Sábado 12 de diciembre, por la tarde
Por la tarde, Erik por fin consigue que le den el alta hospitalaria a Simone. En su casa todo está patas arriba: la ropa de cama, tirada en el pasillo; las lámparas, encendidas; el grifo del baño, abierto; los zapatos están revueltos sobre la alfombra de la entrada; el teléfono, tirado sobre el suelo de parquet, con las pilas a un lado.
Erik y Simone miran a su alrededor con la agobiante sensación de que ha desaparecido para siempre algo muy importante de su hogar. Los objetos les resultan ajenos, exentos de significado.
Simone coge una silla, se sienta y se dispone a quitarse las botas. Erik cierra el grifo del baño y luego va a la habitación de Benjamin. Mira el tablero rojo del escritorio. Los libros de texto junto al ordenador, forrados de papel gris. En el tablón de corcho hay una fotografía suya, de la época de Uganda, sonriente y bronceado, con las manos en los bolsillos de la bata. Erik toca levemente los vaqueros de Benjamin que cuelgan de la silla, junto con el jersey negro.
Vuelve al salón y ve que Simone está de pie con el teléfono en la mano. La observa introducir de nuevo las pilas y marcar un número.
– ¿A quién llamas?
– Voy a llamar a papá -contesta.
– ¿No puedes esperar un poco?
Ella le permite que le quite el teléfono de las manos.
– ¿Por qué? -pregunta ella, cansada.
– No tengo fuerzas para ver a Kennet, ahora no, no…
Guarda silencio, deja el teléfono sobre la mesa y se pasa la mano por la cara antes de hablar otra vez:
– ¿Puedes respetar que no quiero dejar todo lo que tengo en manos de tu padre?
– ¿Puedes respetar que…?
– Déjalo ya -la interrumpe él.
Ella lo mira, herida.
– Sixan, ahora mismo me cuesta mucho pensar ordenadamente. No sé, es como si sólo quisiera gritar o algo así… La verdad es que no tengo fuerzas para tener a tu padre cerca.
– ¿Has terminado? -dice ella, y alarga la mano para que le dé el teléfono de nuevo.
– Se trata de nuestro hijo -dice él.
Ella asiente.
– ¿Puede ser así? ¿Puede ser que esto trate sólo de él? -continúa Erik-. Quiero que tú y yo busquemos a Benjamín… junto con la policía, como tiene que ser.
– Necesito a mi padre -dice ella.
– Y yo te necesito a ti.
– Eso no me lo creo -contesta ella.
– ¿Por qué no crees…?
– Porque tú sólo quieres mandar sobre mí -espeta Simone.
Erik da media vuelta, echa a andar y de inmediato se detiene.
– Tu padre está jubilado, no puede hacer nada.
– Tiene contactos -dice ella.
– Eso es lo que cree él: cree que tiene contactos, cree que aún es comisario, pero no es más que un jubilado.
– Tuno sabes…
– Benjamín no es un pasatiempo -la interrumpe Erik.
– No me importa lo que digas.
Mira el teléfono.
– No podré quedarme si viene.
– No hagas esto -suplica ella en voz baja.
– Sólo quieres que venga para que te diga que me he equivocado, que todo es culpa mía, igual que hizo cuando nos enteramos de la enfermedad de Benjamin: todo es culpa de Erik… Quiero decir que entiendo que a ti te resulte cómodo, pero para mí…
– Eres un majadero -lo interrumpe ella, sonriente.
– Si él viene, me marcho.
– Me da lo mismo -replica ella, serena.
Él baja los hombros. Simone se ha dado media vuelta y comienza a marcar el número.
– No lo hagas -ruega Erik.
Ella no lo mira. Él sabe que no puede quedarse. Le resultaría imposible estar allí cuando llegue Kennet. Mira a su alrededor. No hay nada que quiera llevarse. Oye las señales de llamada en silencio y ve la sombra de las pestañas de Simone temblar sobre su mejilla.
– Vete a la mierda -le espeta, y sale al pasillo.
Mientras Erik se pone los zapatos, oye a Simone hablar con Kennet. Con voz llorosa, le pide que vaya allí cuanto antes. Erik coge la chaqueta de la percha, sale del apartamento, cierra la puerta y echa la llave. Baja andando la escalera, se detiene, piensa que debería volver y decir algo, explicarle que no es justo, que es su casa, su hijo, su vida.
– Joder -masculla, luego continúa hasta el portal y sale a la calle oscura.
Simone está en la ventana y adivina su rostro como una sombra transparente en la oscuridad de la tarde. Cuando ve el viejo Nissan Primera de su padre aparcar en doble fila ante el portal, tiene que contener el llanto. Ya está en la entrada cuando él llama a la puerta, abre con la cadena puesta, cierra, quita la cadena e intenta sonreír.
– Papá -dice al tiempo que las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas.
Kennet la abraza y cuando ella percibe el familiar olor a cuero y a tabaco de su chaqueta de piel, se traslada de nuevo durante un par de segundos a su infancia.
