Sábado 19 de diciembre, por la tarde
Simone está sentada junto a Erik en el coche. Por momentos lo observa y luego mira a través de la ventanilla. La línea de nieve embarrada que se ha acumulado en medio de la carretera se pierde a lo lejos. Los coches circulan junto a ellos en un interminable sendero titilante. Las farolas de la calle centellean monótonamente a lo lejos. Ella no dice nada sobre los desechos en el asiento trasero y en el suelo alrededor de sus piernas: botellas de agua vacías, latas de refrescos, la caja de una pizza, periódicos, vasos, servilletas, bolsas de patatas fritas vacías y envoltorios de golosinas.
Erik conduce en dirección al hospital de Danderyd, donde Sim Shulman yace en coma. Sabe exactamente lo que hará cuando llegue. Dirige una mirada a Simone. Ve que ha adelgazado y las comisuras de su boca apuntan hacia abajo, está triste e inquieta. Erik logra concentrarse de un modo casi preocupante mientras repasa los acontecimientos de los últimos días fría y nítidamente. Cree entender las circunstancias que rodean lo sucedido a su familia. Antes de pasar por Kräftriket, empieza a explicarle a Simone:
– Cuando entendimos que no podía ser Josef quien se había llevado a Benjamín, el comisario me dijo que buscara en mi memoria -dice rompiendo el silencio en el interior del vehículo-. Y comencé a mirar atrás, hacia el pasado, en busca de alguien que quisiera vengarse de mí.
– ¿Qué encontraste? -pregunta Simone.
Por el rabillo del ojo, ve que ella vuelve el rostro hacia él. Sabe que está lista para escuchar.
– Me encontré con el grupo de hipnotismo que dejé… Sólo han pasado diez años, pero lo cierto es que ya nunca pensaba en ellos, era agua pasada. No obstante, cuando intenté recordar, fue como si el grupo nunca se hubiera disuelto, como si sólo hubiera permanecido a un lado, esperando.
Erik ve que Simone asiente. Continúa hablando, intenta explicar sus teorías acerca del grupo de hipnotismo, las tensiones que había entre sus integrantes, el equilibrio que él había logrado y la confianza de la que se jactaba.
– Cuando fracasé, prometí que nunca más volvería a practicar el hipnotismo.
– Sí.
– Pero luego rompí la promesa porque Joona me convenció de que era el único modo de salvar a Evelyn Ek.
– ¿Crees que todo lo que nos ha ocurrido está relacionado con que hipnotizaste a Josef?
– No lo sé…
Erik guarda silencio y luego dice que ese hecho podría haber despertado un odio dormido; un odio que quizá sólo había sido dominado por su promesa de que nunca más volvería a hipnotizar a nadie.
– ¿Recuerdas a Eva Blau? -continúa-. Entró y salió de manera intermitente de un estado psicótico. Sabes que me amenazó, dijo que arruinaría mi vida…
– Nunca entendí por qué -dice Simone en voz baja.
– Estaba asustada por algo; yo consideré que era paranoia, pero ahora estoy casi seguro de que en realidad Lydia la había amenazado.
– Hasta las personas paranoicas pueden ser perseguidas -dice Simone.
Erik gira hacia la extensa zona azul del hospital de Danderyd. La lluvia golpea con ira el parabrisas.
– Quizá incluso fuera Lydia quien le cortó la nariz -dice Erik casi para sí.
Simone se sobresalta.
– ¿Le habían cortado la nariz? -pregunta.
– Pensé que lo había hecho ella misma, suele pasar-dice Erik-. Pensé que se había cortado la punta de la nariz ante su desesperada necesidad de sentir algo distinto, de evitar lo que en verdad era doloroso…
– Espera. Espera un momento -lo interrumpe Simone, agitada-. ¿Tenía cortada la nariz?
– La punta, sí.
– Papá y yo encontramos a un chico con la punta de la nariz cortada. ¿Te lo contó? Alguien lo amenazó, lo asustó y le hizo daño porque había hostigado a Benjamín.
– Fue Lydia.
– ¿Y también fue ella quien secuestró a Benjamín?
– Sí.
– ¿Qué quiere?
Erik la mira con seriedad.
– Ya ha logrado una parte de su objetivo -dice él-. Lydia reconoció durante el trance hipnótico que tenía a su hijo Kasper encerrado en una jaula en el sótano y lo obligaba a alimentarse con comida en mal estado.
– ¿Kasper? -repite Simone.
– Cuando tu padre contó lo que había dicho Aida, que una mujer llamaba Kasper a nuestro hijo, supe que se trataba de ella. Fui a su casa en Rotebro y entré por la fuerza, pero no había nadie allí, estaba abandonada.
Conduce rápidamente frente a las hileras de vehículos aparcados. Pero todos los lugares están ocupados, así que vuelve a salir con el coche y se dirige hacia la entrada.
– El sótano estaba calcinado, aunque aún quedaban los restos de una jaula, el fuego había sido apagado -continúa Erik-. Supongo que el incendio fue provocado.
