Capítulo 10

Martes 8 de diciembre, por la tarde

Erik sabía que no iba a poder dormir, pero aun así ha hecho un intento. Lleva todo el tiempo despierto, pese a que el comisario Joona Linna ha conducido con mucha suavidad por la carretera 274 de Värmdö, en dirección a la cabaña donde se supone que se encuentra Evelyn Ek.

Cuando pasan frente a la vieja serrería, la gravilla rechina bajo los neumáticos del coche. Los efectos secundarios de las pastillas de codeína hacen que los ojos de Erik se vuelvan sensibles y se sequen. Mira con los párpados entornados una zona con casas de fin de semana construidas con troncos sobre unos estrechos parterres de césped. Los árboles están desnudos en el estéril frío de diciembre. La luz y los colores hacen que Erik empiece a pensar en las excursiones con el colegio, cuando era niño. El olor de los troncos en descomposición, los aromas de los hongos que brotan del humus. Su madre trabajaba media jornada como enfermera escolar en el instituto de bachillerato de Sollentuna, y estaba convencida de lo saludable del aire puro. Fue ella quien quiso que se llamara Erik Maria. Al parecer, cuando era joven fue en viaje de estudios a Viena y asistió en el teatro Burgh a la representación de El padre de Strindberg, con Klaus Maria Brandauer como protagonista. Le gustó tanto que retuvo el nombre del actor durante años. De niño, Erik siempre intentó ocultar su segundo nombre, y durante la adolescencia se identificaba con el personaje de la canción A boy named Sue, recogida en un disco de Johnny Cash que fue grabado en la prisión de San Quintín: «Some gal would giggle and I'd get red, and some guy'd laugh and I'd bust his head, I tell ya, Ufe ain't easy for a boy named Sue.» [5]

El padre de Erik, que trabajaba en la Seguridad Social, únicamente había tenido un interés genuino en toda su vida. Era mago aficionado y solía disfrazarse con una capa de confección casera, un frac usado y, en la cabeza, una especie de sombrero cilíndrico plegable que él llamaba su chapeau claque. Erik y sus amigos se sentaban en unas sillas de madera con el respaldo de barras en el garaje, donde había construido un pequeño escenario con trampillas ocultas. La mayoría de sus trucos los había sacado del catálogo de Bernandos Magic, en Bromölla: varitas mágicas que crujían y se abrían, bolas de billar que se multiplicaban con ayuda de una cubierta, una funda de terciopelo con compartimentos ocultos y la reluciente guillotina de mano. En la actualidad, Erik recuerda a su padre con ternura, recuerda cómo ponía en marcha el radiocasete y sonaba la música de Jean Michel Jarre mientras él hacía pases mágicos sobre un cráneo que flotaba en el aire. Erik espera sinceramente que su padre nunca se diera cuenta de que al ir haciéndose mayor se avergonzaba de él y, ante sus compañeros, levantaba la vista al cielo a sus espaldas.

Quizá no había ninguna explicación profunda para que Erik se hubiera hecho médico. Nunca había deseado otro trabajo, nunca se había imaginado otra vida. Recuerda todos los finales de curso lluviosos, la bandera izada y los himnos veraniegos. Siempre había sacado las máximas notas en todas las asignaturas; sus padres contaban con ello. Su madre solía decir que los suecos estaban mal acostumbrados al dar por sentada su sociedad del bienestar, ya que probablemente se trataba tan sólo de un pequeño paréntesis histórico. Sostenía que un sistema de gobierno donde la sanidad, la salud dental y las guarderías, la escuela primaria, el instituto y la universidad fueran gratuitos podía desaparecer en cualquier momento. Pero entonces era posible que todos los chicos estudiaran medicina, arquitectura o un doctorado en economía financiera en cualquier universidad del país, sin necesidad de tener fortuna, solicitar una beca o pedir limosna.

La sensación de comprender esas posibilidades era un privilegio que había rodeado a Erik como un resplandor dorado; le había otorgado ventaja y determinación cuando era joven, pero también algo parecido a la prepotencia.

