Capítulo 117

Por algún motivo, la barricada que había improvisado todavía aguantaba, pero no resistiría mucho tiempo. Con cada golpetazo, la puerta se abría un poquito más. La silla ya estaba destrozada; Cleo había ocupado su lugar, la espalda contra la pata de la cama, la estructura clavándosele en la columna con un dolor atroz, las piernas estiradas contra los cajones a cada lado del tocador.

El mueble no era robusto. Estaba resquebrajándose, las bisagras iban cediendo poco a poco. En cualquier momento quedaría hecho pedazos igual que la silla. Y cuando ocurriera, el maníaco podría abrir la puerta unos cincuenta centímetros por lo menos.

«¡Roy! ¿Dónde diablos estás? ¡Roy! ¡Roy! ¡Roy!»

Podía oír cómo sonaban los tonos débiles de su móvil, abajo. Ocho, luego paró.

Más golpes en la puerta.

Luego un pitido apenas perceptible en el piso de abajo, su móvil, que la avisaba de que tenía un mensaje.

Más golpes.

Una astilla voló de la puerta y un terror nuevo, profundo, se arremolinó en su interior.

Más golpes.

Más astillas y, esta vez, la cabeza del martillo atravesó totalmente la puerta.

Cleo intentó controlar su respiración dominada por el pánico, para evitar hiperventílar otra vez.

«¿Qué puedo hacer? Por favor, ¡Oh, Dios mío!, ¿qué puedo hacer?»

Si se movía, sólo tendría unos segundos antes de que el hombre abriera la puerta de un empujón. Si se quedaba donde estaba, el tipo sólo necesitaría unos minutos para hacer un agujero en la puerta, lo suficientemente grande como para meter las manos. O incluso pasar el cuerpo.

«¡Roy! Oh, por favor, Roy, ¿dónde estás? Oh, Dios mío, ¡Roy!»

Otro golpe fuerte, se desprendieron más astillas; ahora el agujero medía ya unos ocho o diez centímetros. Y podía ver una lente presionada contra él. La sombra tenue de un ojo parpadeando detrás.

Por un instante creyó que iba a vomitar. Imágenes de distintas personas cruzaron su mente a toda velocidad. Su hermana, Charlie, su madre, su padre, Roy, personas que tal vez no volvería a ver.

«No voy a morir aquí.»

Oyó un crujido seco, como un tiro. Por un momento creyó que el hombre le había disparado. Entonces, horrorizada, se dio cuenta de lo que había ocurrido. La madera del cajón inferior derecho del tocador se había partido y su pie descalzo lo había atravesado. Lo retiró y presionó contra el cajón de arriba. Pareció firme, por un momento. Luego, el mueble comenzó a desmoronarse.


¡Qué bien se lo estaba pasando! Era como abrir una lata de sardinas que se te resiste. Una de esas en que conseguías levantar la tapa sólo un poquito, de manera que podías ver las sardinas ahí debajo, tentadoras, pero aún no podías tocarlas ni saborearlas. ¡Aunque sabías que al cabo de unos minutos estarías comiéndotelas!

¡Cleo era batalladora! Ahora la miraba fijamente, tenía la cara roja, los ojos saltones, el pelo todo enmarañado y apelmazado por el sudor. ¡Sería genial hacerle el amor! Aunque era evidente que primero tendría que calmarla o dominarla. Pero no demasiado.

Retrocedió unos pasos, luego propinó tres golpes en la puerta con la suela del zapato, el zapato robusto, con tacón de metal. ¡Cedió al menos unos dos centímetros! ¡Lo máximo hasta ahora con un solo intento! ¡Ahora empezaba lo bueno! ¡La tapa se abría! ¡Unos minutos más y la tendría entre sus brazos!

Se lamió los labios. Ya podía saborearla.

Olvidándose ya del martillo, retrocedió de nuevo y dio otra patada.

Entonces oyó el timbre estridente de la puerta de entrada. Vio el cambio en la expresión de la zorra.

«¡No te preocupes, no voy a contestar! No queremos que nadie perturbe nuestro nidito de amor, ¿verdad?»

Le lanzó un beso. Aunque, por supuesto, ella no lo vio.

Загрузка...