Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores habia llamado a la redaccion del Diario de Barcelona y dejado un recado para Miquel informandole de que habia visto al hombre que le habiamos descrito merodeando cerca del caseron como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llego al numero 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lugubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque hacia diecisiete anos que no le veia, Miquel reconocio en Julian aquel andar leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la penumbra del jardin, junto a la fuente. Julian habia saltado la tapia y acechaba la casa como un animal inquieto. Miquel hubiera podido llamarle desde alli, pero prefirio no alertar a posibles testigos. Tenia la impresion de que miradas furtivas espiaban la avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeo el muro de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julian habia usado como peldanos y las losas sueltas sobre el muro. Se aupo casi sin resuello, sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada. Se tendio sobre el muro, las manos temblando, y llamo a Julian en un susurro. La silueta que cercaba la fuente permanecio inmovil, uniendose a las demas estatuas. Miguel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en el. Se pregunto si Julian iba a reconocerle a el, tras diecisiete anos y una enfermedad que se le habia llevado hasta el aliento. La silueta se acerco lentamente, blandiendo un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.
- Julian... -murmuro Miquel.
La figura se detuvo en seco. Miquel escucho el cristal caer sobre la gravilla. El rostro de Julian emergio de la negrura. Una barba de dos semanas le cubria las facciones, mas afiladas.
- ?Miguel?
Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la calle, Miquel tendio su mano. Julian se aupo en el muro y, asiendo el puno de su amigo con fuerza, le poso la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le habia tallado al otro.
- Tenemos que irnos de aqui, Julian. Fumero te busca. Lo de Aldaya fue una trampa.
- Lo se -murmuro Carax, sin tono ni inflexion.
- La casa esta cerrada. Hace anos que nadie vive ya aqui -anadio Miguel-. Ven, ayudame a bajar y vayamonos de aqui.
Carax trepo de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintio como el cuerpo de su amigo se habia consumido bajo las ropas demasiado holgadas. Apenas se presentia carne o musculo. Una vez al otro lado, Carax asio a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se alejaron en la oscuridad por la calle Roman Macaya.
- ?Que tienes? -murmuro Carax.
- No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando. Miquel desprendia ya el olor de la enfermedad y Julian no pregunto mas. Descendieron por Leon XIII hasta el paseo de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un cafe. Se refugiaron en una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos velaban la barra a duo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero, un hombre con la piel de color de cera y los ojos crucificados en el suelo, les tomo el pedido. Brandy tibio, cafe y lo que quedase de comer.
Miquel no probo bocado. Carax, aparentemente voraz, comio por ambos. Los dos amigos se miraban en la luz pegajosa del cafe, arrebatados en el hechizo del tiempo. La ultima vez que se habian visto cara a cara tenian la mitad de anos. Se habian separado como muchachos y ahora la vida les devolvia al uno un fugitivo, al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habian sido las cartas que les habia servido la vida, o si habia sido el modo en que las habian jugado.
- Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mi estos anos, Miquel.
- No empieces ahora. Hice lo que debia y queria. No hay nada que agradecer.
- ?Como esta Nuria?
- Como la dejaste.
Carax bajo la mirada.
- Nos casamos hace meses. No se si ella te escribio para contartelo.
Los labios de Carax se congelaron y nego lentamente.
- No tienes derecho a reprocharle nada, Julian.
- Lo se. No tengo derecho a nada.
- ?Por que no acudiste a nosotros, Julian?
- No queria comprometeros.
- Eso ya no esta en tus manos. ?Donde has estado estos dias? Creimos que se te habia tragado la tierra.
- Casi. He estado en casa. En casa de mi padre.
Miquel le miro con asombro. Julian procedio a relatarle como, al llegar a Barcelona, sin saber adonde acudir, se habia dirigido a la casa donde se habia criado, temiendo que ya no hubiese nadie alli. La sombrereria seguia en pie, abierta, y un hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecia tras el mostrador. No habia querido entrar, ni hacerle saber que habia regresado, pero Antoni Fortuny habia alzado la mirada hacia el extrano que se alzaba al otro lado del escaparate. Sus ojos se habian encontrado y Julian, aunque habia querido echar a correr, se quedo paralizado. Vio formarse lagrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastro hacia la puerta y salio a la calle mudo. Sin mediar palabra, guio a su hijo al interior de la tienda, bajo las rejas y una vez el mundo exterior estuvo sellado, lo abrazo, temblando y aullando lagrimas.
Mas tarde, el sombrerero le explico que la policia habia ido preguntando por el hacia dos dias. Un tal Fumero, un hombre de mala fama que se decia que un mes antes habia estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se las daba de amigo de los anarquistas, le habia dicho que Carax estaba de camino a Barcelona, que habia asesinado a Jorge Aldaya a sangre fria en Paris y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeracion el sombrerero no se molesto en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improbable casualidad de que el hijo prodigo apareciese por alli, el sombrerero tendria a bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por supuesto podian contar con el. Le molesto que una vibora como Fumero diese por descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policia abandono la tienda, el sombrerero partio rumbo a la capilla de la catedral donde habia conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su hijo de vuelta a casa antes de que fuese demasiado tarde. Cuando Julian acudio a su padre, el sombrerero le advirtio del peligro que se cernia sobre el.
- Lo que sea que te haya traido a Barcelona, hijo mio, dejame que yo lo haga por ti mientras tu te escondes en casa. Tu habitacion sigue como la dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.
Julian le confeso que habia regresado a buscar a Penelope Aldaya. El sombrerero le juro que el la encontraria y que, una vez reunidos, les ayudaria a huir juntos a un lugar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.