Recuerda que cuando tenía dieciocho años estaba sentado en el sofá de la casa de Sollentuna mirando sus máximas calificaciones, y que luego paseó la mirada por la sencilla habitación. Las librerías con baratijas de adorno y souvenirs, las fotos en sus marcos de alpaca, imágenes de las confirmaciones, la boda y el cincuenta cumpleaños de sus padres, acompañadas de una decena de fotos de su único hijo: desde que era un bebé regordete vestido de encajes hasta que se convirtió en un jovencito medio sonriente con un ceñido traje.

Su madre entró en la habitación y le pasó los impresos de solicitud para la carrera de medicina. Ella tenía razón, como de costumbre. En cuanto puso un pie en el instituto Karolinska para realizar la formación de medicina, se sintió como en casa. Al especializarse en psiquiatría se dio cuenta de que la profesión de médico encajaba con su personalidad más de lo que en realidad quería admitir. Después de su período como interno, los dieciocho meses de servicio general que exige la Dirección Nacional de Sanidad para otorgar la cualificación como médico, trabajó para Médicos sin Fronteras. Acabó en Chisimayu, al sur de Mogadiscio, en Somalia. Fue una época muy intensa en un hospital de campaña cuyo equipamiento estaba formado por material desechado de clínicas suecas, aparatos de rayos X de los años sesenta, medicamentos caducados y camas sucias y oxidadas de centros cerrados o reformados. En Somalia, Erik se encontró por primera vez con personas fuertemente traumatizadas: niños que habían perdido las ganas de jugar, que eran apáticos, jóvenes que con tono apagado daban testimonio de cómo los habían obligado a realizar actos terribles, mujeres a las que habían hecho tanto daño que ni siquiera eran capaces de hablar, sino que sólo sonreían de forma esquiva sin levantar la mirada. Y entonces sintió que quería dedicarse a ayudar a las personas que eran cautivas de los ultrajes que habían sufrido, que padecían pese a que sus atacantes habían desaparecido hacía mucho.

Erik volvió a casa y se formó como psicoterapeuta en Estocolmo, pero fue al especializarse en psicotraumatología y psiquiatría de emergencia cuando entró en contacto con diferentes teorías sobre la hipnosis. Lo que lo atrajo de ésta fue la rapidez, que el psicólogo pudiera aproximarse tan rápidamente al origen del trauma. Consideró que esa rapidez era increíblemente importante si uno quería trabajar con víctimas de guerra y de catástrofes naturales.

Recibió formación básica en hipnosis por medio de la European Society of Clinical Hypnosis, pronto se hizo miembro de la Society for Clinical and Experimental Hypnosis, la European Board of Medical Hypnosis, la Asociación Sueca de Hipnosis Clínica, y se carteó durante varios años con Karen Olness, la pediatra estadounidense cuyo innovador método de hipnotizar a los enfermos crónicos y a niños con cuadros severos de dolor aún es lo que más lo impresiona.

Durante cinco años, Erik trabajó para la Cruz Roja en Uganda con personas traumatizadas. Durante ese período prácticamente no había tiempo para probar y desarrollar la hipnosis, las situaciones eran demasiado abrumadoras y urgentes, se trataba casi siempre de satisfacer necesidades básicas. Empleó el hipnotismo únicamente una decena de veces durante todo ese tiempo, y en realidad sólo en contextos sencillos, en lugar de paliar el dolor en casos de hipersensibilidad y como un primer bloqueo de fijaciones fóbicas. Pero en una ocasión, durante su último año en Uganda, se encontró con una chica que estaba encerrada en una habitación porque no paraba de gritar. Las monjas católicas que trabajaban como enfermeras explicaron que la chica había llegado arrastrándose por el camino desde el barrio de chabolas al norte de Mbale; creían que pertenecía a la etnia bagisu, ya que hablaba lugisu. No había dormido ni una sola noche, y constantemente gritaba que era un demonio maléfico con fuego en los ojos. Erik pidió a las monjas que le abrieran la puerta de la habitación de la chica, y en cuanto la vio se percató de que estaba gravemente deshidratada. Cuando intentó hacerla beber, la joven chilló como si la visión del agua le quemara como el fuego; daba vueltas por el suelo y gritaba. Erik se decidió entonces a probar el hipnotismo para calmarla. Una de las religiosas, la hermana Marión, tradujo sus palabras al bukusu, un idioma que la chica debería entender, y una vez comenzó a escuchar, fue fácil someterla a hipnosis. En sólo una hora, la joven evocó todo su trauma psíquico. Un camión cisterna proveniente de Jinja se había salido de la carretera de Mbale-Soroti, al norte del suburbio. El pesado vehículo había volcado y había abierto un profundo boquete en la cuneta, y de un agujero en la gran cuba manaba gasolina pura que caía al suelo. La chica fue corriendo a su casa, encontró a su tío, le contó lo de la gasolina que desaparecía en la tierra y él fue corriendo de inmediato hacia allí con dos bidones de plástico vacíos. En el lugar del accidente ya había una decena de personas cuando la muchacha alcanzó a su tío junto al camión; estaban llenando cubos de gasolina del agujero. El olor era terrible, el sol brillaba y hacía mucho calor. El tío de la chica le hizo una seña. Ella cogió el primer bidón y empezó a arrastrarlo para llevarlo a casa. Pesaba mucho, se detuvo para ponérselo sobre la cabeza y vio a una mujer con un turbante azul de pie junto al camión, con gasolina hasta las rodillas, que llenaba unas pequeñas botellas de vidrio. Más alejado por el sendero, en dirección hacia la ciudad, la muchacha vio a un hombre con una camisa amarilla de camuflaje. Iba caminando, llevaba un cigarrillo en la boca, y cuando aspiró, relució su extremo incandescente.

