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Sophie Carax nunca penso que anos mas tarde volveria a ver a Ricardo (ya un hombre maduro al frente del imperio familiar, padre de dos hijos), ni que Aldaya regresaria para conocer al hijo que habia querido borrar por quinientas pesetas.

- Quiza es que me estoy haciendo viejo -dio por toda explicacion-, pero quiero conocer a ese muchacho y darle las oportunidades en la vida que merece un hijo de mi sangre. No se me habia ocurrido pensar en el durante todos estos anos y ahora, extranamente, no consigo pensar en otra cosa.

Ricardo Aldaya habia decidido que no se veia a si mismo en su primogenito Jorge. El muchacho era debil, reservado y carecia de la presencia de espiritu de su padre. Le faltaba todo, menos el apellido. Un dia don Ricardo habia despertado en el lecho de una criada sintiendo que su cuerpo envejecia, que Dios le habia retirado la gracia. Presa del panico, corrio a mirarse en el espejo, desnudo, y sintio que le mentia. Aquel no era el.

Quiso entonces encontrar de nuevo al hombre que le habian robado. Hacia anos que sabia del hijo del sombrerero. Tampoco habia olvidado a Sophie, a su manera. Don Ricardo Aldaya nunca olvidaba nada. Llegado el momento, decidio conocer al muchacho. Era la primera vez en quince anos que se tropezaba con alguien que no le tenia miedo, que osaba desafiarle e incluso burlarse de el. Reconocio en el la gallardia, la ambicion silenciosa que los necios no ven pero que consume por dentro. Dios le habia devuelto su juventud de nuevo. Sophie, apenas un eco de la mujer que recordaba, no tenia fuerzas ni para interponerse entre ellos. El sombrerero no era mas que un bufon, un patan malicioso y rencoroso cuya complicidad daba por comprada. Decidio arrancar a Julian de aquel mundo irrespirable de mediocridad y pobreza para abrirle las puertas de su paraiso financiero. Se educaria en el colegio de San Gabriel, gozaria de todos los privilegios de su clase y se iniciaria en los caminos que su padre habia escogido para el. Don Ricardo queria un sucesor digno de si mismo. Jorge siempre viviria a la sombra de su privilegio, entre algodones y fracasos. Penelope, la preciosa Penelope, era mujer y por tanto tesoro, no tesorero. Julian, que tenia alma de poeta, y por tanto de asesino, reunia las cualidades. Solo era una cuestion de tiempo. Don Ricardo calculaba que en diez anos se habria esculpido a si mismo en aquel muchacho. Nunca, durante todo el tiempo que Julian paso con los Aldaya, como uno mas (incluso como el elegido), se le ocurrio pensar que Julian no deseaba nada de el, excepto a Penelope. No se le ocurrio ni por un instante que secretamente Julian le despreciaba y que toda aquella farsa no era para el mas que un pretexto para estar cerca de Penelope. Para poseerla total y plenamente. En eso si se parecian.

Cuando su esposa le anuncio que habia descubierto a Julian y a Penelope desnudos en circunstancias inequivocas, el universo entero prendio en llamas. El horror y la traicion, la rabia indecible de saberse ultrajado en lo que tenia por mas sagrado, burlado en su propio juego, humillado y apunalado por aquel a quien habia aprendido a adorar como a si mismo, le asaltaron con tal furia que nadie pudo comprender el alcance de su desgarro. Cuando el medico que vino a reconocer a Penelope confirmo que la muchacha habia sido desflorada y que probablemente estaba embarazada, el alma de don Ricardo Aldaya se fundio en el liquido espeso y viscoso del odio ciego. Veia su propia mano en la mano de Julian, la mano que habia hundido la daga en lo mas profundo de su corazon. No lo sabia todavia, pero el dia que ordeno encerrar a Penelope bajo llave en la alcoba del tercer piso, fue el dia en que empezo a morir. Cuanto hizo a partir de entonces no fueron sino los estertores de su autodestruccion.

En colaboracion con el sombrerero, a quien tanto habia despreciado, tramo para que Julian desapareciese de la escena y fuese enviado al ejercito, donde daria ordenes para que su muerte fuese declarada un accidente. Prohibio que nadie, ni medicos ni criados ni miembros de la familia excepto el y su esposa, viera a Penelope en los meses en que la muchacha permanecio encarcelada en aquella habitacion que olia a muerte y enfermedad. Ya por entonces, sus socios le habian retirado secretamente su apoyo y maniobraban a sus espaldas para arrebatarle el poder empleando la fortuna que el les habia proporcionado. Ya por entonces, el imperio Aldaya se desmoronaba en silencio, en juntas secretas y reuniones de pasillo en Madrid y en los bancos de Ginebra. Julian, como debia haber sospechado, habia escapado. En el fondo se sentia secretamente orgulloso del muchacho, incluso deseandole muerto. Habia hecho lo que el en su lugar. Alguien pagaria por el.

