Me desperto el repiqueteo de la lluvia al alba. La cama vacia, la habitacion prendida de tiniebla gris.
Encontre a Julian sentado frente al que habia sido el escritorio de Miquel, acariciando las teclas de su maquina de escribir. Alzo la mirada y me brindo aquella sonrisa tibia, lejana, que decia que nunca seria mio. Senti deseos de escupirle la verdad, de herirle. Hubiera sido tan facil. Revelarle que Penelope estaba muerta. Que vivia de enganos. Que yo era cuanto tenia ahora en el mundo.
- Nunca debi regresar a Barcelona -murmuro, sacudiendo la cabeza.
Me arrodille junto a el.
- Lo que tu buscas no esta aqui, Julian. Marchemonos. Los dos. Lejos de aqui. Mientras hay tiempo.
Julian me miro largamente, sin pestanear.
- Tu sabes algo que no me has dicho, ?verdad? -pregunto.
Negue, tragando saliva. Julian se limito a asentir.
- Esta noche voy a volver alli.
- Julian, por favor...
- Tengo que asegurarme.
- Entonces ire contigo.
- No.
- La ultima vez que me quede esperando aqui, perdi a Miquel. Si tu vas, yo voy.
- Esto no va contigo, Nuria. Es algo que me concierne a mi solo.
Me pregunte si realmente no se daba cuenta del dano que me hacian sus palabras, o si apenas le importaba.
- Eso es lo que tu crees.
Quiso acariciarme la mejilla pero le aparte la mano.
- Deberias odiarme, Nuria. Te traeria suerte.
- Ya lo se.
Pasamos el dia fuera, lejos de la tiniebla opresiva del piso que aun olia a sabanas tibias y piel. Julian queria ver el mar. Le acompane hasta la Barceloneta y nos adentramos en la playa casi desierta, un espejismo de color de arena que se fundia en la calima. Nos sentamos en la arena, cerca de la orilla, como lo hacen los ninos y los viejos. Julian sonreia en silencio, recordando a solas.
Al atardecer tomamos un tranvia junto al acuario y ascendimos por la Via Layetana hasta el paseo de Gracia, luego la plaza de Lesseps y despues la avenida de la Republica Argentina hasta el termino del trayecto. Julian observaba las calles en silencio, como si temiese perder la ciudad a medida que la recorria. A medio camino me tomo la mano y la beso sin decir nada. La sostuvo hasta que nos bajamos. Un anciano que acompanaba a una nina de blanco nos miraba, sonriente, y nos pregunto si eramos novios. Era ya noche cerrada cuando enfilamos Roman Macaya en direccion al caseron de los Aldaya en la avenida del Tibidabo. Caia una lluvia fina que tenia de plata los paredones de piedra. Trepamos el muro de la finca por la parte de atras, junto a las pistas de tenis. El caseron se alzaba en la lluvia. La reconoci al instante. Habia leido la fisonomia de aquella casa en mil encarnaciones y angulos en las paginas de Julian. En La casa roja , el palacete se aparecia como un tenebroso caseron mas grande por dentro que por fuera, que cambiaba lentamente de forma, crecia en pasillos, galerias y aticos imposibles, escaleras infinitas que no conducian a ninguna parte y alumbraba habitaciones oscuras que aparecian y desaparecian de la noche a la manana, llevandose consigo a los incautos que se adentraban en ellas sin que nadie les volviese a ver. Nos detuvimos frente al porton, asegurado con cadenas y un candado del tamano de un puno. Los ventanales de la primera planta estaban tapiados con tablones recubiertos de yedra. El aire olia a maleza muerta y a tierra mojada. La piedra, oscura y viscosa bajo la lluvia, relucia como el esqueleto de un gran reptil.
Quise preguntarle como pensaba franquear aquel porton de roble, de basilica o prision. Julian extrajo un frasco del abrigo y desenrosco la tapa. Un vapor fetido ex halo del interior en una espiral lenta y azulada. Sostuvo el candado por el extremo y vertio el acido en el interior del cerrojo. El metal siseo como hierro candente, envuelto en un pano de humo amarillento. Esperamos unos segundos y entonces tomo un adoquin de entre la maleza y partio el candado con media docena de golpes. Julian empujo la puerta de un puntapie. Se abrio lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y humedo. Mas alla del umbral se adivinaba una oscuridad aterciopelada. Julian portaba un encendedor de bencina que prendio al adentrarse unos pasos en el recibidor. Le segui y entorne la puerta a nuestras espaldas. Julian anduvo unos metros, sosteniendo la llama por encima de la cabeza. Una alfombra de polvo se tendia a nuestros pies, sin mas huellas que las nuestras. Las paredes, desnudas, prendian al ambar de la llama. No habia muebles, ni espejos o lamparas. Las puertas permanecian en los goznes, pero los pomos de bronce habian sido arrancados. El caseron apenas mostraba el esqueleto desnudo. Nos detuvimos al pie de la escalinata. La mirada de Julian se perdio hacia lo alto. Se volvio un instante para mirarme y quise sonreirle, pero en la penumbra apenas nos adivinabamos la mirada. Le segui escaleras arriba, recorriendo los peldanos en los que Julian habia visto a Penelope por primera vez. Sabia adonde nos dirigiamos y me invadio un frio que nada tenia de la atmosfera humeda y mordiente de aquel lugar.
