Aquel domingo, las nubes habian resbalado del cielo y las calles yacian sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacia sudar los termometros en las paredes. A media tarde, rondando ya los treinta grados, parti rumbo a la calle Canuda para mi cita con Barcelo en el Ateneo con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era -y aun es- uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavia no ha recibido noticias de su jubilacion. La escalinata de piedra ascendia desde un patio palaciego hasta una reticula fantasmal de galerias y salones de lectura donde invenciones como el telefono, la prisa o el reloj de muneca resultaban anacronismos futuristas. El portero, o quiza tan solo fuera una estatua de uniforme, apenas pestaneo a mi llegada. Me deslice hasta el primer piso, bendiciendo las aspas de un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos derritiendose como cubitos de hielo sobre sus libros y diarios.
La silueta de don Gustavo Barcelo se recortaba junto a las cristaleras de una galeria que daba al jardin interior del edificio. Pese a la atmosfera casi tropical, el librero vestia sus habituales galas de figurin y su monoculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un pozo. junto a el distingui una figura enfundada en un vestido de alpaca blanca que se me antojo un angel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barcelo entorno la mirada y me hizo un ademan para que me aproximase.
- Daniel, ?verdad? -pregunto el librero-. ?Has traido el libro?
Asenti por duplicado y acepte la silla que Barcelo me brindaba junto a el y a su misteriosa acompanante. Durante varios minutos, el librero se limito a sonreir placida mente, ajeno a mi presencia. Al poco abandone toda esperanza de que me presentase a quien fuera que fuese la dama de blanco. Barcelo se comportaba como si ella no estuviese alli y ninguno de los dos pudiese verla. La observe de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguia perdida en ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestian una piel palida, casi traslucida. Tenia los rasgos afilados, dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que brillaba como piedra humedecida. Le calcule unos veinte anos a lo sumo, pero algo en su porte y en el modo en que el alma parecia caerle a los pies, como las ramas de un sauce, me hizo pensar que no tenia edad. Parecia atrapada en ese estado de perpetua juventud reservado a los maniquies en los escaparates de postin. Estaba intentando leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando adverti que Barcelo me observaba fijamente.
- Entonces, ?vas a decirme donde encontraste ese libro? -pregunto.
- Lo haria, pero prometi a mi padre guardar el secreto -aduje.
- Ya veo. Sempere y sus misterios -dijo Barcelo-. Ya me figuro yo donde. Menuda potra has tenido, chaval. A eso le llamo yo encontrar una aguja en un campo de azucenas. A ver, ?me lo dejas ver?
Le tendi el libro, y Barcelo lo tomo en sus manos con infinita delicadeza.
- Lo has leido, supongo.
- Si, senor.
- Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax es cuando todavia se tiene el corazon joven y la mente limpia. ?Sabias que esta fue la ultima novela que escribio?
Negue en silencio.
- ?Sabes cuantos ejemplares como este hay en el mercado, Daniel?
- Miles, supongo.
- Ninguno -preciso Barcelo-. Excepto el tuyo. El resto fueron quemados.
- ?Quemados?
Barcelo se limito a ofrecer su sonrisa hermetica, pasando hojas del libro y acariciando el papel como si fuese una seda unica en el universo. La dama de blanco se volvio lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa timida y temblorosa. Sus ojos palpaban el vacio, pupilas blancas como el marmol. Trague saliva. Estaba ciega.
- Tu no conoces a mi sobrina Clara, ?verdad? -pregunto Barcelo.
Me limite a negar, incapaz de quitar la mirada de aquella criatura con tez de muneca de porcelana y o j os blancos, los ojos mas tristes que he visto jamas.
- En realidad, la experta en Julian Carax es Clara, por eso la he traido -dijo Barcelo.
- Es mas, pensandolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros hablais de vuestras cosas. ?Os parece?
Le mire, atonito. El librero, pirata hasta la sepultura y ajeno a mis reservas, se limito a darme una palmadita en la espalda y partio con mi libro bajo el brazo.
- Le has impresionado, ?sabes? -dijo la voz a mi espalda.
Me volvi para descubrir la sonrisa leve de la sobrina del librero, tanteando en el vacio. Tenia la voz de cristal, transparente y tan fragil que me parecio que sus palabras se quebrarian si la interrumpia a media frase.
- Mi tio me ha dicho que te ofrecio una buena suma por el libro de Carax, pero que tu la rechazaste -anadio Clara-.Te has ganado su respeto.
- Cualquiera lo diria -suspire.
Observe que Clara ladeaba la cabeza al sonreir y que sus dedos jugueteaban con un anillo que parecia una guirnalda de zafiros.
- ?Que edad tienes? -pregunto.
- Casi once anos -respondi-. ?Y usted?
Clara rio ante mi insolente inocencia.
- Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.
- Parece usted mas joven -apunte, intuyendo que aquello podia ser una buena salida a mi indiscrecion.
- Me fiare de ti entonces, porque yo no se que aspecto tengo -repuso, sin abandonar su sonrisa a media vela-. Pero si te parezco mas joven, razon de mas para que me trates de tu.
- Lo que usted diga, senorita Clara.
Observe detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su talle fragil insinuandose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de si garganta y el cierre de sus labios, que hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes habia tenido la oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precision sin temor a encontrarme con su mirada.
- ?Que miras? -pregunto Clara, no sin cierta malicia.
- Su tio dice que es usted una experta en Julian Carax -improvise, con la boca seca.
- Mi tio seria capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a solas con un libro que le fascine -adujo Clara-. Pero tu debes preguntarte como alguien que esta ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.
- No se me habia ocurrido, la verdad.
- Para tener casi once anos no mientes mal. Vigila, o acabaras como mi tio.
Temiendo meter la pata por enesima vez, me limite a permanecer sentado en silencio, contemplandola embobado.
- Anda, acercate -dijo ella.
- ?Perdon?
- Acercate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorpore de la silla y me aproxime hasta donde Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzo la mano derecha, buscandome a tientas. Sin saber bien como debia proceder, hice otro tanto y le ofreci mi mano. La tomo en su mano izquierda, y Clara me ofrecio en silencio su derecha. Comprendi instintivamente lo que me pedia, y la guie hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pomulos. Permaneci inmovil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leia mis facciones con sus manos. Mientras lo hacia, sonreia para si y pude advertir que sus labios se entrecerraban, como murmurando en silencio. Senti el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los parpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujandolos en silencio con el indice y el anular. Los dedos le olian a canela. Trague saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.