Erik recuerda claramente el aspecto de la chica mientras hablaba. Su voz era densa y sorda, y las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras contaba que había capturado el fuego del cigarrillo con sus ojos y se lo había pasado a la mujer del turbante azul. El fuego estaba en sus ojos, dijo, porque cuando volvió a darse media vuelta y miró a la mujer, ésta comenzó a arder. Primero, el turbante azul, y de inmediato toda ella quedó envuelta en llamas. De repente se desató una tormenta de fuego alrededor del camión cisterna, y la chica echó a correr sin oír nada más que gritos tras de sí.

Cuando salió del trance, Erik y la hermana Marión hablaron con ella largo rato sobre lo que había contado estando hipnotizada. Le explicaron una y otra vez que fueron los vapores de la gasolina, aquello que olía tan fuerte, lo que había empezado a arder. El cigarrillo del hombre había prendido fuego al camión cisterna a través del aire, y la explosión no tuvo nada que ver con ella.

Pocos meses más tarde de lo sucedido con la chica, Erik volvió a Estocolmo, donde solicitó una subvención del Consejo de Investigación Médica para profundizar sobre la hipnosis y el tratamiento de hechos traumáticos en el instituto Karolinska. Fue poco después cuando conoció a Simone. Recuerda que la conoció en una gran fiesta universitaria; ella estaba animada, radiante, con las mejillas sonrosadas. Primero reparó en su pelo cobrizo, rizado, y luego vio su rostro. Tenía la frente abombada y pálida, y su piel clara y fina estaba cubierta de pecas de color marrón claro. Parecía un ángel de los marcapáginas antiguos, pequeña y esbelta. Aún recuerda cómo iba vestida esa noche: llevaba una ceñida blusa de seda de color verde, unos pantalones negros y unos zapatos de salón oscuros de tacón alto. Llevaba los labios pintados de un rosa pálido, y sus ojos verde claro resaltaban en el rostro pecoso.

Se casaron al año siguiente y en seguida intentaron tener hijos. No obstante, resultó más difícil de lo que esperaban y ella tuvo cuatro abortos seguidos. Erik recuerda uno especialmente. Simone estaba en la decimosexta semana de embarazo cuando perdió el bebé; era una niña. Exactamente dos años más tarde nació Benjamín.

Erik mira con los ojos entornados por el parabrisas mientras oye la conversación que Joona mantiene con sus compañeros a través de la radio policial, de camino hacia Värmdö.

– Estaba pensando una cosa -dice Erik.

– ¿Sí?

– Antes he dicho que Josef no podía huir del hospital, pero la verdad es que si fue capaz de acuchillarse de ese modo a sí mismo, ahora ya no estoy tan seguro.

– Yo he pensado lo mismo -contesta Joona.

– Vale.

– He ordenado que uno de mis muchachos monte guardia frente a la puerta de su habitación.

– Probablemente sea innecesario pero… -dice Erik.

– Sí.