Ascendimos hasta el tercer piso, donde un angosto corredor se abria paso hacia el ala sur de la casa. La techumbre alli era mucho mas baja y las puertas mas pequenas. Era el piso que albergaba las estancias del servicio. La ultima, supe sin necesidad de que Julian dijese nada, habia sido la alcoba de Jacinta Coronado. Julian se aproximo lentamente, temeroso. Aquel habia sido el ultimo lugar donde habia visto a Penelope, donde habia hecho el amor con una muchacha de apenas diecisiete anos, que meses mas tarde moriria desangrada en aquella misma celda. Quise detenerle, pero Julian ya habia ganado el umbral y miraba hacia el interior, ausente. Me asome junto a el. La habitacion no era mas que un cubiculo despojado de toda ornamentacion. Las marcas de un antiguo lecho se leian todavia bajo la marea de polvo en los maderos del suelo. Una marana de manchas negras reptaba por el centro de la habitacion. Julian observo aquel vacio por espacio de casi un minuto, desconcertado. Vi en su mirada que apenas acertaba a reconocer el lugar, que todo se le aparecia como un truco macabro y cruel. Le tome del brazo y le guie de regreso a la escalera.
- Aqui no hay nada, Julian -murmure-. La familia lo vendio todo antes de partir a la Argentina.
Julian asintio debilmente. Descendimos de nuevo hasta la planta baja. Una vez alli, Julian se dirigio hacia la biblioteca. Los estantes estaban vacios, la chimenea anegada de escombros. Las paredes, palidas de muerte, aleteaban al aliento de la llama. Los acreedores y usureros habian conseguido llevarse hasta la memoria, que debia de estar ahora perdida en el laberinto de alguna chatarreria.
- He vuelto para nada -murmuraba Julian.
Mejor asi, pense. Contaba los segundos que nos separaban de la puerta. Si conseguia alejarle de alli y dejarle con aquella punalada de vacio, quiza aun tuviesemos una oportunidad. Deje que Julian absorbiera la ruina de aquel lugar, que purgases u recuerdo.
- Tenias que volver y verla otra vez -dije-. Ahora ya ves que no hay nada. Es solo un caseron viejo y deshabitado, Julian. Vayamonos a casa.
Me miro, palido, y asintio. Le tome de la mano y enfilamos el pasillo que conducia a la salida. La brecha de claridad del exterior apenas quedaba a media docena de metros. Pude oler la maleza v la llovizna en el aire. Entonces senti que perdia la mano de Julian. Me detuve y me volvi para encontrarle inmovil, con la mirada clavada en la oscuridad.
- Que pasa, Julian?
No contesto. Contemplaba hechizado la boca de un angosto corredor que conducia a las cocinas. Me aproxime hasta alli y escrute la tiniebla que aranaba la llama azul del mechero de gasolina. La puerta al extremo del pasillo estaba tapiada. Un muro de ladrillos rojos, toscamente dispuestos entre argamasa que sangraba por las comisuras. No comprendi bien que significaba, pero senti que el frio me robaba el aliento. Julian se acercaba lentamente hacia alli. Todas las demas puertas, en el corredor -en toda la casa-, estaban abiertas, desprovistas de cerraduras y pomos. Excepto aquella. Una compuerta de ladrillos rojos oculta en el fondo de un corredor lugubre y escondido. Julian poso las manos sobre los adoquines de arcilla escarlata.
- Julian, por favor, vayamonos ya...
El impacto de su puno sobre ha pared de ladrillos arranco un eco hueco y cavernoso al otro lado. Me parecio que le temblaban las manos cuando posaba el mechero en el suelo y me indicaba que me retirase unos pasos.
- Julian...
La primera patada arranco una lluvia de polvo rojizo. Julian embistio de nuevo. Crei que habia oido sus huesos crujir. Julian no se inmuto. Golpeaba el muro una y otra vez, con la rabia de un preso abriendose camino hacia la libertad. Le sangraban los punos y los brazos cuando el primer ladrillo se quebro y cayo al otro lado. Con dedos ensangrentados, Julian empezo entonces a forcejear por agrandar aquel marco en la oscuridad. Jadeaba, exhausto y poseido de una furia de la que nunca le habria creido posible. Uno a uno, los ladrillos fueron cediendo y el muro se abatio. Julian se detuvo, cubierto de sudor frio, las manos despellejadas. Tomo el mechero y lo poso sobre el borde de uno de los ladrillos. Una puerta de madera labrada con motivos de angeles se alzaba al otro lado. Julian acaricio los relieves de la madera, como si leyese un jeroglifico. La puerta se abrio bajo la presion de sus manos.
Una tiniebla azul, espesa y gelatinosa, emanaba del otro lado. Mas alla se intuia una escalinata. Peldanos de piedra negra descendian hasta donde se perdia la sombra. Julian se volvio un instante y le encontre la mirada. Vi en ella miedo y desesperanza, como si intuyese la negrura. Negue en silencio, implorandole que no descendiese. Se volvio, abatido, y se zambullo en la oscuridad. Me asome al marco de adoquines y le vi descender por la escalera, casi tambaleandose. La llama temblaba, apenas ya un soplo de azul transparente.
- ?Julian?
Solo me llego silencio. Podia ver la sombra de Julian, inmovil al fondo de la escalera. Cruce el umbral de ladrillos y descendi los peldanos. La sala era una estancia rectangular, de muros de marmol. Desprendia un frio intenso y penetrante. Las dos lapidas estaban recubiertas por un velo de telarana que se deshizo como seda podrida a la llama del mechero. El marmol blanco estaba surcado por lagrimas negras de humedad que parecian sangrar de las hendiduras que habia dejado el cincel del grabador. Yacian la una junto a la otra, como maldiciones encadenadas.