Durante dias Julian se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San Antonio mientras el sombrerero recorria la ciudad en busca del rastro de Penelope. Pasaba los dias en su antigua habitacion, que fiel a la promesa de su padre, seguia igual, aunque ahora todo parecia mas pequeno, como si las casas y los objetos, o quiza solo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de sus viejos cuadernos seguian alli, lapices que recordaba haber afilado la semana que marcho a Paris, libros esperando ser leidos, ropa limpia de muchacho en los armarios. El sombrerero le conto que Sophie le habia dejado al poco de huir el, y aunque durante anos no supo de ella, finalmente le escribio desde Bogota, donde llevaba un tiempo viviendo con otro hombre. Se escribian con regularidad, "siempre hablando de ti", segun confeso el sombrerero, "porque es lo unico que nos une". Al pronunciar estas palabras, a Julian le parecia que el sombrerero habia esperado a enamorarse de su mujer hasta despues de haberla perdido.
- Solo se quiere de verdad una vez en la vida, Julian, aunque uno no se de cuenta.
El sombrerero, que parecia atrapado en una carrera con el tiempo para deshacer toda una vida de infortunios, no tenia duda de que Penelope era aquel amor de una sola estacion en la vida de su hijo y creia, sin darse cuenta, que si le ayudaba a recuperarla, quiza el tambien recuperase algo de lo que habia perdido, aquel vacio que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una maldicion.
Pese a todo su empeno, y para su desesperacion, el sombrerero pronto fue averiguando que no habia rastro de Penelope Aldaya, ni de la familia, en toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que habia tenido que trabajar toda la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre habia concedido al dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince anos de ruina y miseria habian bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias y las huellas de una estirpe. A la mencion del apellido Aldaya, muchos reconocian la musica de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado. El dia que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la sombrereria preguntando por Julian, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez podria bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda una vida ignorando sus plegarias, y el mismo, gustoso, le arrancaria los ojos si osaba alejar a Julian una vez mas del naufragio de su vida.
El sombrerero era el hombre que el florista ambulante recordaba haber visto dias atras, merodeando por el caseron de la avenida del Tibidabo. Lo que el florista interpreto como mala leche no era sino la firmeza de espiritu que solo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un proposito a sus vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano. Lamentablemente, no quiso el senor escuchar esta ultima vez los ruegos del sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperacion, fue incapaz de encontrar aquello que buscaba, la salvacion de su hijo, de si mismo, en el rastro de una muchacha a la que nadie recordaba y de la que nadie sabia nada. ?Cuantas almas perdidas necesitas, Senor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en su infinito silencio, le miraba sin pestanear.
- No la encuentro, Julian... Te juro que...
- No se preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo que podia.
Aquella noche, Julian habia salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de Penelope.
Miquel escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una maldicion. No se le ocurrio pensar en el camarero, que se dirigia al telefono y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo, limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se ensenoreaba con sana, mientras Julian le referia lo sucedido a su llegada a Barcelona. No se le ocurrio que Fumero habria estado ya en aquel cafe, en decenas de cafes como aquel, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan pronto Carax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestion de segundos. Cuando el coche de la policia se detuvo frente al cafe y el camarero se retiro a la cocina, Miquel sintio la calma fria y serena de la fatalidad. Carax le leyo la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas espectrales de tres gabardinas grises aleteando tras las ventanas. Tres rostros escupiendo vapor en el cristal. Ninguno de ellos era Fumero. Los carroneros le precedian.
- Vayamonos de aqui, Julian...
- No hay adonde ir -dijo Carax, con una serenidad que llevo a su amigo a observarle con detenimiento.
Advirtio entonces el revolver en la mano de Julian, y la fria disposicion en su mirada. La campanilla de la puerta arano el murmullo de la radio. Miquel arrebato la pistola de las manos de Carax y le miro fijamente.
- Dame tu documentacion, Julian.
Los tres policias fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo. Los otros dos se palpaban el interior de la gabardina.
- La documentacion, Julian. Ahora.
Carax nego en silencio.
- Me quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aqui, Julian. Tu tienes mas puntos que yo. No se si encontraras a Penelope. Pero Nuria te espera.
- Nuria es tu mujer.
- Acuerdate del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mio sera tuyo...
- ...menos los suenos.
Se sonrieron por ultima vez. Julian le tendio su pasaporte. Miquel lo coloco junto con el ejemplar de La Som bra del Viento que llevaba en el abrigo desde el dia que lo habia recibido.
- Hasta pronto -murmuro Julian.
- No hay prisa. Yo esperare.
Justo cuando los tres policias se volvian hacia ellos, Miquel se levanto de la mesa y se dirigio hacia ellos. Al principio solo vieron a un moribundo palido y tembloroso que les sonreia mientras la sangre asomaba por las comisuras de labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revolver en su mano derecha, Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero el primer disparo le volo la mandibula inferior. El cuerpo cayo inerte, de rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habian desenfundado sus armas. El segundo disparo atraveso el estomago del que parecia mas viejo. La bala le partio la columna vertebral en dos y escupio un puno de visceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiempo de hacer un tercer disparo. El policia restante ya le habia encanonado. Sintio el arma en las costillas, sobre el corazon, y su mirada acerada, encendida de panico.
- Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.
Miquel sonrio y alzo lentamente el revolver hacia el rostro del policia. No debia de tener mas de veinticinco anos y le temblaban los labios.
- Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuerdo de su disfraz de marinerito.
No sintio dolor, ni fuego. El impacto, como un martillazo sordo que se llevo el sonido y el color de las cosas, le lanzo contra la cristalera. Al atravesarla y advertir que un frio intenso le trepaba por la garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvio la mirada por ultima vez y vio a su amigo Julian correr calle abajo. Tenia treinta y seis anos, mas de los que habia esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.