Tres coches se detienen en fila en el arcén bajo un poste eléctrico. Cuatro policías están charlando de pie bajo la luz blanca mientras se ponen los chalecos antibalas y señalan un mapa. La luz del sol relampaguea en el cristal de un viejo invernadero.

Joona vuelve a sentarse en el asiento del conductor y deja entrar el aire helado en el habitáculo del vehículo. Espera a que los otros suban a sus respectivos coches y, pensativo, tamborilea con los dedos de una mano sobre el volante.

De repente, en la radio de la policía suenan una serie de tonos rápidos y un intenso chisporroteo que se interrumpe bruscamente. Joona cambia de canal, comprueba que tollos los agentes del grupo están conectados e intercambia algunas palabras con cada uno antes de girar la llave en el contacto.

Los coches continúan a lo largo de un sembrado marrón v pasan frente a un bosquecillo de abedules y un silo grande y oxidado.

– Usted espere en el coche cuando lleguemos -indica el comisario en voz baja.

– Sí -responde Erik.

Unos cuervos alzan el vuelo desde el camino y se alejan volando.

– ¿Cuáles son los aspectos negativos de la hipnosis? -pregunta entonces Joona.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted era uno de los mejores hipnotistas del mundo, pero lo dejó.

– La gente puede tener buenos motivos para mantener ciertas cosas ocultas -contesta Erik.

– Está claro pero…

– Y esos motivos son muy difíciles de juzgar bajo un estado de hipnosis.

Joona le dirige una mirada escéptica.

– ¿Por qué no me creo que fuera ésa la causa de que lo dejase?

– No quiero hablar de ello -dice Erik.

Los troncos de los árboles pasan de largo a los lados del camino. El bosque se vuelve más espeso y más oscuro más adelante. La gravilla rechina debajo del coche. Giran por un estrecho camino forestal, dejan atrás algunas casas de fin de semana más y finalmente se detienen. A lo lejos, entre los abetos, Joona ve una casa de madera marrón en un claro poco iluminado.

– Cuento con que se va a quedar usted aquí sentado… -le dice a Erik, y luego baja del vehículo.

Mientras el comisario camina hacia el acceso, donde ya están los otros policías, vuelve a pensar en Josef, el chico hipnotizado. En las palabras que salieron sin más de sus labios débiles. Un chico que ha descrito su brutal agresión con claridad distante. El recuerdo debe de haber sido diáfano para él: los espasmos por la fiebre de la hermana pequeña, la ira arrasadora, la elección de los cuchillos, la euforia de rebasar los límites. Tras la hipnosis, las descripciones de Josef se volvieron confusas, era difícil entender lo que había querido decir, lo que comprendía en realidad, si la hermana mayor realmente lo había obligado a llevar a cabo los asesinatos.

Joona reúne a los cuatro policías a su alrededor. Sin detallar demasiado su intervención, describe la gravedad de la situación, da instrucciones sobre cuándo abrir fuego e indica que los posibles disparos deberán dirigirse a las piernas en cualquier circunstancia. Evita hablar en términos policiales y, por el contrario, explica que la persona que se encuentra en la casa probablemente no sea en absoluto agresiva.

– Os pido que actuéis con precaución para no sobresaltar a la chica -dice Joona-. Quizá esté asustada, quizá herida; sin embargo, no podéis olvidar ni por un momento que podría tratarse de una persona peligrosa.

A continuación ordena a tres de los hombres que rodeen la casa, les pide que no pisen el huerto y que se mantengan en el exterior, ya que tienen que acercarse a una distancia segura de la parte trasera.

Echan a andar por el sendero del bosque, uno de ellos se detiene un instante y se mete una pastilla de tabaco bajo la lengua. La fachada marrón chocolate de la casa está formada por paneles horizontales superpuestos. Los marcos son blancos y la puerta negra. Las ventanas están cubiertas con cortinas rosas. No se ve humo en la chimenea. En los escalones de la entrada hay una escoba y un cubo de plástico amarillo con unas piñas secas en el interior.