Penelope Aldaya dio a luz un nino que nacio cadaver el 26 de septiembre de 1919. Si un medico hubiera podido reconocerla, hubiese dictaminado que la criatura llevaba ya dias en peligro y que era necesario intervenir y realizar una cesarea. Si un medico hubiese estado presente, quiza hubiera podido contener la hemorragia que se llevo la vida de Penelope entre alaridos, aranando la puerta cerrada, al otro lado de la cual su padre lloraba en silencio y su madre le miraba temblando. Si un medico hubiese estado presente, habria acusado a don Ricardo Aldaya de asesinato, pues no habia una palabra que pudiera describir la vision que encerraba aquella celda ensangrentada y oscura. Pero no habia nadie alli, y cuando finalmente abrieron la puerta y encontraron a Penelope, muerta y tendida sobre un charco de su propia sangre, abrazando a una criatura purpura y brillante, nadie fue capaz de despegar los labios. Los dos cuerpos fueron enterrados en la cripta del sotano, sin ceremonia ni testigos. Las sabanas y los despojos fueron arrojados a las calderas y la habitacion sellada con un muro de adoquines.

Cuando Jorge Aldaya, beodo de culpa y verguenza, revelo lo sucedido a Miquel Moliner, este decidio enviar a Julian aquella carta firmada por Penelope en la que declaraba que no le amaba y le pedia que la olvidase, anunciandole un matrimonio ficticio. Prefirio que Julian creyese aquella mentira, y rehiciese su vida a la sombra de una traicion, que entregarle ha verdad. Dos anos mas tarde, cuando la senora Aldaya fallecio, hubo quien quiso culpar a los embrujos del caseron, pero su hijo Jorge supo que lo que la habia matado era el fuego que se la comia por dentro, los gritos de Penelope y sus golpes desesperados en aquella puerta, que seguian repiqueteando en su interior sin cesar. Ya por entonces, la familia habia caido en desgracia y la fortuna de los Aldaya se deshacia en castillos de arena frente a la marea de la codicia mas rabiosa, de la revancha y de la historia inevitable. Secretarios y tesoreros urdieron la fuga a la Argentina, el inicio de un nuevo negocio, mas modesto. Cuanto importaba era poner distancia. Distancia de los espectros que recorrian los pasillos del caseron Aldaya, que los habian recorrido siempre.

Partieron un alba de 1926 en el mas negro de los anonimatos, viajando bajo nombre falso a bordo de aquel buque que les llevaria a traves del Atlantico hasta el puerto de La Plata. Jorge y su padre compartian el camarote. El viejo Aldaya, pestilente de muerte y enfermedad, apenas se sostenia en pie. Los medicos a los que no habia permitido visitar a Penelope le temian demasiado para decirle la verdad, pero el sabia que la muerte habia embarcado con ellos y que aquel cuerpo que Dios le habia empezado a robar aquella manana en que decidio buscar a su hijo Julian, se consumia. A lo largo de aquella larga travesia, sentado en la cubierta, temblando bajo las mantas y enfrentando el infinito vacio del oceano, supo que no llegaria a ver tierra. A veces, sentado en la popa, observaba la bandada de tiburones que habia estado siguiendo el barco poco despues de hacer escala en Tenerife. Oyo decir a uno de los oficiales que aquel siniestro sequito era habitual en los cruceros transoceanicos. Las bestias se alimentaban de la carrona que el barco iba dejando atras. Pero don Ricardo Aldaya no lo creia. Tenia el convencimiento de que aquellos demonios le seguian a el. "Me estais esperando", pensaba, viendo en ellos el verdadero rostro de Dios. Fue entonces cuando le hizo jurar a su hijo Jorge, al que tantas veces habia despreciado y a quien ahora se veia obligado a recurrir sin remedio, que cumpliria su ultima voluntad.

- Encontraras a Julian Carax y le mataras. Juramelo.

Un amanecer, dos dias antes de llegar a Buenos Aires, Jorge desperto y comprobo que la litera de su padre estaba vacia. Salio a buscarle a cubierta, salpicada de niebla y salitre, desierta. Encontro la bata de su padre abandonada sobre la popa del buque, aun tibia. La estela del buque se perdia en un bosque de brumas escarlata y el oceano sangraba reluciente de calma. Pudo ver entonces que la bandada de tiburones ya no les seguia, y que una danza de aletas dorsales se agitaba en circulo a lo lejos. Durante el resto de la travesia, ningun pasajero volvio a avistar a la bandada de escualos, y cuando Jorge Aldaya desembarco en Buenos Aires y el oficial de aduanas le pregunto si viajaba solo, se limito a asentir. Hacia mucho que viajaba solo.

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