Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barcelo me robo el corazon, la respiracion y el sueno. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldicion que habria de perseguirme durante anos. Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explico su historia y como ella habia tropezado, tambien por casualidad, con las paginas de Julian Carax. El accidente habia tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, habia tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No falto quien opinase que aquello era una exageracion, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en Espana, cuna y pinaculo de la civilizacion cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y estos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podian llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decia siempre el padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen lector de la historia y sabia que el futuro se leia en las calles, las factorias y los cuarteles con mas claridad que en la prensa de la manana. Durante meses les escribio todas las semanas. Al principio lo hacia desde el bufete de la calle Diputacion, luego sin remite y, finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo de Montjuic donde, como a tantos, nadie le vio entrar y de donde nunca volvio a salir.
La madre de Clara leia las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltandose los parrafos que su hija intuia sin necesidad de leerlos. Mas tarde, a medianoche, Clara convencia a su prima Claudette para que le leyese de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Asi era como Clara leia, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca derramar una lagrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron suponer lo peor.
- Mi padre sabia desde el principio lo que iba a pasar -explico Clara-. Permanecio al lado de sus amigos porque pensaba que esa era su obligacion. Le mato la lealtad a gentes que, cuando les llego la hora, le traicionaron. Nunca te fies de nadie, Daniel, especialmente de la gente a la que admiras. Esos son los que te pegaran las peores punaladas.
Clara pronunciaba estas palabras con una dureza que parecia forjada en anos de secreto y sombra. Me perdi en su mirada de porcelana, ojos sin lagrimas ni enganos, escuchandola hablar de cosas que por entonces yo no entendia. Clara describia personas, escenarios y objetos que nunca habia visto con sus propios ojos con un detalle y una precision de maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el color de las voces, el ritmo de los pasos. Me explico como, durante los anos del exilio en Francia, ella y su prima Claudette habian compartido un tutor y maestro particular, un cincuenton borrachin con infulas de literato que alardeaba de poder recitar la Eneida de Virgilio en latin sin acento y al que habian apodado como Monsieur Roquefort en virtud del peculiar aroma que su persona destilaba pese a los banos romanos de colonia y perfume con que adobaba su pantagruelica persona. Monsieur Roquefort, pese a sus notables peculiaridades (entre las que destacaba una firme y militante conviccion de que el embutido y en particular las morcillas que Clara y su madre recibian de los parientes de Espana eran mano de santo para la circulacion y el mal de gota), era hombre de gustos refinados. Desde joven viajaba a Paris una vez al mes para enriquecer su acervo cultural con las ultimas novedades literarias, visitar museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en brazos de una ninfula a la que habia bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenia cierta propension al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur Roquefort solia frecuentar un puesto de libros usados apostado frente a Notre-Dame y fue alli donde, por casualidad, se tropezo una tarde de 1929 con una novela de un autor desconocido, un tal Julian Carax. Siempre abierto a las novedades, Monsieur Roquefort adquirio el libro mas que nada porque el titulo le resultaba sugerente y el siempre acostumbraba a leer algo ligero en el tren de vuelta. La novela llevaba por titulo La casa roja , y en la contraportada aparecia una imagen borrosa del autor, quiza una fotografia o un apunte al carbon. Segun el texto biografico, Julian Carax era un joven de veintisiete anos que habia nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y ahora vivia en Paris, escribia en frances y ejercia profesionalmente como pianista nocturno en un local de alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo y apolillado al gusto de la epoca, proclamaba en prosa prusiana que aquella era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne, promesa de futuro para las letras europeas sin parangon en el mundo de los vivos. Con todo, la sinopsis referida a continuacion daba a entender que la historia contenia elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo cual a ojos de Monsieur Roquefort siempre era un punto a favor, porque a el, despues de los clasicos, lo que mas le gustaba eran las intrigas de crimen y alcoba.
La casa roja relataba la atormentada vida de un misterioso individuo que asaltaba jugueterias y museos para robar munecos y titeres, a los que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche en una mansion suntuosa de la avenue Foix para diezmar la coleccion privada de munecos de un magnate enriquecido a traves de turbias artimanas durante la revolucion industrial, su hija, una senorita de la buena sociedad parisina, muy leida y fina ella, se enamoraba del ladron. A medida que avanzaba el tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz, la heroina desentranaba el misterio que llevaba al enigmatico protagonista, que nunca revelaba su nombre, a cegar a los munecos, descubria un horrible secreto sobre su propio padre y su coleccion de figuras de porcelana y se hundia inevitablemente en un final de tragedia gotica sin cuento.
Monsieur Roquefort, que era un corredor de fondo en las lides literarias y que se enorgullecia de poseer una amplia coleccion de cartas firmadas por todos los editores de Paris rechazando los tomos de verso y prosa que el les enviaba sin tregua, identifico la editorial que habia publicado la novela como una casa del tres al cuarto, conocida, si acaso, por sus tomos de cocina, costura y otras artes del hogar. El dueno del puesto de libros usados le conto que la novela habia salido apenas y que habia conseguido arrancar un par de resenas en dos diarios de provincias, junto a las notas necrologicas. En pocas lineas, los criticos se habian despachado a gusto y habian recomendado al novel Carax que no dejase su empleo de pianista, porque en la literatura estaba claro que no iba a dar la nota. Monsieur Roquefort, a quien se le ablandaba el corazon y el bolsillo ante las causas perdidas, decidio invertir medio franco y se llevo la novela del tal Carax junto con una edicion exquisita del gran maestro, de quien se sentia heredero por reconocer, Gustave Flaubert.