– Pero hace años no había ninguna jaula -dice Simone-. Demostraron que Lydia nunca había tenido hijos.
– Joona Linna llevó consigo allí un perro policía que halló el cadáver de un niño en el jardín; al menos llevaba allí diez años.
– Dios mío… -suspira Simone.
– Sí.
– Entonces fue…
– Creo que asesinó al niño que tenía encerrado en el sótano cuando entendió que la habíamos desenmascarado -dice Erik.
– Entonces, tú tenías razón…
– Eso parece.
– ¿Y ahora quiere asesinar a Benjamín?
– No lo sé… Probablemente crea que todo fue culpa mía. Si yo no la hubiera hipnotizado, podría haberse quedado con el niño.
Erik guarda silencio y piensa en la voz de su hijo cuando lo llamó por teléfono. Había intentado no parecer asustado mientras le hablaba del caserón. Debía de referirse a la casa de Lydia. Era allí donde ella había crecido, era allí donde había cometido los abusos y presumiblemente también los había sufrido. Si no había llevado a Benjamín a su casa, podía haberlo llevado a cualquier parte.
Aparca el coche frente a la entrada principal del hospital de Danderyd. No se preocupa por cerrar con llave ni abonar el ticket del aparcamiento. Sólo caminan a toda prisa junto a la oscura fuente repleta de nieve, pasan junto a algunos fumadores que tiritan envueltos en sus batas, cruzan corriendo el vestíbulo atestado y toman el ascensor para ir al sector donde se encuentra Sim Shulman.
El pesado aroma de las flores inunda la habitación. Hay floreros con grandes ramos perfumados junto a la ventana. Sobre la mesa se ve un montón de tarjetas y cartas enviadas por amigos y colegas consternados.
Erik mira al hombre tendido en la cama del hospital: las mejillas hundidas, la nariz, los párpados. Los movimientos demasiado regulares del estómago siguen el ritmo del respirador. Se encuentra en estado vegetativo permanente; sigue con vida tan sólo gracias a los aparatos que hay en la habitación y no sobreviviría sin ellos. Le han insertado una cánula respiratoria en la tráquea a través de una incisión practicada en la garganta. Es alimentado a través de una fístula gástrica, una sonda que va directamente al estómago con una pequeña lámina que hace tope en el vientre.
– Simone, debes hablar con él cuando despierte…
– No es posible despertarlo -lo interrumpe ella con voz chillona-. Está en coma, Erik. Tiene daños cerebrales ocasionados por la pérdida de sangre. Nunca despertará, nunca hablará de nuevo.
Se seca las lágrimas de las mejillas.
– Debemos saber lo que le dijo Benjamin…
– Ya basta -exclama ella, y rompe a llorar con fuerza.
Una enfermera se asoma por la puerta. Ve a Erik abrazar el cuerpo tembloroso de Simone y los deja en paz.
– Le administraré una inyección de zolpidem -dice Erik contra su cabello-. Es un poderoso hipnótico que puede despertar a las personas en estado comatoso.
Él nota que ella sacude la cabeza.
– ¿De qué estás hablando?
– Funciona sólo por un momento.
– No te creo -dice ella dudando.
– El hipnótico disminuye los procesos hiperactivos del cerebro que causan el coma.
– ¿Y entonces despertará? ¿Lo dices en serio?
– Nunca se repondrá. Ha sufrido graves daños cerebrales, Sixan. Pero con el hipnótico quizá despierte por algunos segundos.
– ¿Qué tengo que hacer?
– A veces, los pacientes a los que se les administra el fármaco pueden decir algunas palabras. Otras veces sólo miran.
– No es legal, ¿verdad?
– No voy a pedir permiso. Lo haré sin más y tú debes hablar con él cuando despierte.
– Date prisa -dice ella.
Erik se aleja rápidamente para ir a buscar lo que necesita. Simone se sitúa junto a la cama de Shulman y toma su mano. Lo mira. Su rostro está tranquilo. Los rasgos oscuros y fuertes, casi alisados por la relajación. La boca, habitualmente sensual e irónica, no dice nada. Ni siquiera tiene su habitual arruga seria entre las cejas negras. Ella le acaricia lentamente la frente. Piensa que seguirá exponiendo su obra, que un artista realmente bueno nunca puede morir.
Erik regresa entonces a la habitación. Sin decir una palabra, se acerca a Shulman y, dando la espalda a la puerta, le levanta la manga de la bata de hospital.
– ¿Estás lista? -pregunta.
– Sí -contesta ella-. Estoy lista.
Erik saca la jeringuilla, la conecta al catéter intravenoso y luego inyecta lentamente la solución amarillenta. La sustancia viscosa se mezcla con la clara provisión de líquido y se pierde en la aguja del pliegue del codo y en el torrente sanguíneo de Shulman. Erik guarda nuevamente la jeringa en el bolsillo, se desabotona la chaqueta y coloca los electrodos del pecho de Shulman en el suyo. Le quita la pinza del dedo índice y la sujeta en el suyo. Luego se echa hacia atrás para observar el rostro de Shulman.