Muchas veces me he detenido a pensar en aquel momento de silencio, tratando de imaginar lo que Julian debio de sentir al comprobar que la mujer a la que habia estado esperando durante diecisiete anos estaba muerta, que el hijo de ambos se habia marchado con ellos, que la vida con que habia sonado, su unico aliento, nunca habia existido. La mayoria de nosotros tenemos la dicha o la desgracia de ver como la vida se desmorona poco a poco, sin que nos demos casi cuenta. Para Julian, aquella certeza prendio en cuestion de segundos. Por un instante pense que echaria a correr escaleras arriba, que huiria de aquel lugar maldito y que no volveria a verle jamas. Quiza hubiera sido mejor asi.
Recuerdo que la llama del mechero se extinguio lentamente y que perdi su silueta en la oscuridad. Le busque en la sombra. Le encontre temblando, mudo. Apenas podia sostenerse en pie y se arrastro hasta un rincon. Le abrace y le bese la frente. No se movia. Palpe su rostro con los dedos, pero no habia lagrimas. Crei que tal vez, inconscientemente, lo habia sabido durante todos aquellos anos, que quiza aquel encuentro era necesario para enfrentarse a la certeza y liberarse. Habiamos llegado al final del camino. Julian comprenderia ahora que ya nada le retenia en Barcelona y que partiriamos lejos. Quise creer que nuestra suerte iba a cambiar y que Penelope nos habia perdonado.
Busque el mechero en el suelo y lo encendi de nuevo. Julian observaba el vacio, ajeno a la llama azul. Le tome el rostro con las manos y le obligue a mirarme. Me encontre ojos sin vida, vacios, consumidos de rabia y de perdida. Senti el veneno del odio esparciendose lentamente por sus venas y pude leer sus pensamientos. Me odiaba por haberle enganado. Odiaba a Miquel por haberle querido obsequiar con una vida que le pesaba como una herida abierta. Pero sobre todo odiaba al hombre que habia causado toda aquella desgracia, aquel rastro de muerte y miseria: el mismo. Odiaba aquellos cochinos libros a los que habia dedicado su vida y que a nadie importaban. Odiaba una existencia entregada al engano y a la mentira. Odiaba cada segundo robado y cada aliento.
Me miraba sin pestanear, como se mira a un extrano o a un objeto desconocido. Yo negaba lentamente, buscandole las manos. Se aparto bruscamente y se incorporo. Trate de asirle el brazo pero me empujo contra el muro. Le vi ascender la escalera en silencio, un hombre a quien ya no conocia. Julian Carax estaba muerto. Cuando sali al jardin del caseron, ya no habia rastro de el. Escale el muro y salte al otro lado. Las calles desoladas sangraban bajo la lluvia. Grite su nombre, caminando por el centro de la avenida desierta. Nadie respondio a mi llamada. Cuando regrese a casa eran casi las cuatro de la manana. El piso estaba anegado de humo y olia a quemado. Julian habia estado alli. Corri a abrir las ventanas. Encontre un estuche sobre mi escritorio que contenia la pluma que le habia comprado anos antes en Paris, la estilografica por la que habia pagado una fortuna en virtud de su supuesta pertenencia a Alejandro Dumas o Victor Hugo. El humo provenia de la caldera de la calefaccion. Abri la compuerta y comprobe que Julian habia arrojado al interior todos los ejemplares de sus novelas que faltaban de la estanteria. Apenas se leia el titulo sobre los lomos de piel. El resto eran cenizas.
Horas despues, cuando acudi a la editorial a media manana, Alvaro Cabestany me hizo llamar a su despacho. Su padre apenas pasaba ya por el despacho y los medicos le habian dicho que tenia los dias contados, lo mismo que mi puesto en la empresa. El hijo de Cabestany me anuncio que aquella misma manana a primera hora se habia presentado un caballero llamado Lain Coubert interesado en adquirir todos los ejemplares de las novelas de Julian Carax que tuviesemos en existencias. El hijo del editor dijo que tenia un almacen lleno de ellas en Pueblo Nuevo, pero que habia gran demanda de ellas y por tanto habia exigido un precio superior al que Coubert ofrecia. Coubert no habia picado y se habia marchado con viento fresco. Ahora Cabestany hijo queria que yo localizase al tal Lain Coubert y aceptase su oferta. Le dije a aquel necio que Lain Coubert no existia, que era un personaje de una novela de Carax. Que no tenia interes alguno en comprarle los libros; solo queria saber donde estaban. El senor Cabestany tenia por costumbre guardar un ejemplar de cada uno de los titulos publicados por la casa en la biblioteca de su despacho, incluso de las obras de Julian Carax. Me cole en su oficina y me los lleve.