El tren a Lyon iba repleto hasta los topes y Monsieur Roquefort no tuvo mas remedio que compartir su cabina de segunda clase con un par de religiosas que, tan pronto dejaron atras la estacion de Austerlitz, no cesaron de lanzarle miradas de reprobacion, murmurando por lo bajo. Ante semejante escrutinio, el maestro opto por rescatar aquella novela de su cartera y parapetarse tras sus paginas. Cual fue su sorpresa cuando, cientos de kilometros mas tarde, descubrio que habia olvidado a las hermanas, el vaiven del tren y el paisaje que se deslizaba como un mal sueno de los hermanos Lumiere tras las ventanas del tren. Leyo toda la noche, ajeno a los ronquidos de las religiosas y a las estaciones fugaces en la niebla. Girando la ultima pagina al despuntar el alba, Monsieur Roquefort descubrio que tenia lagrimas en los ojos y el corazon envenenado de envidia y asombro.
Aquel mismo lunes, Monsieur Roquefort llamo a la editorial de Paris para solicitar informacion sobre el tal Julian Carax. Tras mucha insistencia, una telefonista de tono asmatico y disposicion virulenta le respondio que el senor Carax no tenia direccion conocida, que de todos modos ya no estaba en tratos con la editorial en cuestion y que la novela La casa roja habia vendido exactamente setenta y siete ejemplares desde el dia de su publicacion, presumiblemente adquiridos en su mayoria por las senoritas de virtud facil y otros habituales del local donde el autor desgranaba nocturnos y polonesas por unas monedas. El resto de ejemplares habian sido devueltos y transformados en pasta de papel para imprimir misales, multas y billetes de loteria. La misera fortuna del misterioso autor acabo por conquistar las simpatias de Monsieur Roquefort. Durante los siguientes diez anos, en cada una de sus visitas a Paris, recorreria librerias de viejo en busca de mas obras de Julian Carax. Nunca encontro ninguna. Casi nadie habia oido hablar del autor, y a los que les sonaba, poco sabian. Habia quien afirmaba que habia publicado algunos libros mas, siempre en editoriales de poca monta y con tirajes irrisorios. Esos libros, si realmente existian, eran imposibles de encontrar. Un librero afirmo una vez haber tenido en sus manos un ejemplar de una novela de Julian Carax llamada El ladron de catedrales pero de eso hacia ya tiempo y no estaba del todo seguro. A finales (le 1935 le llegaron noticias de que una nueva novela de Julian Carax, La Sombra del Viento, habia sido publicada por una pequena editorial de Paris. Escribio a la editorial para adquirir varios ejemplares. Nunca recibio contestacion. Al ano siguiente, en la primavera del 36, su antiguo amigo en el puesto de libros en la orilla sur del Sena le pregunto si seguia interesado en Carax. Monsieur Roquefort afirmo que el nunca se rendia. Era ya cuestion de tozudez: si el mundo se empenaba en enterrar a Carax en el olvido, a el no le daba la gana de pasar por el aro. Su amigo le explico que semanas atras habia circulado un rumor acerca de Carax. Parecia que por fin su suerte habia cambiado. Iba a contraer matrimonio con una dama de buena posicion y habia publicado una nueva novela despues de varios anos de silencio que, por primera vez, habia recibido una resena favorable en Le Monde. Pero justo cuando parecia que los vientos iban a cambiar de rumbo, explico el librero, Carax se habia visto complicado en un duelo en el cementerio de Pere Lachaise. Las circunstancias que rodearon este suceso no estaban claras. Cuanto se sabia era que el duelo habia tenido lugar al alba del dia en que Carax tenia que contraer matrimonio, y que el novio nunca se presento en la iglesia.
Habia opiniones para todos los gustos: unos le hacian muerto en aquel duelo y su cadaver abandonado en una tumba anonima; otros, mas optimistas, preferian creer que Carax, complicado en algun asunto turbio, habia tenido que abandonar a su prometida en el altar y huir de Paris para regresar a Barcelona. La tumba sin nombre nunca fue encontrada y poco despues habia circulado otra version: Julian Carax, perseguido por la desgracia, habia muerto en su ciudad natal en la mas absoluta de las miserias. Las chicas del burdel donde tocaba el piano habian hecho una colecta para pagarle un entierro decente. Cuando llego el giro, el cadaver ya habia sido enterrado en una fosa comun, junto con los cuerpos de mendigos y gente sin nombre que aparecian flotando en el puerto o que morian de frio en la escalera del metro.
Aunque solo fuese por llevar la contraria, Monsieur Roquefort no olvido a Carax. Once anos despues de haber descubierto La casa roja, decidio prestar la novela a sus dos alumnas con la esperanza de que tal vez aquel extrano libro las animase a adquirir el habito de la lectura. Clara y Claudette eran por entonces dos quinceaneras con las venas ardiendo de hormonas y con el mundo guinandoles el ojo desde las ventanas de la sala de estudio. Pese a los esfuerzos de su tutor, hasta el momento habian demostrado ser inmunes al encanto de los clasicos, las fabulas de Esopo o el verso inmortal de Dante Alighieri. Monsieur Roquefort, temiendo que su contrato fuese rescindido al descubrir la madre de Clara que sus labores docentes estaban formando dos analfabetas con la cabeza llena de pajaros, opto por pasarles la novela de Carax con el pretexto de que era una historia de amor de las que hacian llorar a moco tendido, lo cual era una verdad a medias.