Joona ve que los policías se despliegan a una buena distancia de la casa, rodeándola, mientras empuñan sus armas. Una rama cruje. A lo lejos oye el eco del golpeteo de un pájaro carpintero. Joona sigue el despliegue de los policías con la mirada y al mismo tiempo se aproxima lentamente a la casa, intenta ver algo a través de la tela rosa de las cortinas. Hace una señal a Kristina Andersson, una policía recientemente licenciada con la barbilla puntiaguda, para que se detenga en el sendero. Tiene las mejillas encarnadas y asiente sin apartar la mirada de la casa. Con serenidad, muy seria, ella saca su arma reglamentaria y da unos pasos hacia un lado.

La casa está vacía, piensa Joona mientras se aproxima a los escalones de la entrada. Las tablas del suelo rechinan ligeramente bajo su peso. Cuando llama a la puerta, busca movimientos repentinos en las cortinas. Pero eso no sucede. Espera un rato y luego se queda inmóvil, le parece haber oído algo y busca con la mirada en el bosque junto a la casa, tras la maleza y los troncos. Saca su pistola, una pesada Smith & Wesson que prefiere al arma estándar de la marca Sig Sauer, le quita el seguro y comprueba los proyectiles del cargador. De repente oye un sonido en el lindero y un ciervo sale corriendo con movimientos rápidos y zigzagueantes. Kristina Andersson le sonríe, tensa, cuando él la mira. Joona señala entonces la ventana, avanza con precaución y echa un vistazo al interior de la cabaña por el lateral de la cortina.

En la oscuridad ve una mesa de bambú con una luna de cristal rayada y un sofá de pana marrón claro. En el respaldo de barras de una silla roja hay dos pares de bragas de algodón blancas secándose. En la cocina americana se ven varios paquetes de macarrones, pesto enlatado, conservas y una bolsa con manzanas. En el suelo, delante del fregadero y bajo la mesa de la cocina, relucen algunos cubiertos. Joona regresa a los escalones de la entrada y le indica con un gesto a Kristina Andersson que va a entrar, luego abre la puerta y se aparta. La agente le da el visto bueno con una seña, él mira en el interior y luego cruza el umbral.

Erik está sentado en el coche y, desde la distancia, sólo puede adivinar lo que sucede. Ve que Joona Linna entra en la casa de madera seguido de otro policía. Tras un instante, vuelve a estar fuera, en los escalones de la entrada. Tres agentes rodean la casa y se detienen ante él. Están de pie, hablando, miran un mapa, señalan el sendero y las demás cabañas. Joona parece querer mostrarles algo en el interior de la casa. Todos lo acompañan y el último cierra la puerta tras de sí para que no se escape el calor.

De repente Erik ve a alguien de pie entre los árboles, donde el suelo se inclina ya hacia el lodazal. Es una joven delgada con una escopeta en la mano, una escopeta de perdigones. Arrastra por el terreno el reluciente cañón doble cuando empieza a dirigirse hacia la casa. Erik ve que camina lenta mente sobre las matas de arándanos azules y el musgo.

Los agentes no han visto a la mujer, y ella tampoco ha tenido posibilidad de verlos. Erik marca el número de Joona.

El teléfono empieza a sonar en el coche, está en el asiento del conductor, junto a él.

La joven camina sin prisa entre los árboles con la escopeta colgando de la mano. Erik se da cuenta de que puede producirse una situación peligrosa si los policías y la chica se sorprenden mutuamente. Sale del coche, corre hacia el acceso y luego camina despacio.

– Hola -la llama.

Ella se detiene y vuelve los ojos hacia él.

– Hace mucho frío hoy -dice él en voz baja.

– ¿Qué?

– Hace frío a la sombra -dice en un tono más alto.

– Sí -contesta ella.

– ¿Eres nueva aquí? -pregunta él, y continúa acercándose a ella.

– No, mi tía me ha prestado la casa.

– ¿Sonja es tu tía?

– Sí -sonríe ella.

Erik llega hasta ella.

– ¿Qué cazas?

– Liebres -contesta ella.

– ¿Puedo ver la escopeta?

Ella la abre y se la da. Tiene la punta de la nariz roja. En su pelo color arena hay agujas de pino secas.

– Evelyn -dice con tranquilidad-, en la casa hay unos policías que quieren hablar contigo.

Ella parece preocupada de repente, da un paso hacia atrás.

– Si tienes tiempo… -añade él, sonriente.

Ella asiente débilmente y Erik grita en dirección a la casa. Joona sale con expresión irritada, listo para volver a mandarlo al coche. Cuando ve a la joven, se queda inmóvil una fracción de segundo.