Aquella misma tarde visite a mi padre en eh Cementerio de los libros Olvidados y los oculte donde nadie, especialmente Julian, pudiese encontrarlos. Habia anochecido ya cuando sali de alli. Vagando Ramblas abajo llegue hasta la Barceloneta y me adentre en la playa, buscando el lugar al que habia ido a contemplar el mar con Julian. La pira de llamas del almacen en Pueblo Nuevo se adivinaba a lo lejos, el rastro ambar derramandose sobre el mar y las espirales de fuego y humo ascendiendo al cielo como serpientes de luz. Cuando los bomberos consiguieron extinguir las llamas poco antes del amanecer, no quedaba nada, apenas el esqueleto de ladrillos y metal que sostenia la boveda. Alli encontre a Lluis Carbo, que habia sido el vigilante nocturno durante diez anos. Contemplaba los escombros humeantes, incredulo. Tenia las cejas y el vello de los brazos quemados y la piel le brillaba como bronce humedo. Fue el quien me conto que las llamas habian empezado poco despues de la medianoche y habian devorado decenas de miles de libros hasta que el alba se habia rendido en un rio de ceniza. Lluis sostenia todavia en las manos un punado de libros que habia conseguido salvar, colecciones de versos de Verdaguer y dos tomos de Historia de la Revolucion francesa. Era cuanto habia sobrevivido. Varios miembros del sindicato habian acudido para ayudar a los bomberos. Uno de ellos me conto que los bomberos habian encontrado un cuerpo quemado entre los escombros. Lo habian tomado por muerto, pero uno de ellos advirtio que todavia respiraba y lo llevaron al hospital del Mar.
Lo reconoci por los ojos. El fuego le habia devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habian arrancado la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habian confinado a una habitacion solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha mano, pero una de las enfermeras me advirtio que apenas habia carne bajo las vendas. El fuego le habia segado los parpados y su mirada enfrentaba el vacio perpetuo. La enfermera que me encontro caida en el suelo, llorando, me pregunto si sabia quien era. Le dije que si, que era mi marido. Cuando un cura rapaz aparecio para prodigar sus ultimas bendiciones, lo ahuyente a alaridos. Tres dias mas tarde, Julian seguia vivo. Los medicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenian vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana mas tarde, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistia a apagarse, fue oficialmente admitido con el nombre de Miquel Moliner. Habria de permanecer alli por espacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.
Yo acudia todos los dias al hospital. Pronto las enfermeras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacian. Me ensenaron a limpiar las heridas de Julian, a cambiarle los vendajes, a poner sabanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. Tambien me ensenaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algun dia se habia sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes. Julian era una calavera. No tenia labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muneco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habian agrandado y ahora dominaban su expresion. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentian repugnancia, casi miedo. Los medicos me habian dicho que una suerte de piel violacea, reptil, se iria formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevia a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julian -Miquel- habia perdido la razon en el incendio, que vegetaba y sobrevivia gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecia firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabia que Julian seguia alli dentro, vivo, consumiendose lentamente. Esperando.
Habia perdido los labios, pero los medicos creian que las cuerdas vocales no habian sufrido dano irreparable y que las quemaduras en la lengua y la laringe habian sanado meses atras. Asumian que Julian no decia nada porque su mente se habia extinguido. Una tarde, seis meses despues del incendio, estando el y yo a solas en la habitacion, me incline y le bese en la frente.
- Te quiero -le dije.
Un sonido amargo, ronco, emergio de aquella mueca canina a la que se habia reducido la boca. Tenia los ojos enrojecidos de lagrimas. Quise secarselas con un panuelo, pero repitio aquel sonido.
- Dejame -habia dicho.
"Dejame."
La editorial Cabestany habia quebrado a los dos meses del incendio del almacen de Pueblo Nuevo. El viejo Cabestany, que murio aquel ano, habia pronosticado que su hijo conseguiria arruinar la empresa en seis meses. Optimista irredento hasta la sepultura. Intente encontrar trabajo en otra editorial, pero la guerra se lo comia todo. Todos me decian que la guerra acabaria pronto, y que luego las cosas mejorarian. La guerra tenia todavia dos anos por delante, y lo que vino despues fue casi peor. Al cumplirse un ano del incendio, los medicos me dijeron que cuanto podia hacerse en un hospital estaba hecho. La situacion era dificil y necesitaban la habitacion. Me recomendaron ingresar a Julian en un sanatorio como el asilo de Santa Lucia, pero me negue. En octubre de 1937 me lo lleve a casa. No habia pronunciado una sola palabra desde aquel "Dejame".
Yo le repetia todos los dias que le queria. Estaba instalado en una butaca frente a la ventana, cubierto de mantas. Le alimentaba con zumos, pan tostado y, cuando encontraba, leche. Todos los dias le leia un par de horas. Balzac, Zola, Dickens... Su cuerpo empezaba a recuperar volumen. Al poco de regresar a casa empezo a mover las manos y los brazos. Ladeaba el cuello. A veces, al volver a casa, me encontraba las mantas en el suelo y objetos derribados. Un dia le encontre en el suelo, arrastrandose. Un ano y medio despues del incendio, una noche de tormenta, me desperte a media noche. Alguien se habia sentado en mi lecho y me acariciaba el pelo. Le sonrei, ocultando las lagrimas. Habia conseguido encontrar uno de mis espejos, aunque los habia ocultado todos. Con voz quebrada me dijo que se habia transformado en uno de sus monstruos de ficcion, en Lain Coubert. Quise besarle, demostrarle que su aspecto no me repugnaba, pero no me dejo. Pronto no me dejaria apenas tocarle. Iba recobrando fuerzas dia a dia. Merodeaba por la casa mientras yo salia a buscar algo para comer. Los ahorros que Miquel habia dejado nos mantenian a flote, pero pronto tuve que empezar a vender joyas y trastos viejos. Cuando no hubo mas remedio, cogi la pluma de Victor Hugo que habia comprado en Paris y sali a venderla al mejor postor. Encontre una tienda detras del Gobierno Militar que admitia genero de ese tipo. El encargado no parecio impresionado por mi solemne juramento atestiguando que aquella pluma Habia pertenecido a Victor Hugo, pero reconocio que era una pieza magistral y se avino a pagarme tanto corno pudo, teniendo en cuenta que corrian tiempos de escasez y miseria.
