La mayoría de nosotros tenemos una GRAN IDEA en algún punto de nuestras vidas. Un momento «¡Eureka!». A todos se nos ocurre de manera distinta, a menudo por casualidad o sincronía. Alexander Fleming la tuvo cuando una noche no guardó unas bacterias en su laboratorio y, a raíz de ello, descubrió la penicilina. Steve Jobs la tuvo mirando un reloj Swatch; se dio cuenta de que ofrecer una variedad de colores para los ordenadores era el camino que debía seguir Apple. Bill Gates, seguramente, también tuvo el suyo.
A veces estas ideas se nos ocurren cuando menos lo esperamos: cuando estamos en la bañera inquietos por esto o por aquello, o bien despiertos en la cama en plena noche, o tal vez simplemente cuando estamos sentados a nuestra mesa en el trabajo. La idea que nadie más ha tenido antes que nosotros. La idea que nos hará ricos, que nos alejará de todas las cargas y toda la basura diaria que tenemos que soportar. ¡La idea que cambiará nuestras vidas y nos liberará!
Yo tuve la mía el sábado 25 de mayo de 1996, a las once y veinticinco de la noche.
Odiaba mi trabajo como ingeniero de software en una empresa situada en Coventry que desarrollaba cajas de cambios para coches de carreras. Intentaba encontrar un sentido a mi vida, y me di cuenta, a punto de cumplir los treinta y dos, de que nunca tendría tanto sentido como en ese momento. Me encontraba en un chárter tras pasar una semana de vacaciones horrible en España y, de repente, el personal del aeropuerto de Málaga se puso en huelga y se cancelaron todos los vuelos.
El personal de tierra intentó colocarnos en hoteles para dormir esa noche, pero fue imposible. Había una chica en el mostrador de la compañía de chárteres que intentaba encontrar habitación a doscientas ochenta personas. Y en los mostradores del resto de las aerolíneas había otros empleados que trataban de hacer lo mismo por sus pasajeros, que también se habían quedado en tierra. Seguramente habría tres mil o cuatro mil personas desamparadas y era imposible que se pudiera dar alojamiento a todo el mundo.
Me tumbé en un banco en el vestíbulo de salidas. ¡Y entonces tuve mi momento! Un programa informático instalado en todos los hoteles de la ciudad y en todas las aerolíneas habría podido solucionar sus problemas. Una inyección instantánea de beneficios para los hoteles; una solución instantánea a la pesadilla para las compañías aéreas. Entonces comencé a pensar en otras aplicaciones más allá de los vuelos cancelados. Cualquier organización que tuviera que colocar a un gran número de personas en algún sitio y cualquier organización que tuviera habitaciones para vender. Operadores turísticos, cárceles, hospitales, organizaciones de ayuda en caso de catástrofes, las fuerzas armadas, eran sólo algunos de los clientes potenciales.
Había encontrado mi propia mina de oro.