No ocurre absolutamente nada. El estómago sube y baja de forma regular y mecánica con la ayuda del respirador.
Erik nota la boca seca; está petrificado.
– ¿Nos vamos? -pregunta Simone después de algunos minutos.
– Espera -murmura Erik.
Se oye el lento tictac de su reloj de pulsera. En la ventana, un pétalo se desprende suavemente de una flor y se acuesta en el suelo con un susurro. Algunas gotas de lluvia golpean el cristal. Se oye la risa de una mujer que proviene de alguna habitación lejana.
Un extraño silbido sale del interior del cuerpo de Shulman, como un viento débil a través de una ventana entreabierta.
Simone nota que el sudor mana de sus axilas y se extiende hacia el resto del cuerpo. La situación le provoca claustrofobia. En realidad querría salir corriendo de allí, pero ya no puede apartar la mirada de la garganta de Shulman. Quizá lo esté imaginando, pero de repente le parece que las fuertes venas de su cuello pulsan más rápidamente. Erik respira con pesadez. Cuando se inclina sobre Shulman, ella ve que parece nervioso. Se muerde el labio inferior y vuelve a mirar el reloj. No sucede nada. Se oye el silbido metálico del respirador. Alguien pasa frente a la puerta. Las ruedas de un carrito chirrían y luego la habitación vuelve a quedar en silencio. El único sonido procede del rítmico trabajo de la máquina.
De repente se oye un ruido débil y áspero. Simone no comprende de dónde proviene. Erik ha dado unos pasos hacia un lado. El sonido áspero continúa. Simone comprende que debe de provenir de Shulman. Se aproxima a él y ve que su dedo índice se mueve en la sábana bien extendida. Nota que su pulso se acelera y está a punto de decirle algo a Erik cuando Shulman abre los ojos. La observa fijamente con una mirada extraña. La boca se cierra en una mueca de miedo. La lengua se mueve con torpeza y le corre saliva por el mentón.
– Soy yo, Sim. Soy yo -dice ella cogiendo su mano entre las suyas-. Voy a hacerte algunas preguntas muy importantes, ¿de acuerdo?
Los dedos de Shulman tiemblan lentamente. Simone sabe que él la ve. De repente, los ojos se le ponen en blanco, las comisuras de la boca se estiran hacia atrás y las cejas se arquean enérgicamente.
– Contestaste una llamada de Benjamín en mi teléfono, ¿lo recuerdas?
Erik, que tiene los electrodos de Shulman en su pecho, ve en la pantalla cómo su propio ritmo cardíaco aumenta. Los pies de Shulman se agitan bajo la sábana.
– Sim, ¿me oyes? -pregunta ella-. Soy Simone. ¿Me oyes, Sim?
Sus ojos regresan, pero se deslizan inmediatamente hacia un lado. Se oyen rápidos pasos en el pasillo frente a la puerta y una mujer exclama algo.
– Cogiste mi teléfono…
Él asiente entonces débilmente.
– Era mi hijo -continúa ella-. Fue Benjamín quien llamó…
Sus pies empiezan a sacudirse de nuevo. Los ojos giran hacia arriba y la lengua se desliza fuera de la boca.
– ¿Qué dijo Benjamin? -pregunta Simone.
Shulman traga, mastica lentamente y sus párpados se cierran.
– Sim, ¿qué dijo?
Él niega con la cabeza.
– ¿No dijo nada?
– No… -dice Shulman con un silbido.
– ¿Qué has dicho?
– No Benja… -dice él casi sin voz.
– ¿No dijo nada? -pregunta Simone.
– No él -responde Shulman con una voz débil y asustada.
– ¿Qué?
– Ussi…
– ¿Qué estás diciendo? -insiste ella.
– Jussi llamó…
La boca de Shulman tiembla.
– ¿Dónde estaba? -pregunta Erik-. Pregúntale dónde estaba Jussi.
– ¿Dónde estaba? -pregunta Simone-. ¿Lo sabes?
– En su casa -contesta Shulman con voz clara.
– ¿Benjamin estaba también allí?
La cabeza de Shulman cae hacia un costado. La boca queda laxa y se dibuja un pliegue en el mentón. Simone mira tensa a Erik, no sabe lo que debe hacer.
– ¿Lydia estaba allí? -pregunta Erik.
Shulman mira hacia arriba y los ojos se deslizan hacia un lado.
– ¿Lydia estaba allí? -repite Simone.
Shulman asiente.
– ¿Jussi dijo algo sobre…?
Simone guarda silencio cuando Shulman comienza a quejarse, le da unas suaves palmadas en la mejilla y de repente él la mira a los ojos.
– ¿Qué ha ocurrido? -pregunta con voz clara, y luego vuelve a sumirse en el coma.