Cuando le dije a Julian que la habia vendido, temi que montase en colera. Se limito a decir que habia hecho bien, que nunca la habia merecido. Un dia, uno de tantos en que yo habia salido a buscar trabajo, regrese y me encontre que Julian no estaba. No regreso hasta el alba. Cuando le pregunte que adonde habia ido, se limito a vaciar los bolsillos del abrigo (que habia sido de Miquel) y dejar un punado de dinero sobre la mesa. A partir de entonces empezo a salir casi todas las noches. En la oscuridad, cubierto con un sombrero y bufanda, con los guantes y la gabardina, era una sombra mas. Nunca me decia adonde iba. Casi siempre traia dinero o joyas. Dormia por las mananas, sentado erguido en su butaca, con los ojos abiertos. En una ocasion encontre una navaja en sus bolsillos. Era un arma de doble filo, de resorte automatico. La hoja estaba prendida de manchas oscuras.
Fue por entonces cuando empece a oir por las calles las historias acerca de un individuo que rompia los escaparates de las librerias por la noche y quemaba libros. En otras ocasiones, el extrano vandalo se colaba en una biblioteca o en la camara de un coleccionista. Siempre se llevaba dos o tres tomos, que quemaba. En febrero de 1938 acudi a una libreria de viejo para preguntar si era posible encontrar algun libro de Julian Carax en el mercado. El encargado me dijo que era imposible: alguien los habia estado haciendo desaparecer. El mismo habia tenido un par y los habia vendido a un individuo muy extrano, que ocultaba su rostro y al que apenas se le podia descifrar la voz.
- Hasta hace poco quedaban algunas copias en colecciones privadas, aqui y en Francia, pero muchos coleccionistas empiezan a desprenderse de ellas. Tienen miedo -decia-, y no les culpo.
A veces Julian desaparecia durante dias enteros. Pronto sus ausencias fueron de semanas. Se iba y volvia siempre de noche. Siempre traia dinero. Nunca daba explicaciones, o si lo hacia, se limitaba a dar detalles sin sentido. Me dijo que habia estado en Francia. Paris, Lyon, Niza. Ocasionalmente llegaban cartas desde Francia a nombre de Lain Coubert. Siempre eran de libreros de viejo, coleccionistas. Alguien habia localizado una copia perdida de las obras de Julian Carax. Entonces desaparecia varios dias y regresaba como un lobo, apestando a quemado y a rencor.
Fue durante una de aquellas ausencias cuando me encontre al sombrerero Fortuny en el claustro de la catedral, vagando como un iluminado. Todavia me recordaba de la vez que habia acudido con Miquel a preguntar por su hijo Julian, dos anos atras. Me condujo a un rincon y me dijo confidencialmente que sabia que Julian estaba vivo, en alguna parte, pero que sospechaba que su hijo no podia ponerse en contacto con nosotros por algun motivo que no acertaba a discernir. "Algo que ver con ese desalmado de Fumero." Le dije que yo creia lo mismo. Los anos de la guerra estaban resultando muy prosperos para Fumero. Sus alianzas cambiaban de mes a mes, de los anarquistas a los comunistas, y de alli a lo que viniese. Unos y otros lo acusaban de espia, de esbirro, de heroe, de asesino, de conspirador, de intrigante, de salvador o de demiurgo. Poco importaba. Todos le temian. Todos le querian de su lado. Quiza demasiado ocupado con las intrigas de la Barcelona de la guerra, Fumero parecia haber olvidado a Julian. Probablemente, como el sombrerero, le imaginaba ya fugado y lejos de su alcance.
El senor Fortuny me pregunto si era una vieja amiga de su hijo y le dije que si. Me pidio que le hablase de Julian, del hombre en que se habia convertido, porque el, me confeso entristecido, no le conocia. "La vida nos separo, ?sabe usted?" Me conto que habia recorrido todas las librerias de Barcelona en busca de las novelas de Julian, pero no habia modo de encontrarlas. Alguien le habia contado que un loco recorria el mapa en su busca para quemarlas. Fortuny estaba convencido de que el culpable no era sino Fumero. No le contradije. Menti como pude, por piedad o por despecho, no lo se. Le dije que creia que Julian habia regresado a Paris, que estaba bien y que me constaba que apreciaba mucho al sombrerero Fortuny y que tan pronto las circunstancias lo hiciesen posible, se reuniria de nuevo con el. "Es esta guerra -se lamentaba el-, que lo pudre todo." Antes de despedirnos insistio en darme su direccion y la de su ex esposa, Sophie, con quien habia vuelto a reanudar el contacto tras largos anos de "malentendidos". Sophie vivia ahora en Bogota con un prestigioso doctor, me dijo. Regentaba su propia escuela de musica y siempre escribia preguntando por Julian.
- Ya es lo unico que, nos une, ?sabe usted? El recuerdo. Uno comete muchos errores en la vida, senorita, y solo se da cuenta cuando es viejo. Digame, ?usted tiene fe?
Me despedi prometiendole informarle a el y a Sophie si tenia noticias de Julian.
- A su madre nada la haria mas feliz que volver a saber de el. Ustedes, las mujeres, escuchan mas al corazon y menos a la tonteria -concluyo el sombrerero con tristeza-. Por eso viven mas.