– Es Evelyn -dice Erik, y le tiende la escopeta.

– Hola -dice Joona.

Ella empalidece, parece que vaya a desmayarse.

– Tengo que hablar contigo -explica el comisario con seriedad.

– No -murmura ella.

– Entra en la casa.

– No quiero.

– ¿No quieres entrar?

Evelyn se vuelve hacia a Erik:

– ¿Tengo que hacerlo? -pregunta con labios temblorosos.

– No -contesta él-. Decídelo tú.

– Por favor, acompáñame -dice Joona.

Ella niega con la cabeza pero, sin embargo, lo acompaña al interior de la casa.

– Yo esperaré fuera -dice Erik.

Recorre un trecho del acceso. La gravilla está llena de agujas de pino y pinas marrones. Entonces oye a Evelyn gritar a través de las paredes de la casa. Un solo grito. Suena a soledad y a desesperación. Una expresión de pérdida incomprensible. Conoce bien ese grito del tiempo que pasó en Uganda.


Evelyn está sentada en el sofá de pana con las dos manos aprisionadas entre los muslos, la tez blanca como el papel. Ha sido informada de lo que le ha sucedido a su familia. La fotografía del marco con forma de seta está en el suelo. La madre y el padre están sentados en algo que parece una hamaca. Entre ellos está su hija pequeña. Los padres entornan los ojos por la intensa luz del sol, mientras que los ojos de la niña están iluminados de blanco.

– Lo siento mucho -dice Joona en voz baja.

A ella le tiembla la barbilla.

– ¿Crees que podrías ayudarnos a entender lo que ha pasado? -pregunta él.

La silla cruje bajo el peso de Joona. Espera un rato y luego sigue:

– ¿Dónde te encontrabas el lunes 7 de diciembre?

Ella sacude la cabeza.

– Ayer -precisa él.

– Estaba aquí -dice ella débilmente.

– ¿En la cabaña?

Ella lo mira a los ojos:

– Sí.

– ¿No saliste en todo el día?

– No.

– ¿Estuviste aquí nada más?

Ella hace un gesto en dirección a la cama y los libros de ciencias políticas.

– ¿Estudias?

– Sí.

– ¿Así que ayer no saliste de casa?

– No.

– ¿Hay alguien que pueda confirmarlo?

– ¿El qué?

– ¿Había alguien contigo aquí? -pregunta Joona.

– No.

– ¿Tienes idea de quién podría haberle hecho eso a tu familia?

Ella niega con la cabeza.

– ¿Hay alguien que os haya amenazado?

Ella no parece oírlo.

– ¿Evelyn?

– ¿Qué? ¿Qué decía?

Ella tiene los dedos estrechamente apretados entre las piernas.

– ¿Hay alguien que haya amenazado a tu familia? ¿Tenéis enemigos, rivales?

– No.

– ¿Sabes si tu padre tenía deudas grandes?

Ella niega con la cabeza.

– Las tenía -declara Joona-. Algunos delincuentes le habían prestado dinero.

– Ah.

– ¿Podría ser que alguno de ellos…?

– No -lo interrumpe ella.

– ¿Por qué no?

– No entienden nada -dice ella alzando la voz.

– ¿Qué es lo que no entendemos?

– No entienden nada.

– Cuéntanos lo que…

– No puedo -grita ella.

Está tan alterada que rompe a llorar abiertamente. Kristina Andersson se acerca a ella y la abraza. Después de un rato, la joven parece más calmada. Está sentada totalmente inmóvil, entre los brazos de la mujer policía, mientras su cuerpo se sacude por algún espasmo aislado a causa del llanto.

– Pequeña… -susurra Kristina Andersson, tranquilizadora.

Mantiene a la chica contra sí mientras le acaricia la cara. De pronto, la agente chilla y le propina un empujón a Evelyn, que cae directamente al suelo.

– Joder, me ha mordido…, me ha dado un buen mordisco…

Kristina se mira estupefacta con los dedos llenos de sangre, que procede de una herida que tiene en mitad del cuello.

Evelyn está sentada en el suelo, ocultando con la mano una sonrisa turbada. De pronto sus ojos se quedan en blanco y cae al piso, inconsciente.

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