– Ya estoy aquí, mi niña -dice él, y se sienta en la silla de la entrada con ella sobre las rodillas-. ¿No está Erik en casa? -pregunta a continuación.
– Nos hemos separado -susurra ella.
– Ah… -intenta Kennet.
Saca un pañuelo y Simone se levanta de su regazo y se suena la nariz varias veces. Luego él cuelga la chaqueta de un gancho, ve que la ropa de Benjamín está intacta, que su calzado está en el zapatero y que la mochila está apoyada contra la pared de la puerta.
Coge a su hija por los hombros, le enjuga cuidadosamente las lágrimas con el pulgar y luego la conduce hasta la cocina. Hace que se siente en una silla, coge los filtros y el bote del café y pone en marcha la cafetera.
– Ahora me lo vas a contar todo -dice tranquilamente mientras saca un par de tazas-. Empieza desde el principio.
Simone le cuenta entonces con detalle lo que sucedió la primera noche, cuando se despertó porque había alguien en el apartamento: le explica que notó olor a tabaco en la cocina, que la puerta de la calle estaba abierta, y que vio una luz neblinosa que salía de la nevera.
– ¿Y Erik? -pregunta Kennet con premura-. ¿Qué hizo él?
Ella duda antes de mirar a su padre a los ojos y responder:
– No me creyó… Dijo que habría sido alguno de nosotros, que se había levantado sonámbulo.
– Joder -murmura Kennet.
Simone nota que vuelve a contraérsele el rostro. Su padre sirve el café en las tazas, anota algo en un papel y le pide que continúe.
Ella le cuenta entonces lo del pinchazo en el brazo que la despertó la noche anterior, que se levantó y oyó ruidos raros en la habitación de Benjamín.
– ¿Qué clase de ruidos? -pregunta Kennet.
– Arrullos -dice, dubitativa-. O murmullos. No sé.
– ¿Y luego?
– Pregunté si podía entrar vi que había alguien más, que estaba inclinado sobre Benjamín y…
– ¿Sí?
– Luego se me doblaron las piernas, no pude pronunciar una palabra más y caí al suelo. Me quedé allí tendida sin poder hacer nada, inmóvil en el pasillo mientras veía como arrastraban a Benjamín… Dios mío, su cara…, estaba muy asustado. Me llamaba e intentó alcanzarme con las manos, pero yo ya no podía moverme.
Luego Simone se queda sentada en silencio, mirando al vacío.
– ¿Recuerdas algo más?
– ¿Qué?
– ¿Qué aspecto tenía el intruso?
– No lo sé.
– ¿No viste nada?
– Se movía de forma rara, con la espalda encorvada, como si le doliera.
Kennet toma nota.
– Piensa -la insta.
– Papá, estaba oscuro.
– ¿Y Erik? -pregunta Kennet-. ¿Qué hizo él?
– Estaba durmiendo.
– ¿Durmiendo?
Ella asiente.
– Últimamente ha estado tomando muchos somníferos -dice ella-. Estaba acostado en la habitación de invitados y no oyó nada.
La mirada de Kennet se carga de desprecio y Simone entiende fugazmente que Erik se haya marchado.
– ¿Qué clase de pastillas? -pregunta su padre-. ¿Sabes su nombre?
Ella le coge las manos entre la suyas.
– Papá, Erik no es aquí el acusado.
Él retira las manos.
– La violencia infantil es ejercida casi siempre por alguien de la familia.
– Lo sé, pero…
– Estamos examinando los hechos -la interrumpe Kennet tranquilamente-. El culpable obviamente tiene conocimientos médicos y acceso a fármacos.
Simone asiente.
– ¿Viste a Erik dormido en la habitación de invitados?
– La puerta estaba cerrada.
– Pero no lo viste, ¿verdad? Y no sabes si había tomado somníferos esa noche.
– No -tiene que admitir ella.
– Sólo estoy repasando lo que sabemos, Sixan -dice él-. Nos consta que no lo viste dormido. Quizá realmente estaba durmiendo en la habitación de invitados, pero eso no lo sabemos.
Kennet se levanta, coge un poco de pan de la despensa y luego saca queso del frigorífico. Le prepara a Simone un bocadillo y se lo tiende.
Después de un rato se aclara la voz y pregunta:
– ¿Por qué le abriría Erik la puerta a Josef?
Ella ¡o mira fijamente.
– ¿Qué quieres decir?
– Si así fue, ¿qué motivo tenía para hacerlo?
– Me parece que esta conversación no tiene ningún sentido.
– ¿Por qué?
– Erik quiere a Benjamín.
– Sí, pero quizá algo salió mal. Tal vez Erik sólo dejara pasar al chico para hablar con él y luego llamar a la policía, o…
– Basta, papá -dice Simone.
– Tenemos que hacernos todas esas preguntas si queremos encontrar a Benjamín.
Ella asiente con la sensación de que se le va a desencajar la cara y luego dice con voz apenas audible:
– Quizá Erik creyó que era otra persona la que llamaba a la puerta.
– ¿Quién?
– Creo que está viéndose con una mujer llamada Danie11a -dice sin mirar a su padre a los ojos.