. El sombrerero, impermeable a toda negativa, volvia al ataque, invitandola a un baile, a dar un paseo o a una merienda de bizcochos y chocolate en la calle Canuda. Sola en Barcelona, Sophie encontraba dificil resistirse a su entusiasmo, a su compania y a su devocion. Le bastaba mirar a Antoni Fortuny para saber que nunca podria amarle. No como ella sonaba llegar a amar a alguien algun dia. Pero le costaba rechazar la imagen de si misma que veia en los ojos embrujados del sombrerero. Solo en ellos veia a la Sophie que hubiera deseado ser.
Asi pues, por anhelo o debilidad, Sophie seguia jugueteando con el cortejo del sombrerero, creyendo que algun dia el conoceria a otra muchacha mas dispuesta y partiria en rumbos mas provechosos. Entretanto, sentirse deseada y apreciada bastaba para quemar la soledad y la nostalgia de cuanto habia dejado atras. Veia a Antoni los domingos, despues de misa. El resto de la semana lo dedicaba a sus clases de musica. Su alumna predilecta era una muchacha de notable talento llamada Ana Valls, hija de un prospero fabricante de maquinaria textil que habia hecho su fortuna desde la nada, a fuerza de enormes esfuerzos y sacrificios, mayormente ajenos. Ana declaraba su deseo de llegar a ser una gran compositora e interpretaba para Sophie pequenas piezas que componia imitando motivos de Grieg y Schumann, no sin cierto ingenio. El senor Valls, convencido de que las mujeres eran incapaces de componer otra cosa que calceta y colchas de punto, veia sin embargo con buen ojo que su hija se convirtiese en una competente interprete al teclado, pues tenia planes de casarla con algun heredero de buen apellido, y sabia que la gente refinada gustaba de cualidades extravagantes en las muchachas casaderas, amen de la docilidad y la exuberante fertilidad de una juventud en flor.
Fue en la casa de los Valls donde Sophie conocio a uno de los maximos benefactores y padrinos financieros del senor Valls: don Ricardo Aldaya, heredero del imperio Aldaya, ya por entonces la gran esperanza blanca de la plutocracia catalana de finales de siglo. Ricardo Aldaya se habia casado meses atras con una rica heredera de belleza cegadora y nombre impronunciable, atributos que las malas lenguas daban por veridicos, pues se decia que ni su reciente marido veia belleza alguna en ella ni se molestaba en mentar su nombre. Habia sido un matrimonio entre familias y bancos, no una nineria romantica, decia el senor Valls, que tenia muy claro que una cosa era el lecho y otra el hecho.
A Sophie le basto cruzar una mirada con don Ricardo para saber que estaba perdida para siempre. Aldaya tenia ojos de lobo, hambrientos y afilados, que se abrian camino y sabian donde asestar la dentellada mortal de necesidad. Aldaya le beso la mano lentamente, acariciandole los nudillos con los labios. Todo cuanto el sombrerero destilaba de afabilidad y entusiasmo, don Ricardo exhalaba en crueldad y fortaleza. Su sonrisa canina dejaba claro que era capaz de leer sus pensamientos y sus deseos y que se reia de ellos. Sophie sintio por el ese anemico desprecio que despiertan las cosas que mas deseamos sin saberlo. Se dijo que no le volveria a ver, que si era necesario dejaria de dar clases a su alumna preferida si con ello evitaba volver a tropezarse con Ricardo Aldaya. Nada la habia aterrado tanto en su vida como el presentir a aquel animal bajo la piel, y el reconocer a su depredador, vestido en galas de lino. Todos estos pensamientos cruzaron por su mente en apenas segundos, mientras urdia una burda excusa para ausentarse ante la perplejidad del senor Valls, la carcajada de Aldaya y la mirada derrotada de la pequena Ana, que entendia a las personas mejor que a la musica y sabia que habia perdido a su maestra sin remedio.
Una semana mas tarde, a las puertas de la escuela de musica de la calle Diputacion, Sophie se encontro con don Ricardo Aldaya, que la esperaba fumando y ojeando un periodico. Cruzaron una mirada y sin mediar palabra el la condujo a un edificio a dos manzanas de alli. Era un inmueble nuevo, todavia sin inquilinos. Ascendieron hasta el piso principal. Don Ricardo abrio la puerta y le cedio el paso. Sophie se adentro en el piso, un laberinto de corredores y galerias, de paredes desnudas y techos invisibles. No habia muebles ni cuadros ni lamparas ni objeto alguno que identificase aquel espacio como una vivienda. Don Ricardo Aldaya cerro la puerta y ambos se miraron.
- No he dejado de pensar en ti durante toda esta semana. Dime que tu no has hecho lo mismo y te dejare marchar y no volveras a verme -dijo Ricardo.
Sophie nego.
La historia de sus encuentros furtivos duro noventa y seis dias. Se veian al atardecer, siempre en aquel piso vacio en la esquina de Diputacion y Rambla de Cataluna. Martes y jueves, a las tres de la tarde. Sus citas nunca duraban mas de una hora. A veces Sophie se quedaba a solas, una vez Aldaya habia partido, llorando o temblando en un rincon de aquella alcoba. Luego, al llegar el domingo, Sophie buscaba desesperadamente en los ojos del sombrerero vestigios de la mujer que estaba desapareciendo, ansiando la devocion y el engano. El sombrerero no veia las marcas sobre la piel, los cortes ni las quemaduras que salpicaban su cuerpo. El sombrerero no veia la desesperacion en su sonrisa, en su docilidad. El sombrerero no veia nada. Quiza por eso acepto su promesa de matrimonio. Ya presentia por entonces que llevaba eh hijo de Aldaya en las entranas, pero temia decirselo, casi tanto como temia perderle. Una vez mas, fue Aldaya quien vio en ella lo que Sophie era incapaz de confesar. Le dio quinientas pesetas, una direccion en la calle Plateria y la orden de que se deshiciese de la criatura. Cuando Sophie se nego, don Ricardo Aldaya la abofeteo hasta que le sangraron los oidos y la amenazo con hacerla matar si se atrevia a mencionar sus encuentros o a afirmar que el hijo era suyo. Cuando le dijo al sombrerero que unos truhanes la habian asaltado en la plaza del Pino, el la creyo. Cuando le dijo que queria ser su esposa, el la creyo. El dia de su boda, alguien envio por error una gran corona funeraria a la iglesia. Todos rieron nerviosamente ante la confusion del florista. Todos menos Sophie, que sabia perfectamente que don Ricardo Aldaya seguia acordandose de ella en el dia de su matrimonio.