Capítulo 4

La hoja del cuchillo le presionó el cuello con más fuerza y le pinchó la piel. Le dolía más y más con cada bache de la carretera.

– Ni se te ocurra pensar en lo que sea que estés pensando hacer -dijo él con voz tranquila y llena de buen humor.

La sangre le bajaba por el cuello; o quizás era sudor, o ambas cosas. No lo sabía. Intentaba desesperadamente vencer el terror que sentía y pensar con calma. Abrió la boca para hablar, mirando a los faros que se acercaban, agarrando el volante del BMW con manos resbaladizas, pero el filo sólo se le clavó más y más.

Estaban subiendo por una colina, las luces de Brighton y Hove a su izquierda.

– Ponte en el carril de la izquierda. Toma la segunda salida en la rotonda.

Katie obedeció y entró en la ancha avenida de dos carriles de Dyke Road. El resplandor naranja del alumbrado de la calle. Casas grandes a cada lado. Sabía adonde iban y sabía que tenía que hacer algo antes de que llegaran. De repente, el corazón le dio un brinco de alegría. Al otro lado de la calle vio el destello de unas luces azules. ¡Un coche de la policía! Estaba deteniéndose delante de otro coche.

Soltó la mano izquierda del volante y la movió hacia la palanca de las luces. Tiró hacia ella, con fuerza. Los limpiaparabrisas arañaron el cristal seco.

«Mierda.»

– ¿Por qué has puesto los limpiaparabrisas, Katie? No está lloviendo -oyó su voz desde el asiento trasero.

«Oh, mierda, mierda, mierda. ¡Se había equivocado de palanca, joder!»

Ahora ya habían dejado atrás el coche patrulla. Vio las luces, que desaparecían como un oasis, en el retrovisor, y luego el contorno de la cara barbuda del hombre, ensombrecido por la gorra de béisbol y más oculto aún por las gafas de sol que llevaba, pese a ser de noche. El rostro de un desconocido, pero al mismo tiempo un rostro -y una voz- que le resultaban inquietantemente familiares.

– Vas a tener que girar a la izquierda, Katie. Deberías reducir. Ya sabrás dónde estamos, espero.

El sensor del salpicadero activaría automáticamente el interruptor de la verja. En unos segundos comenzaría a abrirse y luego se cerraría tras ella y se quedaría a oscuras, sola, nadie podría verla, excepto el hombre que tenía detrás.

No. Tenía que evitar que eso sucediera.

Podía dar un volantazo, empotrar el coche en una farola. O chocar contra los faros del vehículo que venía de frente. Se puso más tensa aún. Miró el indicador de velocidad. Intentaba elaborar un plan. Si frenaba en seco o colisionaba con algo, el hombre saldría disparado hacia delante. Con el cuchillo. Era lo más inteligente. Lo más inteligente no. Era la única opción.

«Oh, Dios mío, ayúdame.»

Algo más frío que el hielo se revolvió en su estómago. Tenía la boca seca. Luego, de repente, su teléfono móvil, en el asiento de al lado, comenzó a sonar. El tono estúpido que su hijastra Carly, que acababa de cumplir trece años, había programado y tenía que soportar. La maldita Chicken song, que le hacía pasar una vergüenza terrible cada vez que sonaba.

– Ni se te ocurra contestar, Katie -dijo él.

No lo hizo, sino que obedeció y giró a la izquierda, cruzó la verja de hierro forjado que se había abierto servicialmente y subió el camino asfaltado, corto y oscuro, flanqueado por rododendros enormes e inmaculadamente podados que Brian había comprado, por un precio exorbitante, en un vivero arquitectónico. Para tener intimidad, había dicho.

Ya. Vale. Intimidad.

La fachada de la casa apareció imponente a la luz de los faros. Al marcharse, hacía sólo unas horas, era su hogar. Ahora, en este momento, le pareció algo muy distinto. Le pareció un edificio extraño y hostil que le gritaba que se fuera.

Pero la verja ya estaba cerrándose.

Загрузка...