Pese a haber oido tantas historias virulentas acerca de el, no pude evitar sentir lastima por aquel pobre anciano que apenas tenia mas que hacer en el mundo que esperar el regreso de su hijo y parecia vivir de las esperanzas de recuperar el tiempo perdido gracias a un milagro de los santos a los que visitaba con tanta devocion en las capillas de la catedral. Le habia imaginado como un ogro, un ser vil y rencoroso, pero me parecio un hombre bondadoso, cegado quiza, perdido como todos. Quiza porque me recordaba a mi propio padre, que se escondia de todos y de si mismo en aquel refugio de libros y sombras, quiza porque, sin el sospecharlo, tambien nos unia el anhelo por recuperar a Julian, le tome carino y me converti en su unica amiga. Sin que Julian lo supiese, le visitaba a menudo en el piso de la ronda de San Antonio. El sombrerero ya no trabajaba.
- No tengo ni las manos ni la vista ni los clientes... -decia.
Me esperaba casi todos los jueves y me ofrecia cafe, galletas y dulces que el apenas probaba. Pasaba las horas hablandome de la infancia de Julian, de como trabajaban juntos en la sombrereria, mostrandome fotografias. Me conducia a la habitacion de Julian, que mantenia inmaculada como un museo, y me mostraba viejos cuadernos, objetos insignificantes que el adoraba como reliquias de una vida que nunca habia existido, sin darse cuenta de que ya me los habia ensenado antes, que todas aquellas historias ya me las habia relatado otro dia. Uno de aquellos jueves me cruce en la escalera con un medico que acababa de visitar al senor Fortuny. Le pregunte como estaba el sombrerero y el me miro de reojo.
- ?Es usted familiar suya?
Le dije que era lo mas cercano a eso que el pobre hombre tenia. El medico me dijo entonces que Fortuny estaba muy enfermo, que era cuestion de meses.
- ?Que tiene?
- Le podria decir a usted que es el corazon, pero lo que lo mata es la soledad. Los recuerdos son peores que las balas.
Al verme, el sombrerero se alegro y me confeso que aquel medico no le merecia confianza. Los medicos son como brujos de pacotilla, decia. El sombrerero habia sido toda su vida hombre de profundas convicciones religiosas y la vejez solo las habia acentuado. Me explico que veia la mano del demonio por todas partes. El demonio, me confeso, ofusca la razon y pierde a los hombres.
- Mire usted la guerra, y mireme usted a mi. Porque ahora me ve viejo y blando, pero yo de joven he sido muy canalla y muy cobarde.
Era el demonio quien se habia llevado a Julian de su lado, anadio.
- Dios nos da la vida, pero el casero del mundo es el demonio...
Pasabamos la tarde entre teologia y melindros rancios.
Alguna vez le dije a Julian que si queria volver a ver a su padre vivo, mas le valia darse prisa. Resulto que Julian habia estado tambien visitando a su padre sin que el lo supiera. De lejos, al crepusculo, sentado al otro extremo de una plaza, viendole envejecer. Julian replico que preferia que el anciano se llevase la memoria del hijo que habia fabricado en su mente durante aquellos anos y no la realidad en la que se habia convertido.
- Esa la guardas para mi -le dije, arrepintiendome al instante.
No dijo nada, pero por un instante parecio que le volvia la lucidez y se daba cuenta del infierno en el que nos habiamos enjaulado. Los pronosticos del medico no tardaron en hacerse realidad. El senor Fortuny no llego a ver el fin de la guerra. Le encontraron sentado en su butaca, mirando las fotografias viejas de Sophie y de, Julian. Acribillado a recuerdos.
Los ultimos dias de la guerra fueron el preludio del infierno. La ciudad habia vivido el combate a distancia, como una herida que late adormecida. Habian transcurrido meses de escarceos y luchas, bombardeos y hambre. El espectro de asesinatos, luchas y conspiraciones llevaba anos corroyendo el alma de la ciudad, pero aun asi, muchos querian creer que la guerra seguia lejos, que era un temporal que pasaria de largo. Si cabe, la espera hizo lo inevitable peor. Cuando el dolor desperto, no hubo misericordia. Nada alimenta el olvido como una guerra, Daniel. Todos callamos y se esfuerzan en convencernos de lo que hemos visto, lo que hemos hecho, lo que hemos aprendido de nosotros mismos y de los demas, es una ilusion, una pesadilla pasajera. Las guerras no tienen memoria y nadie se atreve a comprenderlas hasta que ya no quedan voces para contar lo que paso, hasta que llega el momento en que no se las reconoce y regresan, con otra cara y otro nombre, a devorar lo que dejaron atras.
Por entonces Julian ya casi no tenia libros que quemar. Ese era un pasatiempo que ya habia pasado a manos mayores. La muerte de su padre, de la que nunca hablaria, le habia convertido en un invalido en el que ya no ardia ni la rabia y el odio que le habian consumido al principio. Viviamos de rumores, recluidos. Supimos que Fumero habia traicionado a todos aquellos que le habian encumbrado durante la guerra y que ahora estaba al servicio de los vencedores. Se decia que el estaba ajusticiando personalmente -volandoles la cabeza de un tiro en la boca- a sus principales aliados y protectores en los calabozos del castillo de Montjuic. La maquinaria del olvido empezo a martillear el mismo dia en que se acallaron las armas. En aquellos dias aprendi que nada da mas miedo que un heroe que vive para contarlo, para contar lo que todos los que cayeron a su lado no podran contar jamas. Las semanas que siguieron a la caida de Barcelona fueron indescriptibles. Se derramo tanta o mas sangre durante aquellos dias que durante los combates, solo que en secreto y a hurtadillas. Cuando finalmente llego la paz, olia a esa paz que embruja las prisiones y los cementerios, una mortaja de silencio y verguenza que se pudre sobre el alma y nunca se va. No habia manos inocentes ni miradas blancas. Los que estuvimos alli, todos sin excepcion, nos llevaremos el secreto hasta la muerte.
La calma se restablecia entre recelos y odios, pero Julian y yo viviamos en la miseria. Habiamos gastado todos los ahorros y los botines de las andanzas nocturnas de Lain Coubert, y no quedaba en la casa nada para vender. Yo buscaba desesperadamente trabajo como traductora, mecanografa o como fregona, pero al parecer mi pasada afiliacion con Cabestany me habia marcado como indeseable y foco de sospechas indecibles. Un funcionario de traje reluciente, brillantina y bigote a lapiz, uno de los centenares que parecian estar saliendo de debajo de las piedras durante aquellos meses, me insinuo que una muchacha atractiva como yo no tenia por que recurrir a empleos tan mundanos. Los vecinos, que aceptaban de buena fe mi historia de que vivia cuidando a mi pobre esposo Miquel que habia quedado invalido y desfigurado en la guerra, nos ofrecian limosnas de leche, queso o pan, incluso a veces pesca salada o embutidos que enviaban los familiares del pueblo. Tras meses de penuria, convencida de que pasaria mucho tiempo antes de que pudiese encontrar un empleo, decidi urdir una estratagema que tome prestada de una de las novelas de Julian.
Escribi a la madre de Julian a Bogota en nombre de un supuesto abogado de nuevo cuno con el que el difunto senor Fortuny habia consultado en sus ultimos dias para poner sus asuntos en orden. Le informaba de que, habiendo fallecido el sombrerero sin testar, su patrimonio, en el que se incluia el piso de la ronda de San Antonio y la tienda sita en el mismo inmueble, era ahora propiedad teorica de su hijo Julian, que se suponia viviendo en el exilio en Francia. Puesto que los derechos de sucesion no habian sido satisfechos, y encontrandose ella en el extranjero, el abogado, a quien bautice como Jose Maria Requejo en recuerdo al primer muchacho que me habia besado en la boca, le pedia autorizacion para iniciar los tramites pertinentes y solucionar el traspaso de propiedades a nombre de su hijo Julian, con quien pensaba contactar via la embajada espanola en Paris asumiendo la titularidad de las mismas con caracter temporal y transitorio, asi como cierta compensacion economica. Igualmente le solicitaba que se pusiera en contacto con el administrador de la finca para que remitiese la documentacion y los pagos sufragando los gastos de la propiedad al despacho del abogado Requejo, a cuyo nombre abri un apartado de correos y asigne una direccion ficticia, un viejo garaje desocupado a dos calles del caseron en ruinas de los Aldaya. Mi esperanza era que, cegada por la posibilidad de ayudar a Julian y de volver a establecer el contacto con el, Sophie no se detendria a cuestionar todo aquel galimatias legal y consentiria en ayudarnos dada su prospera situacion en la lejana Venezuela.
Un par de meses mas tarde, el administrador de la finca empezo a recibir un giro mensual cubriendo los gastos del piso de la Ronda de San Antonio y los emolumentos destinados al bufete de abogados de Jose Maria Requejo, que procedia a enviar en forma de cheque al portador al apartado 2321 de Barcelona, tal y como le indicaba Sophie Carax en su correspondencia. El administrador, adverti, se quedaba un porcentaje no autorizado todos los meses, pero preferi no decir nada. Asi quedaba el contento y no hacia preguntas ante tan facil negocio. Con el resto, Julian y yo teniamos para sobrevivir. Asi pasaron anos terribles, sin esperanza. Lentamente habia conseguido algunos trabajos como traductora. Ya nadie recordaba a Cabestany y se practicaba una politica de perdon, de olvidar aprisa y corriendo viejas rivalidades y rencores. Yo vivia con la perpetua amenaza de que Fumero decidiese volver a hurgar en el pasado y reiniciar la persecucion de Julian. A veces me convencia de que no, de que le habria dado por muerto ya, o le habria olvidado. Fumero ya no era el maton de anos atras. Ahora era un personaje publico, un hombre de carrera en el Regimen, que no podia permitirse el lujo del fantasma de Julian Carax. Otras veces me despertaba a media noche, con el corazon palpitando y empapada de sudor, creyendo que la policia estaba golpeando en la puerta. Temia que alguno de los vecinos sospechase de aquel marido enfermo, que nunca salia de casa, que a veces lloraba o golpeaba las paredes como un loco, y que nos denunciase a la policia. Temia que Julian se escapase de nuevo, que decidiera salir a la caza de sus libros para quemarlos, para quemar lo poco que quedaba de si mismo y borrar definitivamente cualquier senal de que jamas hubiera existido. De tanto temer, me olvide de que me hacia mayor, de que la vida me pasaba de largo, que habia sacrificado mi juventud amando a un hombre destruido, sin alma, apenas un espectro.
Pero los anos pasaron en paz. El tiempo pasa mas aprisa cuanto mas vacio esta. Las vidas sin significado pasan de largo como trenes que no paran en tu estacion. Mientras tanto, las cicatrices de la guerra se cerraban a la fuerza. Encontre trabajo en un par de editoriales. Pasaba la mayor parte del dia fuera de casa. Tuve amantes sin nombre, rostros desesperados que me encontraba en un cine o en el metro, con los que intercambiaba mi soledad. Luego, absurdamente, la culpa se me comia y al ver a Julian me entraban ganas de llorar y me juraba que nunca mas volveria a traicionarle, como si le debiera algo. En los autobuses o en la calle me sorprendia mirando a otras mujeres mas jovenes que yo con ninos de la mano. Parecian felices, o en paz, como si aquellos pequenos seres, en su insuficiencia, llenasen todos los vacios sin respuesta. Entonces me acordaba de dias en los que, fantaseando, habia llegado a imaginarme como una de aquellas mujeres, con un hijo en los brazos, un hijo de Julian. Luego me acordaba de la guerra y de que quienes la hacian tambien habian sido ninos.
Cuando empezaba a creer que el mundo nos habia olvidado, un individuo se presento un dia en casa. Era un tipo joven, casi imberbe, un aprendiz que se sonrojaba cuando me miraba a los ojos. Venia a preguntar por el senor Miquel Moliner, supuestamente siguiendo una rutinaria actualizacion de un archivo del colegio de periodistas. Me dijo que quiza el senor Moliner podia ser beneficiario de una pension mensual, pero que para tramitarla era necesario actualizar una serie de datos. Le dije que el senor Moliner no vivia alli desde principios de la guerra, que habia partido hacia el extranjero. Me dijo que lo sentia mucho y partio con su sonrisa aceitosa y su acne de aprendiz de chivato. Supe que tenia que hacer desaparecer a Julian de casa aquella misma noche, sin falta. Por entonces Julian se habia reducido a casi nada. Era docil como un nino y toda su vida parecia depender de los ratos que pasabamos juntos algunas noches escuchando musica en la radio, mientras yo le dejaba cogerme la mano y el me la acariciaba en silencio.
Aquella misma noche, empleando las llaves del piso de la Ronda de San Antonio que el administrador de la finca habia remitido al inexistente abogado Requejo, acompane a Julian de regreso a la casa en la que habia crecido. Le instale en su habitacion y le prometi que volveria al dia siguiente y que debiamos tener mucho cuidado.
- Fumero te busca otra vez -le dije.
Asintio vagamente, como si no recordase, o no le importase ya quien era Fumero. Asi pasamos varias semanas. Yo acudia por las noches al piso, pasada la medianoche. Le preguntaba a Julian que habia hecho durante el dia y el me miraba sin comprender. Pasabamos la noche juntos, abrazados, y yo partia al amanecer, prometiendole volver tan pronto pudiese. Al irme, dejaba el piso cerrado con llave. Julian no tenia copia. Preferia tenerle preso que muerto.
Nadie volvio a pasar por casa para preguntarme acerca de mi marido, pero yo me encargue de dar voces por el barrio de que mi esposo estaba en Francia. Escribi un par de cartas al consulado espanol en Paris diciendo que me constaba que el ciudadano espanol Julian Carax estaba en la ciudad y solicitando su ayuda para localizarle. Supuse que, tarde o temprano, las cartas llegarian a las manos adecuadas. Tome todas las precauciones, pero sabia que todo era cuestion de tiempo. La gente como Fumero nunca deja de odiar. No hay sentido ni razon en su odio. Odian como respiran.
El piso de la ronda de San Antonio era un atico. Descubri que habia una puerta de acceso al terrado que daba a la escalera. Los terrados de toda la manzana formaban una red de patios adosados separados por muros de apenas un metro donde los vecinos acudian a tender la colada. No tarde en encontrar un edificio al otro lado de la manzana, con fachada en la calle Joaquin Costa, desde el que podia acceder al terrado y, una vez alli, saltar el muro y llegar al edificio de la Ronda de San Antonio sin que nadie pudiera verme entrar o salir de la finca. En una ocasion recibi una carta del administrador diciendome que algunos vecinos habian notado ruidos en el piso de los Fortuny. Conteste en nombre del abogado Requejo alegando que en ocasiones algun miembro del despacho habia tenido que acudir a buscar papeles o documentos al piso y que no habia motivo de alarma, aunque los ruidos fuesen nocturnos. Anadi un cierto giro para dar a entender que, entre caballeros, contables y abogados, un picadero secreto era mas sagrado que el Domingo de Ramos. El administrador, mostrando solidaridad gremial, contesto que no me preocupase lo mas minimo, que se hacia cargo de la situacion.
En aquellos anos, desempenar el papel del abogado Requejo fue mi unica diversion. Una vez al mes acudia a visitar a mi padre en el Cementerio de los Libros Olvidados. Nunca mostro interes en conocer a aquel marido invisible y yo nunca me ofreci a presentarselo. Rodeabamos el tema en nuestra conversacion como navegantes expertos que sortean un escollo a ras de superficie, esquivando la mirada. A veces se me quedaba mirando en silencio y me preguntaba si necesitaba ayuda, si habia algo que el pudiera hacer. Algunos sabados, al amanecer, acompanaba a Julian a ver el mar. Subiamos al terrado y cruzabamos hasta el edificio contiguo para salir a la calle Joaquin Costa. De alli descendiamos hasta el puerto a traves de callejuelas del Raval. Nadie nos salia al paso. Temian a Julian, incluso de lejos. A veces llegabamos hasta el rompeolas. A Julian le gustaba sentarse en las rocas, mirando hacia la ciudad. Pasabamos horas asi, casi sin intercambiar una palabra. Alguna tarde nos colabamos en un cine, cuando ya habia empezado la sesion. En la oscuridad nadie reparaba en Julian. Viviamos de noche y en silencio. A medida que pasaban los meses aprendi a confundir la rutina con la normalidad, v con el tiempo llegue a creer que mi plan habia sido perfecto. Pobre imbecil.